– Me siento como una asesina -dijo Edie-. Es mi prima y le he fallado.
– Es ella quien te ha fallado a ti. Tú no le has fallado a ella ni a ninguno de nosotros.
A las seis de la tarde, el triste episodio quedó concluido y Lottie fue internada en el “Relkirk Royal”, al cuidado de una amable enfermera y de un increíblemente juvenil doctor Martin. Afortunadamente, Lottie no puso objeciones cuando Violet le dijo lo que iban a hacer. Sólo manifestó que esperaba que ahora el doctor Faulkner le hiciera un poco más de caso y, alzando la voz, advirtió a Edie que no olvidara meter en la maleta el jersey verde.
Hasta se acercó a la puerta del hospital, acompañada por la enfermera, y se despidió de ellas agitando la mano alegremente mientras Violet conducía el coche por el severo jardín que tan bonito parecía a Lottie.
– No te preocupes por ella, Edie.
– No puedo remediarlo.
– Has hecho cuanto estaba en tu mano. Has sido una santa. Siempre puedes venir a visitarla. Esto no es el fin.
– Pobrecilla.
– Necesita atención médica. Y a ti te sobra trabajo. Ahora procura olvidarlo todo y distraerte. Mañana es mi picnic. No quiero ver caras largas en mi cumpleaños.
Edie guardó silencio durante un rato. Al cabo, preguntó:
– ¿Ha adornado el pastel? -Estuvieron haciendo planes para el picnic y, cuando Violet la dejó en el cottage, parecía que había pasado lo peor.
Violet volvió a Pennyburn, entró por la puerta trasera y exhaló un suspiro de alivio al verse otra vez en casa, sana y salva. El pastel seguía en la mesa. Setenta y siete años. No era de extrañar que estuviera molida. El chocolate se había endurecido y ya no se podían hacer bolitas, por lo que el pastel tendría que quedar como estaba. Lo metió en una caja y se dirigió a la sala. Se sirvió un generoso whisky con soda, se sentó al escritorio y se dispuso a hacer una llamada telefónica, la última del día y de vital importancia.
– Escuela de Templehall.
– Buenas tardes. Soy Mrs. Geordie Aird, la abuela de Henry Aird y deseo hablar con el director.
– Soy su secretaria. ¿Puedo tomarle el recado?
– No; me temo que no puede.
– El director está ocupado en este momento. ¿Quiere que le diga que la llame?
– No; he de hablar con él ahora mismo. Haga el favor de decirle que estoy al teléfono.
La secretaria, tras breve vacilación, repuso de mala gana:
– Está bien. Pero quizás tarde unos minutos.
– Esperaré -dijo Violet, augustamente.
Esperó. Al cabo de mucho rato, oyó acercarse pasos por un lejano corredor sin alfombrar:
– Al habla el director.
– ¿Mr. Henderson?
– Sí.
– Soy Mrs. Geordie Aird, la abuela de Henry Aird. Perdone que le moleste, pero es importante que dé usted a Henry un recado de mi parte. ¿Me hará el favor?
– ¿Qué recado? -El hombre parecía impaciente o enfadado.
– Dígale sólo que Lottie Carstairs ha vuelto al hospital y ya no vive con Edie Findhorn.
– ¿Eso es todo? -parecía incrédulo.
– Sí; eso es todo.
– ¿Y es importante?
– De importancia vital. Henry estaba muy preocupado por Miss Findhorn y le alegrará saber que Lottie Carstairs ya no vive con ella. Le quitará un peso de encima.
– En tal caso, será preferible que tome nota.
– Sí, creo que será preferible. Se lo repetiré. -Así lo hizo, alzando la voz y recalcando cada sílaba, como si el director fuera sordo como una tapia-. LOTTIE CARSTAIRS HA VUELTO AL HOSPITAL. YA NO VIVE EN CASA DE EDIE FINDHORN. ¿Lo tiene?
– Alto y claro -dijo el director, demostrando un fino sentido del humor.
– ¿Y se lo dirá usted a Henry?
– Se lo diré inmediatamente.
– Es usted muy amable. Lamento haberle molestado. -Pensó en preguntar por Henry, cómo estaba, pero desistió. No quería parecer una abuela pesada-. Adiós, Mr. Henderson.
– Adiós, Mrs. Aird.
Archie detuvo el “Land Rover” en lo alto de la larga cuesta, en el punto en que la áspera pista abierta con buldózer coronaba el Creagan Dubh. Allí los dos hombres se apearon y contemplaron el espléndido panorama.
Era por la tarde y venían de Croy por el camino que cruzaba la granja y el portón de los ciervos y, tras bordear el lago, se encaramaba por las agrestes laderas. El Wester Glen quedaba ahora a su espalda, ya lejos, y, a sus pies, las azules aguas del lago refulgían como una alhaja. Frente a ellos, el valle de Creagan descendía en una sucesión de abruptas quebradas hasta el lugar en que las aguas bravas de un estrecho arroyo brillaban como un hilo de plata a un sol huidizo. Hacia el Norte, el terreno formaba profundos pliegues como una sucesión de baluartes hasta perderse de vista. La luz oscilaba con el paso de las nubes y las cumbres lejanas aparecían bañadas de un tinte azulado.
Cuando salieron, en los jardines de Croy la temperatura era gratamente cálida, el sol se filtraba por entre las doradas hojas de los árboles y sólo una leve brisa refrescaba el ambiente. Pero allí, en las alturas, aquel mismo aire era puro y cristalino como agua de manantial y el viento del Noroeste barría el páramo sin árbol ni obstáculo que se alzara en su camino y cortaba la cara.
Archie abrió la puerta trasera del “Land Rover” y las dos perras, que hacía ya mucho rato que esperaban este momento, saltaron al suelo. Él se agachó y sacó dos astrosas chaquetas impermeables, sucias y rotas, pero provistas de un buen forro de lana.
– Tenga. -Arrojó una a Conrad y, apoyando el bastón en la parte trasera del “Land Rover“, se puso la otra. Los bolsillos estaban descosidos y la parte delantera tenía manchas de sangre de alguna liebre o algún conejo sacrificado hacía tiempo-. Nos sentaremos un rato. A pocos pasos de aquí hay un sitio resguardado del viento…
Abrió la marcha dejando atrás la dura superficie de la pista y se introdujo entre el brezo. Usaba el bastón como una tercera pierna para abrirse paso. Conrad le seguía, observando el trabajoso avance de su anfitrión, pero sin ofrecerse a ayudarle. Al poco rato, llegaron a un saliente de granito, erosionado por un millón de años de intemperie y cubierto de un líquen que asomaba como un monolito de su lecho de brezo. Su forma era de tosco asiento y el respaldo no resultaba muy confortable pero, una vez instalados, quedaron al abrigo del viento.
Las perras habían recibido la orden de ¡Junto! pero en cuanto Archie se sentó y sacó los prismáticos la más joven, menos disciplinada que su madre, olfateó la caza, dio un salto y espantó a una bandada de urogallos. Ocho aves levantaron el vuelo a pocos pasos de donde ellos estaban. Lanzando su chillido estridente, descendieron hacia las profundidades del valle, dibujaron un quiebro en el aire bajo la línea del horizonte, se posaron en el fondo y desaparecieron.
Conrad siguió su vuelo con asombrada complacencia. Pero Archie gruñó a la perra y el animal, contrito, volvió junto a su amo, apoyó la cabeza en su hombro y le pidió perdón humildemente. Él la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí, olvidando su atolondramiento.
– ¿Vio adónde iban? -preguntó a Conrad.
– Creo que sí.
Archie le pasó los prismáticos.
– A ver si las encuentra.
Conrad se ajustó los prismáticos a los ojos y buscó. El paisaje se aproximó. Registró atentamente las grandes matas de brezo que crecían en el fondo del valle, pero no pudo descubrir rastro de las aves ni advertir movimiento alguno. Se habían ido. Devolvió los prismáticos a Archie.
– Nunca creí poder ver urogallos tan cerca.
– Al cabo de tantos años siguen asombrándome. Son listos y valientes. Pueden volar a ochenta millas por hora y usan mil y una mañas para burlar al cazador. Son adversarios muy escurridizos y por eso su caza es tan emocionante.
– Pero usted los mata.
– Lo he hecho toda la vida. Aunque cuanto mayor me hago, menos cazo y con más reservas. Hasta ahora, mi hijo Hamish no ha mostrado escrúpulos, pero Lucilla es contraria a todo esto y se niega a salir al campo conmigo. -Archie, envuelto en su vetusta chaqueta, tenía la pierna buena doblada y el codo apoyado en la rodilla. Se había echado la gorra de tweed sobre los ojos, para protegerse de los momentos de sol-. Ella da mucha importancia al hecho de que sean animales silvestres, de que forman parte de la Creación. Con lo de silvestres quiero decir que se perpetúan por sí mismos. Es imposible criarlos como a los faisanes, porque todos los pollos de incubadora que pusiéramos en el páramo serían inmediatamente devorados por los depredadores.