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El “Mercedes” llegó a lo alto de la cuesta. Desde allí se dominaba un panorama amplio y magnifico. Hayas, campos, granjas dispersas, corderos, el río y, a los lejos, unas montañas tersas y púrpura como ciruelas maduras.

– Si no la despierto ahora, llegará dormida. No faltan más que diez minutos.

– Pues, despiértala.

Lucilla alargó el brazo, puso la mano sobre la suave piel que cubría el hombro de Pandora y la sacudió ligeramente.

– Pandora.

– Humm.

– Pandora. -Otra sacudida-. Despierta. Ya casi hemos llegado. Ya estamos en casa.

– ¿Qué? -Pandora abrió los ojos inexpresivos, desorientados y confusos. Los cerró, bostezó, se agitó y se desperezó-. Que bien he dormido. ¿Dónde estamos?

– Camino de Caple Bridge. Estamos llegando.

– ¿Qué estamos llegando? ¿A Croy?

– Siéntate y mira. Te has perdido lo mejor del viaje, roncando ahí detrás.

– No roncaba. Y no ronco. -Pero al cabo de unos instantes hizo un esfuerzo y se sentó, apartándose el pelo de la cara y ciñéndose las pieles, como si tuviera frío. Volvió a bostezar, miró por la ventanilla. Parpadeó. Su mirada se animó-. ¡Pero… si ya llegamos!

– Ya te lo he dicho.

– Debisteis despertarme hace rato. Y ya no llueve. ¡Si hace sol! ¡Y qué verde! Había olvidado este verde. Que recibimiento. “Caledonia severa y agreste, buena nodriza para un poeta…” ¿Quién lo habrá escrito? Algún viejo tonto. No es severa ni agreste, sino sencillamente hermosa. Que gusto que nos reciba con tan buena cara. -Buscó el bolso, sacó el peine y se lo pasó por el pelo. Un espejo, un poco de rojo de labios. Una generosa rociada de “Poison"-. Quiero oler bien a Archie.

– No olvides la pierna. No esperes que venga corriendo a recibirte y te levante en brazos. Si te levantara, probablemente se caería de espaldas.

– ¡Y qué voy a esperar! -Miró su relojito de brillantes-. Llegamos temprano. Dijimos que a las cinco y no son ni las cuatro.

– Hemos hecho un buen promedio.

– Jeff eres un sol. -Pandora le dio una palmada en el hombro, como si acariciara a un perro-. Un conductor formidable.

Ahora viajaban cuesta abajo. Al pie de la cuesta, tomaron el fuerte viraje del puente Caple, torcieron a la izquierda y se encontraron a la entrada del valle. Pandora se inclinó hacia delante.

– Es asombroso. No ha cambiado nada. En ese cottage vivía un matrimonio llamado Miller. Eran viejísimos. Él había sido pastor. Ya deben de haber muerto. Tenían abejas y vendían miel de brezo. ¡Ay! Hijos, estoy tan nerviosa que me parece que vamos a tener que parar para que haga pis. No; nada de eso, es sólo mi imaginación. -Dio otra palmada en el hombro de Jeff-. Jeff, ya estás otra vez con el número del mudo. ¿Es qué no se te ocurre ni una triste palabra de admiración?

– Claro -sonrió Jeff, de oreja a oreja-. Súper.

– Más que eso, es nuestra tierra. Los Balmerino de Croy. Es algo que te hace vibrar, como un redoble de tambor. Y volvemos a casa. Deberíamos llevar boinas con plumas y tendría que haber una gaita tocando en algún sitio. ¿Por qué no se te ocurrió, Lucilla? ¿Por qué no lo preparaste? Después de veinte años, es lo menos que podías hacer por mí.

– Lo siento -rió Lucilla.

El río volvía a correr paralelo a la carretera. Sus orillas estaban cubiertas de juncos verdes y en los pastos del otro lado pacían rebaños de mansas vacas frisonas. Los campos de rastrojos eran alfombras doradas a la luz del sol. El “Mercedes” tomó un viraje y el pueblo de Strathcroy apareció. Lucilla vio las casas grises, apiñadas, de cuyas chimeneas subía un humo vertical, la torre de la iglesia, los grupos de antiguas hayas y robles. Jeff redujo la marcha a una velocidad prudente y pasaron por delante del monumento a las víctimas de la guerra y la pequeña iglesia episcopaliana, y enfilaron la larga calle mayor.

– El supermercado es nuevo. -Pandora parecía acusadora.

– Sí. Es de unos pakistaníes llamados Ishak. Por aquí, Jeff, a la derecha… por esas verjas…

– ¡Pero si ya no hay parque! Todo son sembrados.

– Pandora, eso ya lo sabías. Papá te lo decía en sus cartas.

– Se me olvidó. Pero resulta raro.

Subían por el camino de atrás. La cuesta pronunciada, el torrente del Pennyburn, que saltaba por debajo del pequeño puente de piedra. La avenida…

– Ya hemos llegado -dijo Lucilla y ladeó el cuerpo para apoyar la palma de la mano en el claxon.

En Croy, la familia de Lucilla había tenido que llenar las largas horas de espera de la tarde. Isobel estaba arriba, dando los últimos toques a las habitaciones, comprobando las toallas y poniendo flores en tocadores y repisas. Hamish había sacado a los perros después del almuerzo y no habían vuelto a verlo. Y Archie, Lord Balmerino, estaba en el comedor poniendo la mesa para la cena.

No había tenido más remedio que hacerlo. No era de los que sabían distraer una espera y a medida que avanzaba el día había ido sintiéndoos más inquieto, impaciente, desazonado. Odiaba la idea de que sus seres queridos estuvieran tragando millas de autopista asesina y no le costaba ningún trabajo imaginar siniestras escenas de choques en cadena, hierros retorcidos y cadáveres. Había pasado mucho tiempo mirando el reloj, acercándose a la ventana al menor zumbido de motor y vagando por la casa, incapaz de estarse quieto ni un momento. Isobel le propuso que segara el campo de croquet, pero se negó porque quería estar seguro de encontrarse en la puerta cuando el coche se detuviera delante de la casa. Se retiró al estudio y se puso a leer The Scotsman pero no pudo concentrarse ni en las noticias, ni en el crucigrama. Soltó el periódico y empezó a deambular otra vez.

Finalmente, Isobel, cansada de tropezarse con su marido, perdió la paciencia.

– Archie, si no puedes estarte quieto, ¿por qué no haces algo útil como poner la mesa? Los manteles individuales y las servilletas están en el aparador. -Y subió a las habitaciones dejándolo entregado a la tarea.

No es que a Archie le importara poner la mesa. Antes, era Harris quien se encargaba de esta tarea, por lo que no debía de ser impropio de un hombre. Y cuando tenían huéspedes americanos, poner la mesa para la cena era siempre misión de Archie y le causaba cierto placer realizar la labor con militar precisión, alineando milimétricamente los cubiertos y doblando las servilletas en forma de mitra.

Las copas tenían un poco de polvo, por lo que fue en busca de un paño de cocina. Estaba frotándolas cuando oyó el coche que subía la cuesta. El corazón se le disparó. Miró el reloj, que señalaba las cuatro. Aún era temprano, sin duda. Dejó la copa y el paño. No podía ser…

El largo alarido del claxon hizo añicos el silencio de la tarde y disipó sus dudas.

La señal tradicional de Lucilla.

Archie no podía andar de prisa, pero ahora anduvo lo más de prisa que podía. Cruzó el comedor en toda su longitud hasta la puerta.

– ¡Isobel!

La puerta principal estaba abierta. Había empezado a cruzar el vestíbulo cuando apareció el coche, un rugiente “Mercedes”, que esparcía la grava con los neumáticos.

– ¡Isobel! Ya están aquí.

Llegó hasta la puerta, pero no pasó de ella. Pandora fue más rápida que él. Casi antes de que el coche se detuviera, había saltado ya a tierra y corría hacia él. Pandora, con su pelo brillante flotando al aire y aquellas piernas largas y delgadas.

– ¡Archie!

Llevaba un abrigo de pieles que le llegaba casi hasta los tobillos, pero ello no fue obstáculo para que subiera las escaleras de dos en dos y si él, por culpa de la pierna, ya no podía levantarla en vilo y darle una vuelta como cuando era una niña, sus brazos seguían siendo tan fuertes como siempre y sus brazos estaban esperándola.

Isobel… la querida Isobel, amable, buena y hospitalaria… había dado a Pandora la mejor habitación de invitados. Estaba en la parte delantera de la casa y sus altas ventanas miraban al Sur, hacia el valle y el río. La habitación estaba amueblada tal como recordaba Pandora en los tiempos de su madre. Unas camas gemelas de latón, altas, tan anchas como una cama de matrimonio pequeña. Una alfombra descolorida con dibujo de rosas y un artístico tocador con muchos cajoncitos y un espejo basculante.