Llorando furiosamente, dio media vuelta y corrió hacia la puerta.
– Henry, te digo que te acompañaré…
Pero ya había salido y sus pies golpeaban con fuerza los escalones, escapando hacia el santuario de su habitación. Virginia, apretó los dientes y cerró los ojos pensando que ojalá pudiera cerrar también los oídos. Y llegó. El tremendo portazo. Después, silencio.
Abrió los ojos y su mirada se tropezó con la de Edie por encima de la mesa. Edie lanzó un largo suspiro.
– ¡Ay! Pobres de nosotros.
– De lo que ha servido esa brillante idea.
– El pobrecito. Está triste.
Virginia apoyó el codo en la mesa y se pasó la mano por el pelo. De pronto, se sintió incapaz de afrontar la situación.
– Esto es lo que yo más temía. -Ella sabía, y Edie lo sabía también, que las rabietas de Henry, aunque raras, lo dejaban vulnerable y quisquilloso durante horas-. Quería que hoy tuviese un buen día, no un día triste. Nuestro último día juntos. Y ahora Henry va a pasarlo llorando por cualquier cosa y culpándome a mi de todo. Lo que me faltaba. Condenado Edmund. ¿Qué hago, Edie?
– ¿Qué le parece que vuelva por la tarde y me quede con Henry? -propuso Edie-. Conmigo nunca hace dramas. ¿Ha terminado con el equipaje? Puedo terminarlo yo y encargarme de lo que haga falta y él podrá hacerme compañía mientras se le pasa el disgusto. Un día tranquilo es lo que necesita.
– ¡Oh!, Edie -dijo Virginia, con profunda gratitud-, ¿podrás?
– No hay inconveniente. Eso sí, tendré que ir a casa a dar la comida a Lottie, pero puedo estar de vuelta a las dos.
– ¿Y Lottie no puede prepararse la comida ella sola?
– Sí puede, pero lo ensucia todo, quema las sartenes y me deja toda la cocina pringosa. Prefiero hacerlo yo.
Virginia estaba contrita.
– Edie, es tanto lo que haces… Siento haberte gritado.
– Menos mal que estaba yo aquí para que tuviera alguien a quien gritar. -Se levantó sobre sus piernas hinchadas-. Ahora será mejor que siga con lo mío, porque a este paso no vamos a ninguna parte. Suba a hablar con Henry. Dígale que puede pasar la tarde conmigo y que me gustaría que me hiciera uno de esos dibujos tan bonitos.
Virginia encontró a Henry, tal como esperaba, debajo del edredón, con Moo.
– Lo siento, Henry -dijo.
Él, sacudido por violentos sollozos, no contestó. Ella se sentó en la cama.
– Ha sido una tontería decirte eso. Me lo dijo papá y a mí entonces me pareció una tontería. No tenía ni que haberlo mencionado. Claro que no irás con Isobel. Irás conmigo. Yo te llevaré en el coche
Esperó. Al cabo de un rato, Henry se dio la vuelta. Tenía la cara hinchada y húmeda de llanto, pero había dejado de llorar.
– No me importa ir con Hamish, pero quiero que estés tú.
– Estaré. A lo mejor, acompañamos nosotros a Hamish. Haríamos un favor a Isobel ahorrándole el viaje.
– Está bien -hipó el.
– Edie vendrá después del almuerzo. Dice que le gustaría pasar la tarde contigo. Quiere que le hagas un dibujo.
– ¿Has guardado los rotuladores?
– Todavía no.
Él abrió los brazos y ella lo envolvió en un fuerte abrazo, besándole el pelo. Luego, salió de debajo de su edredón y los dos fueron a buscar un pañuelo para que se sonara.
Hasta entonces no recordó Virginia el recado de Edmund.
– Ha dicho papá que le llames. Está en el despacho. Ya sabes el número.
Henry llamó desde la habitación de sus padres, pero Virginia había tardado demasiado en dar el recado y Edmund ya no estaba.
El cuarto de los juguetes estaba tranquilo y calentito. El sol entraba por las amplias ventanas y la brisa movía las ramas de la glicina, que golpeaban los cristales. Henry estaba sentado a la gran mesa que ocupaba el centro de la habitación, dibujando. Edie, instalada en la banqueta de la ventana, acababa de marcar los calcetines. Por la mañana, Edie se ponía para trabajar su ropa más vieja y, encima, un delantal, pero esta tarde se había presentado muy elegante, con el cardigan nuevo de color lila. Henry se sintió halagado, porque sabía que ella lo reservaba para el domingo. Nada más llegar, Edie montó la tabla y se puso a planchar la colada de aquella mañana, recién recogida. Ahora la ropa, lisa y bien doblada, formaba un pulcro montón al otro extremo de la mesa y despedía muy buen olor.
Henry dejó el rotulador y revolvió en el plumier.
– Qué lata -dijo.
– ¿Qué te pasa, cariño?
– Necesito un boli. He dibujado gente con nubes que les salen de la boca y quiero escribir lo que dicen.
– Mira en el bolso de Edie. Tiene que haber un bolígrafo.
El bolso estaba en una silla, al lado de la chimenea. Era grande, de piel y lleno de cosas importantes: el peine, el abultado portamonedas, la libreta del Subsidio de Vejez, la de la Caja Postal de Ahorros, el abono del tren, el pase del autobús. Edie no tenía coche y a todas partes iba en autobús. Hasta tenía un horario de la “Compañía de Autobuses del Condado”. Henry lo encontró cuando buscaba el bolígrafo. De pronto, se le ocurrió que aquello podía serle muy útil. Edie debía de tener otro en su casa.
Miró a Edie. Su cabeza de rizos blancos estaba inclinada sobre la costura. Sacó el horario del bolso y se lo guardó en el bolsillo de los tejanos. Encontró el bolígrafo, cerró el bolso y volvió a su dibujo.
Al poco rato, Edie preguntó:
– ¿Qué quieres para el té?
– Barritas de queso.
La tienda de antigüedades de Dermot Honeycombe se encontraba al extremo de la calle del pueblo, más allá de la verja de la entrada principal de Croy y al pie de una suave pendiente que descendía de la carretera al río. En tiempos había sido la herrería del pueblo y el cottage en el que residía Dermot, la vivienda del herrero. El cottage de Dermot era rebuscadamente pintoresco, con los tiestos de begonias en la puerta, las ventanas de celosía y el tejado de paja. La tienda en si estaba como había estado siempre, con las paredes de piedra oscura y las vigas ennegrecidas. Delante, había un patio de adoquines donde en otro tiempo los pacientes caballos de las granjas esperaban ser herrados y allí Dermot había colocado la enseña de su tienda, un vetusto carro de madera pintado de azul en el que se leía, con artístico trazo, la inscripción ANTIGÜEDADES DERMOT HONEYCOMBE. Era un buen reclamo y atraía a muchos compradores de paso, también era muy útil para atar a los perros. Virginia prendió las correas a los collares de los spaniels y ató los extremos a una de las ruedas. Los perros se sentaron mirándola con ojos cargados de reproche.
– No tardaré -les dijo. Ellos movieron la cola y su mirada la hizo sentirse una asesina, pero los dejó, cruzó los adoquines y entró en la vieja herrería. Allí estaba Dermot, en la jaula de su despachito. Estaba hablando por teléfono, pero la vio por el cristal de la puerta, agitó una mano y alargó el brazo para accionar un interruptor.
Cuatro bombillas colgadas del techo de la tienda se iluminaron contribuyendo un poco, no mucho, a disipar las sombras. La tienda estaba abarrotada de toda clase de cachivaches. Había sillas amontonadas encima de las mesas y de las cómodas. Había enormes armarios. Había jarritas de leche, compoteras, montones de platos heterogéneos, guardafuegos de latón, rinconeras, barras para cortinas, cojines, retales de terciopelo, alfombras deshilachadas. Olía a humedad y a moho y Virginia sintió un leve escalofrió de incertidumbre. Las visitas a la tienda de Dermot eran como una Lotteria, porque una nunca sabía -ni lo sabía Dermot- lo que podía encontrar.
Virginia avanzó entre las inseguras estibas de muebles con la cautela del que pisa un hielo muy delgado. Ya empezaba a sentirse un poco más animada. Curiosear en una tienda era una terapia reconfortante y Virginia se concedió la licencia de olvidarse momentáneamente de Edmund, de los traumas de la mañana y del día siguiente.