Sus ojos se encontraron con los de Virginia, que la miraban suplicantes. Porque deseaba más que nada en el mundo que Violet le dijera que toda aquella historia era una sarta de mentiras.
Violet suspiró y exclamó, tristemente:
– ¡Ay! Hija…
– Entonces, ¿es verdad? Y vosotros lo sabíais.
– No, Virginia, no lo sabíamos. Lo sospechábamos, pero no lo sabíamos y nunca hablábamos de ello. Hacíamos como si nada hubiera ocurrido.
– Pero, ¿por qué? -Era un grito de desesperación-. ¿Por qué todos me lo habéis ocultado? Estoy casada con Edmund. Soy su mujer. ¿Cómo podíais pensar que no lo averiguaría? Y que haya tenido que decírmelo esa horrible mujer… Es una traición, es como si no os fiarais de mí, como si me tomarais por una inmadura, incapaz de afrontar la verdad.
– Virginia, ¿como íbamos a decírtelo? Ni siquiera lo sabíamos con seguridad. Sólo lo sospechábamos y, siendo como somos, cerrábamos los ojos esperando que las cosas se arreglaran solas. Ella tenía dieciocho y Edmund la conocía desde niña. Pero él se marchó a Londres, se casó y tuvo a Alexa. Hacía años que no veía a Pandora. Y cuando vino a la boda de Archie, allí estaba ella. Ya no era una niña, sino la criatura más cautivadora, más turbulenta y más deliciosa que puedas imaginar. Yo sospecho que ella siempre estuvo enamorada de Edmund y, cuando volvieron a encontrarse fue como si estallara un castillo de fuegos artificiales. Todos vimos los fuegos, pero miramos para otro lado. Nada podíamos hacer salvo esperar que los fuegos se consumieran. Y aquello no podía continuar. Edmund tenía su vida en Londres, su mujer, su hija, su trabajo. Después de la boda, volvió a sus responsabilidades.
– ¿Y se fue de buen grado?
Violet se encogió de hombros.
– Tratándose de Edmund, cualquiera sabe. Recuerdo, sí, que cuando se despidió de mí en Balnaid estuve a punto de decirle algo, una ridiculez como: lo siento mucho, el tiempo todo lo cura o te olvidarás de Pandora. Pero me faltó valor.
– ¿Y Pandora?
– Pandora tuvo una depresión de adolescente. Lágrimas, caras largas, tristeza. Su madre habló conmigo, muy apenada; pero, Virginia, en realidad, ¿qué podíamos decir nosotros? ¿Qué podíamos hacer? Yo le propuse que enviara fuera a Pandora una temporada… A un colegio, a París o a Suiza. A sus dieciocho años, era todavía muy infantil y quizás alguna actividad seria, aprender un idioma o cuidar niños… hubiera podido distraerla de su pena. Darle la oportunidad de conocer a otros jóvenes y olvidar a Edmund. Pero debo admitir que siempre estuvo muy mal criada. En cierto modo, su madre temía las rabietas de Pandora. No sé si se lo propuso siquiera. Lo único que sé es que Pandora se quedó en Croy durante uno o dos meses, amargando la vida a todo el mundo, para acabar escapándose con aquel horrible Harold Hogg, rico como Creso, que podía ser su padre. Y desde entonces, por trágico que parezca, no habíamos vuelto a ver a Pandora.
– Hasta ahora.
– Sí. Hasta ahora.
– ¿Te preocupó saber que volvía?
– Un poco.
– ¿Piensas que todavía se quieren?
– Virginia, Edmund te quiere a ti. -Virginia no dijo nada. Violet frunció la frente-. Pero eso, sin duda, tú ya lo sabes.
– Hay muchas maneras de querer. Y, a veces, cuando más falta me hace, Edmund no parece tener amor que darme.
– No te entiendo.
– Ha alejado a Henry de mí. Dice que yo lo asfixio, que quiero tenerlo a mi lado porque es como una posesión, un juguete con el que quiero seguir jugando. Rogué y supliqué y tuvimos aquella horrible pelea. Pero no sirvió de nada. Era como hablar con una pared. Las paredes no quieren, Vi. Eso no es amor.
– Yo no diría tanto. Pero en lo de Henry estoy contigo. De todos modos, es su hijo y creo que Edmund hace lo que cree que es mejor para él.
– Y, luego, esta semana, se fue a Nueva York cuando más lo necesitaba aquí. Llevar a Henry a Templehall y dejar allí a la pobre criatura es lo peor que he tenido que hacer en toda mi vida.
– Sí -asintió Vi, tristemente-. Sí, lo sé. -Quedaron en silencio. Violet pensaba en la triste situación de su nuera y repasaba todo lo que había dicho. Y entonces advirtió que algo no encajaba y dijo-: Virginia, todo esto ocurrió el lunes. Y no has venido hasta hoy. ¿Es qué ha sucedido algo más?
– ¡Oh! -Virginia se mordió los labios-. Sí. Hay algo más.
– ¿Otra vez Lottie? -Violet casi no se atrevía a preguntar.
– Sí. Lottie. Verás… Vi, ¿te acuerdas del domingo, cuando almorzamos en Croy, que bromeamos con Isobel sobre su invitado, el Americano Triste? Pues, cuando volvía de Templehall paré en el "King’s Hotel" para ir al aseo y lo encontré allí. Resulta que lo conozco. Lo conozco muy bien. Se llama Conrad Tucker y, hace doce años, en Leesport, solíamos jugar al tenis juntos.
Esto era lo más agradable que Violet había oído desde que había aparecido Virginia.
– ¡Qué bien! -dijo.
– Cenamos juntos y, luego, parecía tonto que se quedara en Relkirk teniendo que venir a Croy al día siguiente, por lo que lo traje a Balnaid y pasó la noche allí. Esta mañana, lo he acompañado a Croy y lo he dejado con Archie. Luego, fui a Corriehill a llevar unos floreros a Verena. Cuando volví a casa, me encontré a Lottie sentada en la cocina.
– ¿En la cocina de Balnaid?
– Sí, estaba esperándome. Me dijo… que anoche estaba en Balnaid, en el jardín, a oscuras, con la lluvia, cuando Conrad y yo llegamos. Nos observó por las ventanas. Las cortinas estaban abiertas. Nos vio subir la escalera. -Virginia vio los ojos horrorizados de Violet, abrió la boca, volvió a cerrarla y, por fin, dijo-: Me llamó puta. Y a Conrad, gigoló. Y habló de concupiscencia y fornicación.
– Es su obsesión.
– Tiene que marcharse o se lo dirá a Edmund. -De pronto, Virginia se derrumbó ante los ojos de Violet. Su cara se contrajo como la de una niña y de sus grandes ojos escaparon unas lágrimas, que resbalaron por su cara-. No lo resisto, Vi. No resisto que todo sea tan horrible. Es como una bruja, y me odia de un modo… No sé por que me odia…
Se palpaba los bolsillos buscando un pañuelo sin encontrarlo, y Violet le dio el suyo, de batista, con puntillas e insuficiente para aquel torrente de dolor.
– Tiene celos de ti. Tiene celos de cualquier felicidad normal… Y, si se lo dice a Edmund, él sabrá, como sabemos todos, que no es más que una invención.
– Eso es lo malo -sollozó Virginia-. Que es verdad. Lo terrible es que es verdad.
– ¿Verdad?
– Me acosté con Conrad. Me acosté con él porque quería y deseaba estar con él.
– Pero, ¿por qué?
– ¡Oh! Vi. Supongo que porque nos necesitábamos.
Fue una confesión desesperada y, mirando a su nuera sollozar, Violet se sintió inundada de compasión. Que Virginia se viera en semejante necesidad era clara indicación del estado al que se había permitido llegar a su matrimonio. Y, si se miraba bien, era perfectamente comprensible. El hombre, Conrad Tucker o como se llamara, acababa de perder a su esposa. Virginia estaba dolida con Edmund y acababa de separarse de su hijo. Eran viejos amigos. La gente busca consuelo en los viejos amigos. Ella era una mujer muy atractiva y, probablemente, el americano, un hombre de buena presencia. A pesar de todo, Violet deseó más que nada en el mundo que aquello no hubiera sucedido. Y, más aún, deseó que no se lo hubieran dicho.
Sólo una cosa esencial destacaba con meridiana claridad.
– No se te ocurra contárselo a Edmund -dijo.
Virginia se sonó con el empapado pañuelito.
– ¿Eso es todo lo que tienes que decirme?
– Es lo único importante.
– ¿Ningún reproche, ninguna recriminación?
– Lo sucedido no es asunto mío.
– Estuvo mal.