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¿Quién era la responsable de este asalto de los recuerdos? ¿Y quién era Alexa Aird? Era el momento de escudarse en la charla trivial, pero a Noel no se le ocurría que decir. Quizá fuera preferible. Se quedó de pie, esperando lo que fuera a ocurrir después. Quizás ella le llevase a una minúscula habitación alquilada o a una buhardilla. Pero ella dejó la correa del perro encima de la mesa.

– Pase -dijo, con acento de anfitriona, conduciéndole a la habitación contigua.

La casa era una replica de la ocupada por los Pennington, pero mil veces más impresionante. Aquella habitación alargada se extendía hasta el fondo de la casa. La parte de la calle era el salón -demasiado ostentoso para llamarlo salita de estar- y en el otro extremo estaba el comedor. Aquí había un balcón de hierro forjado con macetas de geranios.

Todo era oro y rosa. Las cortinas, guateadas como edredones, formaban drapeados y pliegues. Los sofás y los sillones tenían fundas de la mejor cretona y, esparcidos al azar, había algunos almohadones de punto de cruz. En las vitrinas empotradas se veía la porcelana azul y blanca y en el canterano abombado, abierto, los papeles e impresos de una activa profesional.

Todo era elegante y sofisticado y no encajaba en absoluto con aquella muchacha corriente y borrosa de los tejanos y la camiseta.

Noel carraspeó.

– Qué preciosa habitación.

– Sí, es bonita, ¿verdad? Debe de estar cansado. -Ahora que estaba en su propio terreno no parecía tan insegura-. El desfase horario mata. Mi padre, cuando vuelve de Nueva York, viene en “Concorde”, porque odia los vuelos nocturnos.

– En seguida estaré bien.

– ¿Qué desea tomar?

– ¿Tiene whisky?

– Desde luego. ¿”Grouse” o “Haig’s”?

Casi no podía creer en su buena suerte.

– ¡”Grouse”!

– ¿Hielo?

– Si tiene…

– Lo traeré de la cocina. Si quiere usted servirse… ahí tiene los vasos… y todo lo demás. No tardo ni un minuto…

Le dejó solo. La oyó hablar con el perro y, después, sus pasos ligeros bajando al sótano. Silencio. Seguramente, el perro había bajado con ella. Un trago. Se acercó al otro extremo de la habitación donde había un envidiable aparador bien provisto de botellas. De las paredes colgaban bonitas pinturas al óleo, bodegones y escenas campestres. Sus ojos, vagando, calibrando, se posaron en el faisán de plata del centro de la mesa ovalada y en las hermosas vinagreras georgianas. Se acercó a la ventana y miró al jardín, un patio pequeño con rosales que trepaban por las paredes de ladrillo y alhelíes amarillos. Había una mesa blanca de hierro forjado con cuatro sillas a juego que sugerían cenas al aire libre, vino fresco…

Un trago. En el aparador había seis pesados vasos, bien alineados. Alargó el brazo hacía la botella de “Grouse”, se sirvió, agregó soda y volvió a la otra habitación. Solo y más curioso que un gato, empezó a deambular por la habitación. Levantó el fino visillo de malla y miró a la calle, luego se acercó a la librería y observó los títulos de los libros, tratando de encontrar un indicio de la personalidad de la dueña de aquella deliciosa casa. Novelas, biografías, un libro de jardinería, otro sobre el cultivo de rosas.

Se paró a reflexionar. Sumando dos y dos, sacó la conclusión evidente. Ovington Street pertenecía a los padres de Alexa. El padre sería un empresario lo bastante importante como para volar en “Concorde” habitualmente y llevaría consigo a su esposa. Decidió que en aquel momento el matrimonio debía encontrarse en Nueva York. Probablemente, una vez terminado el trabajo o la convención, volarían a Barbados o a las Islas Vírgenes para descansar al sol durante una semana. Todo perfectamente lógico.

Y Alexa estaba guardando la casa, para que no entraran ladrones. Eso explicaba que estuviera sola y pudiera ser generosa con el whisky de papá. Cuando ellos regresaran, bronceados y cargados de regalos, ella volvería a su propia vivienda. Un pisito o un cottage en Wandsworth o en Clapham, compartido con alguna amiga.

Una vez todo ordenado en su cerebro, Noel se sintió mejor y lo bastante seguro de si como para proseguir su ronda de investigación. La porcelana azul y blanca era de Sajonia. En el suelo, junto a un sillón, había un cesto con lanas de colores y un tapiz a medio hacer. Encima del canterano, varías fotografías. Parejas de novios, personas con bebes en brazos, grupos de picnic con termos y perros. Nadie reconocible. Una de las fotografías le llamó la atención y la cogió para mirarla mejor. Una mansión eduardina de considerables proporciones, cubierta de hiedra de Virginia. A un lado, sobresalía un invernadero y había ventanas corredizas y una hilera de buhardas en el tejado. Unas escaleras conducían a la puerta principal, que estaba abierta, y, en lo alto, dos soberbios perros spaniels posaban con elegancia. En el fondo se veían algunos árboles invernales, la torre de una iglesia y la ladera de una montaña.

La casa solariega.

Ella volvía. Sus pasos ligeros sonaban en la escalera. Dejó la fotografía cuidadosamente en su sitio y se volvió hacía la puerta. Ella entró con una bandeja en la que traía una cubitera, una copa, una botella de vino blanco destapada y un bol de nueces de las Antillas.

– Muy bien, veo que ya se ha servido. -Puso la bandeja en la mesa que había detrás del sofá, apartando unas revistas. El pequeño terrier la seguía a todas partes devotamente-. Lo siento, sólo encontré estas nueces…

– Por el momento -dijo él, levantando el vaso-, esto es todo lo que necesito.

– Pobre. -Cogió un puñado de cubitos y se los echó en el vaso.

– Mientras estaba aquí solo, he tratado de digerir la amarga verdad de que soy un imbécil.

– No sea tan severo. -Ella se sirvió el vino-. Eso le ocurre a cualquiera. Y ahora tiene una buena cena en perspectiva para mañana. Y entonces estará descansado y será el alma de la fiesta. ¿Por que no se sienta? Esa butaca es la mejor, grande y cómoda…

Lo era. Era una dicha poder recostarse en aquellos suaves almohadones y dejar descansar al fin sus doloridos pies, con un trago en la mano. Alexa se instaló en la butaca de enfrente, de espaldas a la ventana. Al momento, el perro le saltó al regazo y se puso a dormir.

– ¿Cuánto tiempo ha estado en Nueva York?

– Tres días.

– ¿Le gusta aquello?

– Generalmente, el regreso es agotador.

– ¿Qué fue a hacer allí?

Se lo contó. Le habló de “Saddlebags” y de Harvey Klein. Ella estaba impresionada.

– Yo tengo un cinturón de “Saddlebags”. Me lo trajo mi padre el año pasado. Es muy bonito. Una piel muy buena, gruesa, suave.

– Pronto podrá comprarse otro igual en Londres, si no le importa pagar el precio.

– ¿Quién se encarga de la campaña de publicidad?

– Eso lo hago yo. Soy director creativo.

– Parece algo muy importante. Debe de hacerlo muy bien. ¿Le gusta?

Noel reflexionó.

– Creo que si no me gustara no lo haría bien.

– Muy cierto. Para mí no hay cosa peor que trabajar en algo que a uno no le agrade.

– ¿A usted le gusta la cocina?

– Sí, muchísimo. Y es una suerte, porque es casi lo único que sé hacer. Para los estudios era un desastre. Sacaba muy malas notas. Mi padre quería que hiciera secretariado o diseño pero acabó por darse cuenta de que sería perder el tiempo y tirar el dinero y me dejó ser cocinera.

– ¿Siguió algún curso?

– ¡Oh! Sí, sé preparar toda clase de platos exóticos.

– ¿Siempre ha trabajado por su cuenta?

– No. Empecé en una agencia. después me asocie a otra. Pero sola es más divertido. Tengo una pequeña empresa que marcha bastante bien. No hago únicamente almuerzos de directores sino también cenas particulares y bodas y platos para tener en el congelador. Hago el reparto con una furgoneta.