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– No me gustan las feas. -Hizo una mueca de monstruo-. Como esa Lottie Carstairs.

Virginia no tuvo mas remedio que reírse.

– ¿Sabes una cosa, Henry Aird? Tú me vas a matar. Trae el cepillo del pelo y después ves a lavarte las manos.

Desde el pie de la escalera, Edmund llamó:

– Virginia.

– ¡Ahora mismo bajamos!

Los esperaba vestido con un pantalón de franela gris, una camisa de sport, un foulard, un pullóver de cachemir azul y sus relucientes mocasines "Gucci".

– Es hora de irse.

Cuando Virginia se acercó a él le dio un beso:

– Está usted muy elegante, Mr. Aird, ¿lo sabía?

– Pues usted no digamos. Andando, Henry.

Subieron al “BMW”. Pararon en el pueblo, Edmund entró en la tienda de Mr. Ishak y volvió cargado con el montón de periódicos del domingo. Luego, se dirigieron a Pennyburn.

Vi oyó el coche mientras cerraba la puerta. Edmund abrió la portezuela y ella se instaló a su lado. A Henry le pareció que estaba muy elegante y se lo dijo.

– Gracias, Henry. Este pañuelo tan bonito me lo trajo tu madre de Londres.

– Ya lo sé. A mí me trajo un palo y una pelota de cricket.

– Si me los enseñaste…

– Y a Edie, un cardigan. A Edie le encantó. Dice que se lo guarda para el domingo. Es azul rosa.

– Lila -le dijo Virginia.

– Lila. -Repitió la palabra para sí porque le había gustado el sonido. Lila.

El potente coche dejo atrás Pennyburn y aceleró cuesta arriba.

Al llegar, vieron el viejo “Land Rover” de Archie delante de la casa. Edmund paró al lado y, mientras la familia Aird se apeaba, apareció Archie en la puerta a recibirlos.

– Hola, ya estáis aquí.

– Estás muy elegante, Archie -dijo Edmund-. Supongo que no habré venido muy campestre.

– Es que estuve en la iglesia. Me tocaba la lectura. quería ponerme algo menos formal, pero ya no hay tiempo. O sea que vais a tener que tomarme como estoy. Vi. Virginia. Me alegro mucho de veros. Hola, Henry, buenos días. ¿Cómo estás? Hamish está en su cuarto adecentándose. Ha montado el “Scalextric” en el cuarto de jugar. Si quieres subir a echar un vistazo…

La sugerencia, hecha con naturalidad, fue sabia y atrajo la atención de Henry como Archie había supuesto. No le preocupaba la conducta de su hijo, a quien habían advertido de la venida de Henry y habían recordado que debía tratar con hospitalidad al pequeño invitado.

En cuanto a Henry, sólo tardó un instante en pensar que, sin nadie más alrededor, Hamish podía ser un compañero divertido a pesar de que Henry tuviera cuatro años menos que él. Y Henry no tenía “Scalextric”. Era una de las cosas que pensaba poner en la lista de Navidad.

Se le iluminó la cara.

– ¡Oh! Bueno -dijo, alejándose hacia la escalera a buen paso y dejando a los mayores con sus asuntos.

– Una brillante idea -murmuró Vi, como hablando consigo misma. Y agregó-: ¿Había mucha gente en la iglesia esta mañana?

– Dieciséis personas, incluido el rector.

– Hubiera tenido que ir, para hacer bulto. Voy a tener remordimientos durante todo el día…

– Pero no todo son malas noticias. El obispo ha tenido la suerte de descubrir un fideicomiso legado a la iglesia hace años. Cree que sacará un buen pellizco, que puede servir para liquidar el saldo de la factura de los electricistas…

– Sería formidable.

– Pero yo creía que habíamos organizado el bazar para eso… -intervino Virginia.

– Siempre podemos redistribuir los fondos…

Edmund no dijo nada. Había tenido una mañana muy larga que había procurado llenar con asuntos insignificantes que requerían su atención y que llevaban pendientes varias semanas. Había escrito algunas cartas, pagado unas cuentas y había contestado a una consulta de su administrador. Ahora, empezó a sentirse impaciente. Al fondo del ancho corredor, las puertas de la biblioteca estaban sugerentemente abiertas. Le apetecía un gin-tonic, pero Archie, Virginia y Vi se habían quedado encallados al pie de la escalera, absortos en cuestiones eclesiásticas sin ningún interés para Edmund, que había procurado siempre mantenerse al margen de ellas.

– … porque nos hacen falta reclinatorios nuevos.

– Vi, yo creo que es más urgente una caldera de carbón que los reclinatorios…

Su madre y su esposa parecían haber olvidado la razón principal de su venida a Croy. Edmund escuchaba dominando su irritación. De pronto, dejó de escuchar. Otro sonido captó su atención. De la biblioteca llegaba el repicar de unos tacones altos. Miró por encima de la cabeza de Virginia y vio salir a Pandora.

Ella se detuvo en el vano de la puerta a observar la situación. A pesar de la considerable distancia que los separaba, sus ojos se encontraron con los de Edmund. Él olvidó su impaciencia y por su cabeza empezaron a desfilar palabras, como si le hubieran pedido una descripción urgente y buscara afanosamente, para desecharlos de inmediato, los adjetivos aptos para describirla: mayor, más delgada, atenuada, elegante, mondaine, amoral, experimentada.

Pandora. La hubiera reconocido en cualquier lugar del mundo. Con aquellos ojos grandes y ávidos, la boca carnosa y su provocativo lunar sobre el labio superior. Las facciones y la silueta permanecían inalterables al paso de los años y su abundante melena castaña todavía era juvenil.

Sintió que se le paralizaba la cara. No podía sonreír. Los demás percibieron oscuramente su silencio y su inmovilidad, como el perro de raza que señala el ave. La conversación se interrumpió y sus voces se apagaron. Vi volvió la cabeza.

– Pandora.

Los problemas de la iglesia quedaron olvidados. Vi se apartó de Virginia, caminando sobre el reluciente parquet con la espalda erguida, los brazos abiertos y el abultado bolso de piel columpiándosele del codo.

– Pandora, tesoro mío. Que alegría. Que delicia volver a verte.

– … Pero, Isobel, no podemos venir todos a cenar. Seremos demasiados.

– No. Si no me equivoco, seremos once. Sólo uno más que ahora.

– ¿Verena no te ha colado a nadie en casa?

– Sólo a un hombre.

– Conocido como el Americano Triste -terció Pandora-, porque Isobel no recuerda su nombre.

– Pobre tipo -dijo Archie desde la cabecera de la mesa-. Ya ha sido encasillado antes de llegar.

– ¿Por qué está triste? -preguntó Edmund, alargando la mano hacia el vaso de cerveza. En Croy nunca se servía vino con el almuerzo. No era por economía, sino por una tradición familiar que se remontaba a los padres y los abuelos de Archie y que Archie mantenía porque le parecía buena idea. El vino ponía a la gente charlatana y soñolienta, y el domingo por la tarde, en su opinión, debía dedicarse a realizar sanas actividades al aire libre y no a dar cabezadas en una butaca con el periódico en la mano.

– Probablemente, ni siquiera estará triste -le dijo Isobel-. A lo mejor, es un individuo sensato y animado. Hace poco que enviudó, se ha tomado un par de meses de vacaciones y vendrá aquí para distraerse.

– ¿Verena lo conoce?

– Ella, no; Katy. Le dio lástima y pidió a Verena que le enviara una invitación.

– Ojalá no sea una de esas personas terriblemente sinceras y solemnes. Ya sabéis, esa gente tan educada que tiene transportes de éxtasis si les enseñas una alcantarilla. Te juran que lo encuentran muy interesante y preguntan la fecha de construcción -dijo Pandora.

– Pandora -rió Archie-, ¿cuántas veces has enseñado una alcantarilla a un americano?

– ¡Oh! Cariño, nunca. Era sólo un ejemplo.

Estaban sentados a la mesa. El rosbif había quedado en su punto, tierno, jugoso y sonrosado, y lo habían consumido entre muestras de aprobación junto con las judías tiernas, los guisantes frescos, las patatas asadas y salsa de rábano picante con el jugo de la carne delicadamente aderezado con vino tinto. Ahora, degustaban la mousse de arándano de Isobel y la tarta.