Un regalo para Katy. Su vista vagaba. Miró el precio de una cómoda y de un sillón de amplio asiento. Buscó la contraseña de la plata en un abollado cucharón, revolvió en una caja llena de llaves viejas y picaportes, volvió las paginas de un libro vetusto y tétrico. Descubrió una jarrita de porcelana vidriada y le limpió el polvo, buscando grietas o desconchados. No los había.
Dermot acudió cuando terminó su llamada telefónica.
– Hola, guapa.
– Hola, Dermot.
– ¿Buscas algo en particular?
– Un regalo para Katy Steynton. -Levantó la jarra-. Es mona.
– Una ricura. El jardín del Edén. Me encanta ese azul genciana. -Era un hombre corpulento, de cara tersa, maduro pero de edad indefinible. Tenía las mejillas sonrosadas y el pelo pálido y fino como milanos de dientes de león. Llevaba una chaqueta de pana de un verde descolorido, adornada con profusión de bolsillos con pliegue y un pañuelo con lunares rojos atado al cuello con desenfado-. Eres la segunda persona que viene hoy buscando un regalo para Katy.
– ¿Quién más ha venido?
– Pandora Blair. Vino esta mañana. Qué alegría volver a verla. Cuando la vi entrar por esa puerta no podía creérmelo. Como en los viejos tiempos. ¡Y después de tantos años!
– Anoche almorzamos en Croy. -Virginia recordó la víspera y comprendió que había sido un buen día. Uno de esos días que todos recordarían cuando fueran viejos y no tuvieran mucho que hacer, aparte de rememorar. Pandora había venido de Mallorca y Lucilla había traído a un amigo australiano. No recuerdo como se llamaba. Y jugamos al croquet. Y Edmund y Pandora se sentaron en el columpio y Pandora se quedo dormida y todos tomamos el pelo a Edmund por ser una compañía tan aburrida-. Yo no conocía a Pandora.
– Por supuesto. Y es que los años pasan volando.
– ¿Qué compró para Katy? No quisiera llevarle lo mismo.
– Una lámpara con el pie de porcelana y una pantalla hecha por mí de seda blanca y forro rosa pálido. Tomamos una taza de café y cambiamos impresiones. Sintió mucho lo de Terence.
– Estoy segura. -Virginia temió que a Dermot se le llenaran los ojos de lagrimas y agregó apresuradamente-: Dermot, me quedo con la jarra. Katy puede usarla para crema, de florero o, sencillamente, de adorno, porque es muy bonita.
– No podrías encontrar nada mejor. Pero quédate un ratito. Date una vuelta más.
– Me gustaría, pero llevo a los perros a pasear. A la vuelta recogeré la jarra y te firmaré un cheque.
– De acuerdo. -Dermot le cogió la jarra y se dirigió hacia la puerta sorteando género-. ¿Irás al picnic de Vi el jueves?
– Sí. Alexa también va. Con un amigo que ha traído para el baile.
– ¡Oh! Qué bien. Hace meses que no veo a Alexa. Intentaré encontrar a alguien que se quede en la tienda. Si no, cerraré. No me perdería el picnic de Vi por nada en el mundo.
– Ojalá haga buen tiempo.
Salieron al sol. Los perros, que estaban al acecho, ladraron de alegría y se levantaron, tensando las correas.
– ¿Cómo está Edmund? -preguntó Dermot.
– Camino de Nueva York.
– ¡Qué me dices! ¡Qué cosas! No querría su trabajo ni por todo el té de la China.
– No malgastes tu conmiseración. A él le encanta.
Rescató a los perros, saludó a Dermot agitando la mano y siguió andando, dejando tras sí los últimos cottages desperdigados de Strathcroy. Media milla más y se encontró ya en el puente que cruzaba el río al extremo oeste del pueblo. El puente era muy viejo y muy arqueado y antiguamente era utilizado por los pastores. Al otro lado, un sendero tortuoso y bien sombreado seguía el sinuoso curso del río y conducía de regreso a Balnaid.
En lo alto del puente, Virginia se detuvo para soltar a los perros que, atraídos por el olor a conejo, salieron disparados hacia unas matas de helechos y espinos. De vez en cuando, como para demostrar que no perdían el tiempo, lanzaban aullidos de caza o saltaban entre los helechos con las orejas extendidas como alas peludas.
Virginia los dejó a su aire. Eran los perros de caza de Edmund, pacientemente adiestrados, inteligentes y obedientes. Bastaría un silbido para que volvieran a su lado. El viejo puente era un sitio agradable, la piedra estaba caliente por el sol y Virginia se apoyó en el parapeto para mirar las aguas que la turba teñía de marrón. Ella y Henry solían jugar en aquel puente a echar ramitas al agua desde un lado y luego correr hacia el otro para ver que rama ganaba la carrera. A veces, las ramas no aparecían porque se habían quedado atascadas en un escollo invisible.
Lo mismo que Edmund.
Sola y sin más compañía que la del río, Virginia se sintió bastante fuerte para pensar en Edmund, que a aquellas horas estaría ya volando sobre el Atlántico camino de Nueva York, atraído como un imán. Lejos de su mujer y de su hijo en el momento en que más lo necesitaban. El imán era su trabajo y en aquel momento Virginia se sintió tan celosa, vejada y abandonada como si se hubiera marchado para acudir a una cita con una querida.
Resultaba curioso, porque ella nunca había sentido celos de otras mujeres, ni se había torturado imaginando infidelidades durante los largos periodos que Edmund pasaba fuera, en lejanas ciudades del otro lado del mundo. Una vez, le había dicho bromeando que no le importaba lo que hiciera, siempre que no la obligaran a mirar. Lo importante era que volviera siempre a casa. Pero hoy le había colgado el teléfono sin decir adiós y luego había olvidado dar a Henry el recado de su padre hasta que fue demasiado tarde. Con una punzada de remordimiento, se refugió en su resentimiento. La culpa es solo suya. Que se aguante. Quizá así otra vez…
– De paseo, ¿eh?
La voz llegó de improviso. Virginia pensó: “ ¡Ay, Dios mío! Dejaré que pasen unos segundos, y se volvió lentamente. Lottie estaba a su lado. Sin hacer ruido, había subido la pendiente del puente por el lado del pueblo, igual que Virginia. ¿La habría visto en la calle desde la ventana de Edie y habría cogido su horrible boina y su cardigan verde para seguirla hasta allí? ¿Habría esperado mientras Virginia estaba en la tienda, escondida y la habría seguido después con sigilo? La sola idea le producía escalofríos. ¿Qué quería? ¿Por qué no podía dejar en paz a la gente? ¿Y por qué, en el fondo de la irritación de Virginia, apuntaba un leve presentimiento, un temor?
Ridículo. Se sobrepuso. Figuraciones. Era sólo la prima de Edie, que buscaba compañía. Haciendo un esfuerzo, Virginia asumió una expresión amistosa:
– ¿Qué hace aquí, Lottie?
– El aire puro es de todos, es lo que yo digo. ¿Mirando el río? -Se apoyó en el parapeto. Pero no era tan alta como Virginia y tuvo que ponerse de puntillas y estirar el cuello para ver el agua-. ¿Ha visto algún pez?
– No buscaba peces.
– Ha estado en la tienda de Honeycombe, ¿verdad? La de porquería que tiene. Habría que quemarlo casi todo. Pero contra gustos… Y lo que hago es pasear, lo mismo que usted. Está sola, me lo ha dicho Edie este mediodía. Edmund se ha ido a América.
– Sólo por unos días.
– No es muy agradable. De negocios, ¿eh?
– No iría por otro motivo.
– Jo, jo, jo, eso es lo que usted cree. Esta mañana vi a Pandora Blair. Que delgada, ¿verdad? Como un espantapájaros. ¡Y ese pelo! Me parece que se lo tiñe. La llamé, pero no me vio. Llevaba gafas oscuras. Hubiéramos podido hablar de los viejos tiempos. Yo trabajaba en Croy, ¿sabe?, era doncella. Entonces todavía vivía la vieja Lady Balmerino. Era una persona encantadora. Me daba pena, con una hija como esa. Fue cuando la boda de Lord y Lady Balmerino, pero entonces eran Archie e Isobel. La noche de la boda hubo un baile en Croy. Cuanto trabajo. Tanta gente que no podías ni moverte. Claro que entonces Mrs. Harris era la cocinera y Lady Balmerino no tenía que guisar. Hubo cada cosa… pero a usted ya se lo habrán contado.
– Sí -dijo Virginia, buscando la manera de escapar de aquel torrente de palabras.