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– ¿De qué se alimentan?

– De brezo. De bayas. Pero, sobre todo, de brezo. Por eso conviene quemar periódicamente franjas de páramo. La quema está limitada por la ley a unas semanas de abril. Si no has quemado entonces, tienes que esperar al año siguiente.

– ¿Por qué lo queman?

– Para que crezca mejor. -Señaló con el bastón-. Desde aquí puede ver las franjas negras del Mid Hill que quemamos este año. El brezo más alto sirve de protección a los pájaros.

Conrad contemplaba con cierta perplejidad las millas de terreno ondulado que los rodeaban.

– Esto me parece mucha tierra para unos cuantos pájaros.

– Sí, resulta un anacronismo en estos días -sonrió Archie-. Pero, de no ser por los grandes cotos de caza de Escocia, muchas tierras quedarían abandonadas o agotadas por un cultivo abusivo o se dedicarían a la explotación forestal.

– ¿Es malo plantar árboles?

– Ese es un tema delicado. El árbol indígena es el pino de Escocia, no el sitka de Noruega, ni el abeto americano. Pero un bosque de sitkas noruegos destruye el hábitat de las aves de las tierras altas, que no anidarán a menos de novecientos metros. Porque en el bosque hay muchos depredadores, zorros y cuervos. Y no me refiero sólo a la codorniz sino también a la agachadiza, el frailecillo y el zarapito. Y otras formas de vida. Insectos, ranas, víboras. Y plantas. Jacintos silvestres, hierbas, musgos, hongos, asfódelo de los pantanos… Bien protegido, el páramo es un potente y racional ecosistema.

– Pero, ¿no se ha ridiculizado un tanto la figura del rico que se dedica a disparar a los pájaros en su coto de caza?

– Sí; el aristócrata degenerado que carga la escopeta con billetes de diez libras. Pero me parece que esa imagen se va borrando, a medida que hasta el más cerril de los políticos comprende que la relación entre caza y conservación tiene una gran importancia para preservar el ecosistema básico de las tierras altas de Escocia.

Los dos hombres enmudecieron. Poco a poco, unos pequeños sonidos fueron poblando el silencio como el agua filtrada va invadiendo una cavidad. El leve susurro del viento. El murmullo del arroyo lejano, que bajaba crecido. Al otro lado de la cañada, en una ladera, unos corderos pacían, corrían, balaban. Y a medida que el silencio se llenaba de ruidos, Conrad, que se sentía cómodo en compañía de su anfitrión, notó que le embargaba una tranquilidad, una paz de espíritu que casi había olvidado.

Quizá no tenía derecho a sentirse así. Quizá, después de lo sucedido la noche antes, hubieran debido atormentarle los remordimientos. Pero su conciencia estaba tranquila, incluso satisfecha.

“Me siento fatal porque te deseo”, le había dicho a Virginia.

Sí, había tenido remordimientos cuando le acometió la necesidad física de acostarse con la mujer de otro, a espaldas del otro y en la casa del otro. Pero poco podía hacer para reprimir su deseo y, menos aún, cuando advirtió claramente que Virginia tenía tanta necesidad de consuelo y cariño como él mismo. Para él, había sido una noche de gozosa liberación tras meses de celibato forzoso. Y para ella, quizás, un alivio de su soledad y un último e impetuoso arranque juvenil.

Cuando llegaron a Balnaid la víspera, ella, intuyendo el peligro como un animal del bosque, se mostraba tímida y esquiva, refugiándose en su papel de anfitriona. Pero esta mañana estaba serena. Él, después de dormir como hacía meses que no dormía, se despertó tarde y solo. Se vistió, bajó a la cocina y la encontró preparando el desayuno, haciendo café y hablando con los perros. Todavía estaba pálida, pero menos tensa, y le saludó con una sonrisa. Mientras comían los huevos con tocino, hablaron de cosas triviales y él respetó su reticencia. Quizás fuera mejor así, que ninguno de los dos analizara sus sentimientos ni tratara de explicar los sucesos de aquella noche.

Una aventura de una noche. Para Virginia, quizá. Conrad no estaba seguro de lo que significaría para él. Por el momento, estaba agradecido al azar que los había reunido en un momento en que los dos se sentían vulnerables, abandonados y necesitados el uno del otro. Las cosas habían seguido su curso natural, en un proceso tan simple como el de la respiración.

Sin remordimientos. No estaba preocupado por Virginia. En cuanto a él mismo, sólo sabía que doce años atrás había estado enamorado de ella y que no estaba seguro de que hubiera cambiado algo.

Un movimiento llamó su atención. Apareció un milano planeando a gran altura y empezó a descender en amplios círculos. Segundos después, otra bandada de urogallos alzó el vuelo a mitad de la ladera y se dirigió hacia el Sur a una velocidad asombrosa, con el viento en la cola. Los dos hombres siguieron su vuelo con la mirada.

– Esperaba ver más pájaros -dijo Archie-. Mañana cazaremos en esta cañada. Vendremos a los puestos en coche.

– ¿Usted también?

– Sí; es lo más que puedo permitirme, si es que llego al primer puesto. Una de las cosas que más echo de menos es no poder subir la montaña. Aquellos sí que eran tiempos, cuando salías con unos cuantos amigos y media docena de perros. Pero eso ya acabó.

Conrad vaciló. Habían pasado juntos la mayor parte del día pero Conrad, no deseando parecer curioso o impertinente, se había abstenido de referirse a la evidente incapacidad física de Archie. Ahora parecía la ocasión de mencionarlo.

– ¿Cómo perdió la pierna? -preguntó, con naturalidad.

Archie miraba el milano.

– Me la volaron.

– ¿Un accidente?

– No; no fue un accidente. -El milano planeó, se lanzó en picado y volvió a elevarse con la presa, un conejito, colgando del pico-. Un incidente en Irlanda del Norte.

– ¿Qué hacía usted allí?

– Era soldado. Estaba con mi regimiento.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Hace siete u ocho años. -El milano había desaparecido. Archie se volvió hacia Conrad-. El Ejército lleva ya veinte años en Irlanda del Norte. A veces me parece que el mundo se olvida de lo que está durando ese conflicto sangriento.

– Veinte años son muchos años.

– Fuimos para poner fin a la violencia, para preservar la paz. Pero la violencia continúa y la paz parece muy lejos todavía. -Cambió de posición, dejó los prismáticos y se apoyó en el codo-. En verano, alojamos en casa a huéspedes de pago americanos. Les ofrecemos alojamiento, diversiones, comida, bebida y conversación. A veces alguien empieza a hablar de Irlanda del Norte y no falta el chistoso que dice que Irlanda del Norte es el Vietnam de la Gran Bretaña. He aprendido a cambiar de tema rápidamente.

– Yo no iba a decir eso. Me refiero a lo del Vietnam. Sería mucha presunción.

– Ni yo pretendía ser agresivo. -Miró a Conrad- ¿Usted estuvo en el Vietnam?

– No. Uso gafas desde los ochos años, por lo que fui declarado inútil.

– De no haber podido librarse legalmente, ¿habría luchado?

Conrad movió la cabeza.

– No lo sé. Mi hermano fue al Vietnam. Con los marines. Lo mataron.

– ¡Que guerra tan devastadora, sangrienta e inútil! Pero todas las guerras son devastadoras, sangrientas e inútiles. Y la de Irlanda del Norte, la más inútil de todas, porque el problema tiene su raíz en el pasado y nadie quiere arrancar esa raíz para echarla al fuego y pensar en plantar otras cosas nuevas y decentes.

– ¿Al hablar del pasado se refiere a Cromwell?