No había tenido tanta ropa que marcar desde que Hamish había ido a Templehall por primera vez, hacía cuatro años, pero el chico había dado un estirón tan grande durante el verano que tuvo que llevárselo a Relkirk, lista en mano, y renovarle todo el equipo. La expedición, como había supuesto, resultó mortificante y gravosa. Mortificante porque Hamish no quería pensar en la vuelta a la escuela, no podía sufrir que lo llevaran de tiendas, odiaba la ropa nueva y le producía un gran desconsuelo perder un día de vacaciones. Y gravosa porque el uniforme sólo podía adquirirse en la tienda más cara de la ciudad. Por si eran poco el abrigo, el jersey de cuello polo y las medias de rugby, hubo que comprar cinco pares de enormes zapatos por un importe que casi excedía de lo que Isobel y su cuenta bancaria podían permitirse.
Con intención de animar a Hamish, le compró un helado que él devoró muy compungido y madre e hijo regresaron a Croy en un mutismo hostil. Una vez en casa, Hamish volvió a salir inmediatamente, con la caña de pescar truchas y cara de mártir. Isobel tuvo que subir sola todos los paquetes y cajas, que depositó en el fondo del armario de su hijo cerrando la puerta enérgicamente. Luego, se dirigió a la cocina a poner el agua para el té y empezar a preparar la cena.
La desagradable experiencia de gastar grandes sumas de un dinero destinado a otros fines la deprimió y la patente ingratitud de Hamish no contribuyó precisamente a endulzar las cosas. Mientras pelaba patatas, Isobel se despidió tristemente de sus sueños de comprarse un vestido para el baile de los Steynton. El viejo de tafetán azul marino tendría que servir. Sintiéndose maltratada por la vida, empezó a pensar en animarlo con un detalle blanco en el escote.
Pero de todo aquello hacía dos semanas y ahora ya era septiembre. Eso mejoraba mucho las cosas por varias razones. La más importante era que, hasta mayo, ya no habría más huéspedes. “Visitas a las Tierras de Escocia” había cerrado para todo el invierno y ya había sido despedido el último contingente de americanos, con sus maletas, souvenirs y boinas a cuadros. El cansancio y el malestar que habían afligido a Isobel durante todo el verano se esfumaron instantáneamente ante la sensación de libertad de saber que ella y Archie tenían Croy para ellos solos nuevamente.
Pero eso no era todo. Isobel, nacida y criada en Escocia sentía todos los años aquella euforia cuando caía del calendario la hoja de agosto y se podía dejar de simular que era verano. Había, sí, algún año en que el verano era como los de antaño, cuando la hierba se secaba por falta de lluvia y había que pasar los dorados atardeceres regando las rosas, los guisantes de olor y las lechugas del huerto. Pero los meses de junio, julio y agosto no eran, frecuentemente, sino una larga y húmeda prueba de resistencia a la frustración y el desencanto. Los cielos grises, los vientos fríos y la lluvia persistente podían enfriar el entusiasmo de un santo. Los peores eran esos días oscuros y lluviosos en los que una, desesperada, se retiraba al interior de la casa y encendía el fuego; y entonces el cielo se despejaba instantáneamente y el sol de media tarde hacía resplandecer el empapado jardín incitadoramente cuando ya no había tiempo para nada.
Aquel verano, en concreto, había sido muy decepcionante y, ahora, al recordarlo, Isobel comprendió que aquellas semanas grises y sin sol habían contribuido a su tristeza y su cansancio. Las primeras heladas le habían hecho verdadera ilusión y, por fin, había podido guardar las faldas y blusas de algodón y sacar con agrado sus viejas prendas de cheviot y los pullóvers Shetland.
Pero septiembre era especial en Relkirkshire, incluso después de un verano espléndido. Habían empezado a caer algunas ligeras heladas, que habían limpiado el aire y otorgado tonalidades más vivas a los campos. El intenso azul del cielo se reflejaba en el lago y en el río y, levantadas ya las cosechas, los rastrojos doraban los campos. En las cunetas florecían las campanillas y el brezo de olor, con sus flores, tenía de púrpura las montañas.
Y, lo más importante, septiembre era el mes de la diversión. Aportaba un apretado programa de actos sociales, antes de que llegara el largo y oscuro invierno en que el frío y la nieve aislaban los pueblos. Septiembre quería decir gente. Amigos. Porque entonces, en Relkirkshire, la animación estaba en su apogeo.
A últimos de julio, terminaba la anual invasión de forasteros que venían de vacaciones; se levantaban las tiendas, se remolcaban las caravanas y los turistas volvían a casa. Agosto traía la vanguardia de una segunda inmigración procedente del Sur, los que acudían cada año a Escocia a hacer deporte y asistir a fiestas. Las cabañas de caza, que habían estado abandonadas durante la mayor parte del año, volvían a abrirse y sus dueños, conduciendo por la autopista sus “Range Rovers” cargados hasta los topes de cañas, escopetas, niños, adolescentes, amigos, parientes y perros, volvían a abrirlas muy contentos.
Y las casas se llenaban, no ya de americanos u otros huéspedes de pago, sino de las jóvenes generaciones oriundas del lugar y obligadas a trabajar en Londres, que reservaban vacaciones anuales para volver a casa en esta época. Todas las habitaciones estaban ocupadas, los áticos convertidos en improvisados dormitorios para nietos, y las escasas instalaciones sanitarias tenían que funcionar a pleno rendimiento. Todos los días, se sacaban grandes cantidades de comida a mesas alargadas con los suplementos.
Y, luego, septiembre. De pronto, en septiembre, todo cobraba vida, como si un celestial director de escena hubiera terminado la cuenta atrás y hubiera accionado el interruptor. El “Hotel de la Estación” de Relkirk perdía su habitual abulia victoriana y adquiría una gran animación al convertirse en punto de reunión de viejos, amigos. Y en el hostal de Strathcroy, ocupado por la asociación, que pagaba a Archie un dinero muy bien venido por el privilegio de matar faisanes en su páramo, no se hablaba más que de caza.
En Croy, las invitaciones se acumulaban en la repisa de la chimenea de la biblioteca y abarcaban todo tipo de actos sociales. La aportación de Isobel al programa era un buffet almuerzo anual, que precedía al Festival de Strathcroy. Archie era el presidente del festival y encabezaba el desfile inaugural de los vecinos más relevantes del pueblo, que acomodaban consideradamente la marcha al inseguro paso de Archie. En tan importante ceremonia, él lucía la gorra de su regimiento y llevaba la espada desenvainada. Archie tomaba muy en serio sus responsabilidades y, al término de la jornada, hacía entrega de los premios no sólo a la mejor música y danza, sino también al jersey de lana hilada a mano tejido con más habilidad, al bizcocho más ligero y al mejor tarro de mermelada de fresa casera.
Isobel tenía la maquina de coser en el viejo cuarto ropero de Croy, tanto por conveniencia como porque era su rincón favorito. No era una habitación grande pero sí desahogada y, en los días claros, muy soleada, con las ventanas orientadas al Oeste, hacia el campo de croquet y la senda que ascendía hasta el lago. Las cortinas eran de algodón blanco, el suelo de linóleo marrón y las paredes estaban cubiertas de grandes armarios pintados de blanco en los que se guardaban todas las sábanas, toallas, mantas y colchas de repuesto de la casa. La robusta mesa que sostenía la maquina de coser también servía para cortar patrones y la tabla de planchar estaba siempre montada, para su uso inmediato. La habitación olía a ropa limpia y al espliego de las bolsitas que Isobel introducía entre las tersas fundas de almohada, aromas que contribuían a crear aquella grata sensación de placidez.
Por ello, una vez marcada la ropa, Isobel no tuvo prisa por marcharse y se quedó sentada en la silla de madera, con los codos apoyados en la mesa y la barbilla en la palma de la mano. Por la ventana abierta se veían sobre las copas de los árboles las cimas redondeadas de las montañas más próximas. Todo estaba envuelto en una luz dorada. La brisa movía las cortinas y hacía susurrar las hojas de los álamos plateados que crecían al otro lado del prado.