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– No te preocupes. Si no podéis, me llamas. De modo que, si no dices nada, os esperamos a eso de la una menos cuarto.

– De acuerdo. -Edmund titubeó-. ¿Se celebra algo especial o es una invitación rutinaria?

– No -respondió Archie. Y agregó-: Sí, quiero decir que es especial. Lucilla llega mañana…

– Una buena noticia.

– Trae a un australiano.

– ¿El criador de ovejas?

– Sí. Y también trae a Pandora.

Edmund, pausadamente, cerró la agenda. Estaba encuadernada en piel azul marino, con sus iniciales en oro en un ángulo. La había encontrado en su calcetín el día de Navidad, regalo de Virginia.

– ¿Pandora?

– Sí. Lucilla y el criador de ovejas han pasado unos días con ella en Mallorca. Han venido juntos en coche, cruzando España y Francia. Llegaron a Londres esta mañana -Archie hizo una pausa, como si esperase algún comentario de Edmund. Pero Edmund no dijo nada y, al cabo de un rato, Archie prosiguió-: Le reexpedí una invitación que me había enviado Verena Steynton para ella, de modo que imagino que habrá pensado que podía ser divertido venir a casa para asistir a la fiesta.

– Es un motivo tan bueno como otro cualquiera.

– Sí. -Otra pausa-. ¿Entonces, el domingo, Edmund?

– Sí, por supuesto.

– A no ser que aviséis.

– Estaremos encantados. Gracias por llamar.

Colgó el aparato. La biblioteca y la casa entera estaban en silencio. Pensó que quizá Virginia y Henry habían salido y estaba él solo en casa. La sensación de soledad creció y se hizo opresiva. Insensiblemente, aguzó el oído, deseoso de escuchar alguna voz, un ruido de platos o un ladrido que la disipara. Nada. Luego, por la ventana abierta, entró el grito largo y ondulante de un zarapito, que cruzaba los campos que se extendían al otro lado del jardín en vuelo rasante. Una nube tapó el sol y entró aire fresco. Guardó la agenda en el bolsillo, se alisó el pelo con la mano y se enderezó el nudo de la corbata. Necesitaba beber algo. Se levantó de la silla, salió de la habitación y fue en busca de su mujer y de su hijo.

4

– Nunca había llegado a casa con este lujo -dijo Lucilla.

– ¿Cómo llegabas? -Jeff conducía. Había estado al volante durante todo el largo viaje hacia el Norte.

– Cuando volvía de la escuela, en el tren. Y de Edimburgo, en un coche pequeño y viejo. Una vez vine de Londres en avión, pero fue cuando papá era soldado y el Ministerio del Ejercito me pagó el pasaje.

Eran las tres y media de la tarde de un sábado y sólo les quedaban veinte millas de viaje. Llevaban un buen promedio. Habían salido de la autopista, rodeado Relkirk y circulaban por la sinuosa carretera que conducía a Strathcroy y al hogar. El río los acompañaba y frente a ellos se alzaban las montañas. El aire era limpio, el cielo enorme y la brisa que entraba por las ventanillas, dulce y chispeante como un vino joven.

Lucilla casi no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Al salir de Londres llovía y en las Midlands diluviaba, pero en cuanto cruzaron la frontera, vio cómo las nubes se desintegraban, se dispersaban y rodaban hacia el Este y Escocia los recibió con el cielo azul y los árboles a punto de empezar a dorarse. Lucilla pensó que era una extraordinaria prueba de la amabilidad de su tierra natal y se sintió tan satisfecha como si ella personalmente hubiera dirigido la milagrosa transformación, pero se abstuvo de hacer comentario alguno sobre su buena suerte y el fabuloso paisaje. Conocía a Jeff lo suficiente como para saber que la vehemencia le molestaba y hasta le cohibía.

Habían salido del “Ritz” a las diez de la mañana y observaron a los imponentes mozos de equipajes cargar en el “Mercedes” rojo cereza el elegante juego de maletas de Pandora y sus modestas mochilas. Pandora olvidó dar propina a los mozos y tuvo que dársela Lucilla. Sabía que no iba a recuperar aquel dinero, pero después de una noche de tanto lujo, con cena y desayuno incluidos, comprendía que era lo menos que podía hacer.

Al principio, Pandora se sentó delante en su magnifico coche, envuelta en un abrigo de visón; porque, después del calor agobiante del agosto mallorquín. necesitaba envolverse en su cálido abrazo. Ella no esperaba tanta lluvia ni tanto frío. Mientras Jeff los sacaba de la ciudad sorteando el trafico y entraba en la autopista, no paró de charlar. Luego, enmudeció contemplando el paisaje sombrío y gris mientras avanzaban por el carril rápido de la autopista. Los camiones lanzaban rociadas de agua marrón que los cegaban, los limpiaparabrisas se movían velozmente y hasta la propia Lucilla tuvo que reconocer que aquello resultaba muy desagradable.

– Caramba, que asco. -Pandora se arrebujó en las pieles.

– Sí. Pero sólo es este trozo.

Pararon a almorzar en una estación de servicio de la autopista. Pandora quería salir de la autopista y buscar un restaurante típico, a ser posible con tejado de paja, donde pudieran sentarse junto a la chimenea y beber brebajes estimulantes como whisky o ginger ale. Pero Lucilla comprendió que si perdían el tiempo en rodeos nunca llegarían a Croy.

– No hay tiempo. Esto no es España, Pandora. Ni Francia. No podemos perder el tiempo en frivolidades.

– Tesoro, el almuerzo no es una frivolidad.

– Sí que lo es. Y, si tú te pones a charlar con el camarero, no acabaremos nunca.

De modo que pararon en la estación de servicio de la autopista, que resultó tan desagradable como temía Lucilla. Tuvieron que hacer cola con la bandeja para coger los bocadillos y el café y se sentaron en unas sillas de plástico naranja a unas mesas de formica, entre familias irritables con niños pesados, jóvenes punkies con camisetas porno y camioneros musculosos, todos aparentemente encantados de atiborrarse de pescado frito con patatas, pasta de colores siniestros y tazas de té.

Después del almuerzo, Pandora y Lucilla cambiaron de sitio; Pandora se instaló cómodamente atrás y se durmió en el acto. Aún no había despertado, por lo que se perdió el espectacular cruce de la frontera, la desbandada de las nubes y la emoción de sentirse realmente camino de casa.

Cruzaron un pueblo.

– ¿Qué es esto? -preguntó Jeff.

– Kirkthornton.

Las aceras estaban muy concurridas de gente que hacía la compra del sábado por la tarde y en los jardines públicos resplandecían dalias de vivos colores. En los bancos había viejos tomando el sol. Los niños lamían helados. Un puente se arqueaba a gran altura sobre un río espumeante. Un hombre pescaba. La carretera seguía subiendo. Pandora, envuelta en el visón, dormía acurrucada como una niña, con la cabeza apoyada en la chaqueta de Jeff, enrollada a modo de almohada. Un mechón de pelo le cruzaba la cara y sus negras pestañas se destacaban sobre sus pómulos prominentes.

– ¿La despierto?

– Como quieras.

Aquél había sido el programa durante todo aquel largo viaje desde Palma, por España y Francia. Accesos de impetuosa energía actividad, conversación, mucha risa y mucha improvisación.

“Hay que visitar esa catedral. No tenemos que desviarnos más que diez kilómetros.”

“Mirad que río tan fantástico. ¿Por qué no paramos y nos bañamos a pelo? Por aquí no hay nadie.”

“Acabamos de pasar una monada de café. Vamos a dar la vuelta y tomar un trago.”

Y el trago se convertía en un almuerzo largo y sosegado, durante el cual Pandora entablaba conversación con cualquier desconocido. Otra botella de vino. Café y coñac. Y después… a dormir. Podía dormir en cualquier sitio y aunque esto a veces, resultaba violento, por lo menos dejaba de hablar y Lucilla y Jeff llegaron a agradecer esos respiros. Lucilla no estaba segura de haber resistido el viaje de no haber sido por aquellos descansos. Viajar con Pandora era como viajar con un niño revoltoso o con un perro, era divertido y ameno pero también agotador.