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– Pobre hombre. Claro que puede venir.

– ¿Y lo traeréis vosotros al baile? Eres un cielo. Esta noche llamaré a Katy para que le diga que se ponga en contacto contigo.

– ¿Cómo se llama?

– Tiene un nombre divertido. Plucker o… Tucker. Eso, Conrad Tucker. ¿Por qué tendrán los americanos esos nombrecitos?

Isobel rió.

– Probablemente a ellos les parecerá raro el de Balmerino. ¿Qué otras novedades hay?

– Nada de particular. Hemos convencido a Toddy Buchanan para que sirva el resopón, se encargue del bar y sirva algo de desayuno. No sé por que la generación de Katy tiene un hambre de lobo a eso de las cuatro de la mañana. Y el bueno de Tom Drystone se ocupará de reunir a la orquesta.

– Bueno, no sería una fiesta sin nuestro cartero silbador en el estrado. ¿Pondréis una discoteca?

– Sí. Un chico de Relkirk la montará. Él lo trae todo, luces y amplificadores. Me asusta pensar en el ruido. Vamos a poner lucecitas de colores en la avenida. será una nota festiva y si la noche es muy oscura ayudará a la gente a orientarse.

– Estará precioso. Lo tienes todo previsto.

– Todo, menos las flores. Y es el otro favor que quiero pedirte. ¿Podrías ayudarnos con las flores? Estará Katy y he reclutado a la fuerza a una o dos chicas más, pero nadie tiene tanto arte como tú para las flores y te agradecería mucho que nos ayudaras.

Isobel se sintió halagada. Era agradable saber que podía hacer algo mejor que Verena y le complacía que se lo pidiera.

– Lo que más me preocupa -prosiguió Verena, sin dar a Isobel ocasión de hablar- es que no se me ocurre cómo decorar la carpa. La casa no es tan difícil pero la carpa, tan grandota, hará que los motivos convencionales apenas se vean. ¿Qué dices tú? Tú siempre tienes ideas fabulosas.

Isobel buscó una idea fabulosa pero no la encontró.

– ¿Hortensias?

– Para entonces ya estarán pasadas.

– Alquila palmeras en tiestos.

– Es rancio. Hace a salón de baile de hotel de pueblo.

– ¿Y por qué no le damos un ambiente campestre y otoñal? Gavillas de cebada y ramas de serbal, con sus bayas rojas y esas hojas tan bonitas. Y las hayas empezarán a dorarse. Podemos empapar los tallos en glicerina y cubrir con ellos los postes de la carpa convirtiéndolos en árboles otoñales…

– Buena idea. Eres única. Lo haremos la víspera del baile. El jueves. ¿Lo anotarás en tu agenda?

– Es el cumpleaños de Vi y el picnic, pero puedo excusarme.

– Eres una santa. ¡Qué peso me has quitado de encima! ¡Que alivio! -Verena se desperezó con fruición, ahogó un bostezo y guardó silencio.

El reloj de la repisa batía suavemente y la paz de la habitación embargó a las dos mujeres. Los bostezos se contagian. Y es un error sentarse a media tarde, porque luego no hay quien se levante. Una tarde de verano y nada urgente que hacer. Nuevamente, Isobel se sumió en aquella ilusión de atemporalidad que la había invadido antes de la interrupción de Verena. Volvió a pensar en la vieja Lady Balmerino, que solía sentarse en aquel salón en el que ahora estaban ella y Verena para leer una novela o a bordar. Todo volvía a ser como antes. Quizá dentro de un momento sonara un discreto golpecito en la puerta y entrara Harris, el mayordomo, empujando el carrito de caoba con la tetera de plata y las tazas de porcelana cáscara de huevo; las fuentes tapadas de bollos recién salidos del horno, el cuenco de nata, la mermelada de fresa, la tarta al limón y el oscuro y compacto pan de jengibre.

El reloj, con alegre campanilleo, dio las cuatro y la visión se esfumó. Harris se había marchado hacía mucho tiempo y no volvería. Isobel bostezó otra vez y, no sin esfuerzo, se levantó.

– Voy a poner el agua -dijo a Verena- y por fin tomaremos esa taza de té.

2

– … y aquel mismo año mi prima Flora dio a luz. ¿Conoció usted a sus padres? El tío Héctor era hermano de mi padre, mucho más joven, claro, y se casó con una chica de Rum. La conoció siendo él policía; era una desgraciada que no servía para nada, antes de los veinte ya no le quedaba ni un diente. Cuando la abuela lo supo se enfureció, porque no quería en la familia a uno de esos católicos del cirio en la mano; ella era de la Iglesia Libre de Escocia. Yo le hice una mañanita de media. De perlé rosa con punto de espiga pero ella la lavó en caliente con las sábanas, y yo me llevé un disgusto…

Violet dejó de escuchar. No parecía necesario escuchar. Sólo había que mover la cabeza o decir “sí, claro” cada vez que Lottie se paraba a respirar para continuar hablando confusamente.

– … me puse a servir a los catorce años, en una casa grande de Fife; lloraba a mares, pero mi madre dijo que tenía que ir. Yo era ayudante de cocina y la cocinera era una fiera; nunca en mi vida me he cansado tanto, de pie desde las cinco de la mañana después de dormir en el desván, con un alce.

Esto consiguió llamar la atención de Violet:

– ¿Un alce, Lottie?

– Bueno, creo que era un alce. Era una cabeza disecada. En la pared. Era muy grande para ser un ciervo. Mr. Gilfillan había vivido en África porque era misionero. Aunque no está bien que un misionero se dedique a matar alces, ¿no le parece? En Navidad había ganso al horno, pero a mí no me dieron más que un poco de cordero frío. Muy roñosos. No te daban ni los buenos días. El desván era húmedo, podía escurrirme la ropa y allí pillé una pulmonía. Vino el medico y Mrs. Gilfillan me mandó a casa, y lo contenta que me puse de volver. En casa tenía un gato. Tammy Puss se llamaba. Era más listo… En cuanto abrías la puerta de la despensa, se colaba por la nata, y un día, en la nata, encontramos un ratón muerto. Y Ginger tuvo gatitos, medio salvajes, y mi madre siempre tenía las manos llenas de arañazos… y es que a ella nunca le gustaron los animales. Al perro de mi padre lo tenía atravesado…

Las dos mujeres estaban sentadas en un banco del gran parque de Relkirk. Delante de ellas corría el río, crecido, con las aguas marronáceas y teñidas de turba. Un pescador lanzaba la caña al salmón con el agua hasta la cadera. Por lo visto, hasta el momento no había picado ni uno. Al otro lado del río, se veían grandes mansiones victorianas rodeadas de jardines, con unos prados que llegaban hasta la orilla. Una o dos tenían pequeñas embarcaciones amarradas. Había patos en el agua. Un hombre que pasaba con su perro les lanzó unos mendrugos y los patos acudieron y empezaron a engullir y a disputarse el pan.

– … y el médico dijo que había sido un paralís, que ella estaba de los nervios. Yo quería hacerme voluntaria, por la guerra y todo eso, pero si me marchaba yo, ¿quién cuidaba de mi madre? Mi padre en el campo trabajaba en lo que fuera, cultivaba unos nabos preciosos pero dentro de casa sólo sabía estar sentado. Llegaba, se quitaba las botas y, hala, a comer. No he visto hombre que comiera tanto. Nunca fue muy hablador, había días en los que no decía ni palabra. Ponía trampas a los conejos. Mucho conejo comíamos, claro, eso era antes de la mixomatosis. Ahora los conejos son una porquería…

Violet, después de prometer a Henry que saldría con Lottie una tarde para dejar descansar a Edie, había tenido remordimientos hasta que por fin se había decidido a hacerlo para acabar de una vez. Invitó a Lottie a ir de compras a Relkirk y a tomar el té. Fue a recogerla a casa de Edie, la metió en el coche y se la llevó a la ciudad. Lottie se había puesto lo mejor que tenía, un abrigo beige de fibra sintética y un sombrero en forma de pan de pueblo. Llevaba en la mano un bolso gigantesco y calzaba zapatos de tacón muy alto e inseguro. Desde el momento en que subió al coche, no había parado de hablar. Hablaba mientras daban la vuelta por “Marks and Spencer”, hablaba mientras hacían cola para comprar verdura fresca, hablaba mientras recorrían las calles en busca de una mercería para Lottie.