– ¿Eso hiciste?
– Lo sabes bien.
– Yo no estaba aquí.
– Desde luego. Estabas en Londres.
– Nunca me expliqué por que te fuiste.
– Me sentía muy desgraciada. No encontraba sentido a mi vida. Archie se había marchado y estaba casado con Isobel, y yo le echaba de menos. No sabía hacia donde volverme. Y entonces se presentó aquella oportunidad y todo parecía deslumbrante y de personas mayores. Emocionante. Necesitaba un empujón, ánimos, y eso es lo que él me dio.
– ¿Dónde os conocisteis?
– ¡Oh! En una fiesta. Tenía una mujer con cara de caballo. Gloria se llamaba, pero en cuanto vio el plan levantó el campo, se fue a Marbella y no volvió. Fue otra razón para escaparnos a California.
Lucilla emergió de entre los rododendros, con unas hojas enredadas en el pelo y se unió a los jugadores.
– ¿Quién ha pasado por el aro y quién no?
El columpio, poco a poco, dejó de oscilar. Edmund dio otro empujón con el pie y empezó a oscilar nuevamente.
– ¿Eres feliz? -preguntó Pandora.
– Sí.
– Yo creo que nunca lo he sido.
– Lo siento.
– Me gustaba ser rica, pero no era feliz. Sentía nostalgia de casa y echaba de menos a los perros. ¿Sabes cómo se llamaba el hombre con el que me escapé?
– Me parece que nadie llegó a decírmelo.
– Harold Hogg. ¿Imaginas que alguien pueda fugarse con un hombre llamado Harold Hogg? Lo primero que hice después del divorcio fue recuperar el apellido Blair. Pero, aunque no conserve su nombre, sí conservé buena parte de su dinero. Es una suerte divorciarse en California.
Edmund no contestó.
– Y, entonces, cuando todo hubo terminado y volvía a apellidarme Blair, ¿sabes lo que hice?
– Ni idea.
– Me fui a Nueva York. No había estado nunca ni conocía a nadie. Pero me alojé en el hotel más elegante que encontré y me fui a pasear por la Quinta Avenida. Pensaba que podía comprarme todo lo que quisiera. Y no compré nada. También hay una cierta felicidad en saber que puedes tener lo que quieras y luego descubrir que no lo deseas, ¿verdad, Edmund?
– ¿Eres feliz ahora?
– Estoy en casa.
– ¿Por qué has vuelto?
– No lo sé. Por varias razones. Lucilla y Jeff podían traerme. Quería volver a ver a Archie. Y, por último, naturalmente, la atracción irresistible de la fiesta de Verena Steynton.
– Me parece que Verena Steynton ha tenido que ver muy poco con tu decisión.
– Quizá. Pero es una bonita excusa.
– No viniste ni cuando murieron tus padres.
– Fue imperdonable, ¿verdad?
– Lo has dicho tú, Pandora, no yo.
– Me faltó valor. No pude. Me sentía incapaz de afrontar el funeral, el entierro, los pésames. No podía mirar a nadie a la cara. Y la muerte es tan dura y la juventud tan dulce. No podía aceptar que todo hubiera acabado.
– ¿Eres feliz en Mallorca?
– Allí también estoy en casa. Después de tantos años, la Casa Rosa es el primer hogar que he tenido.
– ¿Volverás allí?
Hablaban sin mirarse, observando con aparente interés a los jugadores de croquet. Pero ahora él volvió la cabeza y ella hizo otro tanto, y sus ojos extraordinarios, orlados de negras pestañas se miraron en los de él. Quizá fuera por lo delgada que estaba, pero a Edmund le pareció que sus ojos eran más grandes y brillantes que nunca.
– ¿Por qué lo preguntas? -dijo ella.
– No lo sé.
– Quizá yo tampoco lo sepa.
Apoyó la cabeza sobre los descoloridos almohadones de rayas y volvió a contemplar el croquet. La conversación parecía haber terminado. Edmund miró a su esposa. Estaba en medio del verde prado, apoyada sobre su mazo mientras Jeff se disponía a efectuar un tiro difícil. Virginia llevaba una camisa a cuadros y una minifalda de denim azul y sus piernas largas y bronceadas destacaban sobre sus blancas zapatillas. Esbelta y sana, estallando en carcajadas ante el frustrado intento de Jeff de introducir la bola por el aro, irradiaba la vitalidad que Edmund asociaba a los anuncios de prendas deportivas, de relojes "Rolex” y cremas bronceadoras que aparecían en las revistas de papel couché. Virginia. Mi amor, se dijo. Mi vida. Pero, sin que pudiera explicarse por que, las palabras se le antojaban tan vacías como encantamientos sin efecto y sintió un acceso de desesperación. Pandora callaba. No podía imaginar en que estaría pensando. Se volvió a mirarla y vio que se había quedado profundamente dormida.
Sí que resultaba amena su compañía. No supo si ofenderse o reír, y esta sana reacción a su perfidia sirvió para demorar la amarga sensación de haber llegado al final del trayecto.
6
Los lunes por la mañana, Edie iba a Balnaid a ayudar a Virginia y ésta se alegraba de ello. El lunes nunca había sido su día favorito, porque el fin de semana había terminado y Edmund se había marchado otra vez, a las ocho de la mañana, vestido de ciudad, para estar en su despacho de Edimburgo antes de la hora punta. Su marcha dejaba una sensación de vacío, de soledad, de abandono, y siempre suponía un esfuerzo volver a la rutina diaria y realizar las monótonas labores necesarias para mantener la casa en marcha. Pero cuando se oía el golpe de la puerta trasera que anunciaba la llegada de Edie todo parecía más soportable. Alguien con quien hablar, alguien con quien reírse, alguien que limpiaba el polvo de la biblioteca y los pelos de perro de la alfombra del vestíbulo. El ruido de platos en la cocina era reconfortante. Edie fregaba los cacharros del desayuno, cargaba la lavadora con la ropa sucia del fin de semana y hablaba con los perros.
– Fuera de aquí si no queréis que os pise la cola.
Virginia estaba en el dormitorio, cambiando las sábanas de la gran cama de matrimonio, una de las tareas del lunes. Henry se había ido de compras. Su madre le había dado cinco libras y se había marchado al pueblo a hacer una visita a Mrs. Ishak y adquirir la cantidad de caramelos, chocolatinas y galletas que estaba autorizado a llevarse a Templehall en su cartera y que tenían que durarle todo el trimestre. Nunca había dispuesto de tanto dinero para golosinas y esta novedad había distraído momentáneamente su atención de la circunstancia de que al día siguiente dejaría su casa por primera vez. Ocho años y fuera de casa. No para siempre, claro. Pero Virginia sabía que cuando volviera a verlo sería ya otro Henry porque habría visto cosas y hecho y aprendido cosas totalmente ajenas a la vida de su madre. Se iba al día siguiente. El primero de diez años de separación de sus padres y de su casa. El inicio de su proceso de formación. Que debía realizarse lejos de ella.
Puso las fundas en las almohadas. Sólo les quedaban veinticuatro horas. Había procurado no pensar en ello durante el fin de semana, hacer como si el martes no hubiera de llegar. Sospechaba que Henry había hecho otro tanto y su inocencia le hacia sufrir. La víspera, cuando entró a darles las buenas noches, se preparó para una escena de llanto y protestas. Ya se acabó el fin de semana. El último fin de semana. No quiero ir al colegio. No quiero dejarte. Pero Henry sólo le dijo que lo había pasado muy bien jugando con Hamish, que se había colgado por una pierna del columpio de Hamish; y, agotado por la actividad del día, se había dormido casi al momento.
Virginia extendió las sábanas frescas y planchadas. Procuraré que hoy pase un día divertido, se dijo. Y mañana resistiré como sea. Cuando Edmund se lleve a Henry, cuando ya no pueda oír el coche, buscaré algo que hacer. Iré a ver a Dermot Honeycombe y me dedicaré a buscar con calma un regalo para Katy Steynton. Algo de porcelana, un quinqué o quizás una pieza de plata del dieciocho. Escribiré una carta muy larga a los abuelos. Arreglaré el armario de la ropa blanca, repasaré los botones de las camisas de Edmund… Y entonces llegará Edmund y lo peor ya habrá pasado, y podré empezar a contar los días que faltan hasta el primer fin de semana que Henry pase en casa.