Выбрать главу

– Ha subido a darse un baño.

– ¿Podrías dar de comer a las perras?

– Pues claro. Descuida… -Se volvió otra vez hacia su guiso-. Pero tendrán que esperar un momento o se me va a agarrar la salsa.

Los dejó trabajando, cerró la puerta, volvió a la biblioteca, se sirvió un whisky con soda y, con el vaso en la mano, subió la escalera en busca de su mujer.

La encontró en el baño, envuelta en perfumados vapores y tan graciosa como siempre con su gorra de lunares azul y blanca.

– Archie. -Él se sentó en el water-. ¿Dónde has estado?

– En lo alto de Creagan Dubh.

– Debía de estar precioso aquello. ¿Ha llegado el Americano Triste?

– Sí, y no es triste. Es muy agradable. Se llama Conrad Tucker y resulta que es un viejo amigo de Virginia.

– ¿Qué dices? ¿Se conocen? ¡Qué coincidencia! Y qué bien. Así no se sentirá tan desplazado en una casa extraña. -Se incorporó alargando la mano hacia el jabón-. Es evidente que te ha caído bien

– Es muy simpático.

– Menos mal. ¿Qué está haciendo ahora?

– Lo mismo que tú, imagino.

– ¿Es su primer viaje a Escocia?

– Me parece que sí.

– Porque, verás, he estado pensando que él y Jeff no van a poder intervenir en los bailes del viernes. ¿No podríamos organizar una pequeña clase de baile después de la cena? Lo indispensable para que puedan entrar en un corro, los pasos básicos. Así podrán divertirse un poco por lo menos.

– ¿Por qué no? Buena idea. Sacaré unas cintas. ¿Y Pandora?

– Molida, supongo. No llegamos a casa hasta las cinco. Archie, ¿te molestaría que mañana fuera Pandora contigo al campo? Le he hablado del picnic de Vi y ha dicho que prefiere pasar el día contigo. Quiere ir a tu puesto de caza y charlar.

– No hay inconveniente, siempre que no meta mucho ruido.

– Ocúpate de que lleve ropa de abrigo.

– Le prestaré mis botas verdes y el chaquetón.

Él bebió un trago. Bostezó. Estaba cansado.

– ¿Qué tal las compras? ¿Me has traído los cartuchos?

– Sí. Y el champaña, y las velas, y comida para alimentar a un regimiento muerto de hambre. Y tengo un vestido nuevo para el baile.

– ¿Te has comprado un vestido?

– No; no me he comprado un vestido. Me lo ha comprado Pandora. Es una preciosidad. No me dejó ver el precio, pero me parece que le ha costado un riñón. Debe de ser muy rica. ¿Crees que debí permitir que fuera tan generosa?

– Si estaba empeñada en regalarte un vestido, nadie habría podido impedírselo. Siempre le gustó hacer regalos. Pero es un detalle. ¿Puedo verlo?

– No; hasta el viernes, en que te deslumbraré con mi belleza.

– ¿Qué más habéis hecho?

– Almorzamos en el “Wine Bar”… -Isobel estrujó la esponja, pensando si debía contar a Archie lo de la usurpación de la mesa reservada, y desistió porque sabía que le parecería mal-. Y Lucilla se compró un vestido en un tenderete del mercadillo.

– Cielos, seguramente tendrá pulgas.

– La he obligado a dejarlo en la tintorería. Tendrá que ir alguien a Relkirk el viernes por la mañana a recogerlo. Pero lo mejor lo he dejado para el final. Porque Pandora te ha comprado un regalo y, si me das la toalla, salgo y te lo enseño.

Él le tendió la toalla.

– ¿Un regalo para mí? -Intentó adivinar lo que le habría comprado su hermana. Ojalá no fuera un reloj de oro, ni un cortapuros, ni un alfiler de corbata, objetos que nunca iba a usar. Lo que de verdad necesitaba era una canana.

Isobel acabó de secarse, se quitó el gorro, se sacudió la melena, se puso la bata de seda y dijo:

– Ven a ver. -Él se levantó del water y la siguió al dormitorio-. Mira.

Estaba todo encima de la cama. Unas calzas a cuadros, una camisa blanca, todavía en su bolsa de celofán, una faja de satén negro y la chaqueta de terciopelo verde de su padre, que Archie no había vuelto a ver.

– ¿De dónde ha salido eso?

– Estaba en el desván con bolas de naftalina. La he colgado encima de la bañera para quitarle las arrugas. Las calzas y la camisa son regalo de Pandora. Y yo te he limpiado los zapatos de vestir.

– Pero, ¿y todo esto por qué? -preguntó él, atónito.

– Para el viernes, zoquete. Cuando le dije a Pandora que no llevarías kilt y que irías a la fiesta de Verena vestido de esmoquin, puso el grito en el cielo. Dijo que ibas a parecer un camarero aficionado. Entonces, fuimos a ver a Mr. Pittendriech y él nos ayudó a elegir. -Sostuvo en alto el pantalón a cuadros-. ¿No son una preciosidad? Anda, póntelas, Archie. Estoy deseando ver cómo te sientan.

En aquel momento, lo último que deseaba Archie era probarse ropa, pero al ver a Isobel tan entusiasmada no supo negarse. Dejó el vaso encima del tocador y, sumisamente, empezó a quitarse su viejo pantalón de tweed.

– Déjate la camisa. No abriremos la nueva, no vaya a ensuciarse. Quítate esos zapatones y esos calcetines apestosos. A ver…

Con ayuda de su mujer, se puso los nuevos pantalones. Isobel le abrochó los botones, le cerró las cremalleras y escondió los faldones de la vieja camisa azul de diario como si vistiera a un niño para una fiesta de cumpleaños. Le puso la faja, le ató los zapatos y le sostuvo la americana de terciopelo. Metió las manos en las mangas forradas de seda y ella le hizo dar la vuelta y le abrochó la botonadura de pasamanería.

– Ya está. -Le peinó con los dedos-. Ahora, mírate al espejo.

Se sentía como un idiota. Le dolía el muñón y estaba deseando tomar un baño caliente pero renqueó obediente hasta el armario de Isobel y se miró en el espejo del cuerpo central. Mirarse al espejo no era la ocupación favorita de Archie, porque su reflejo actual parecía un remedo de su anterior apostura. Le disgustaba verse tan flaco y encanecido, con su ropa vieja y la rigidez que le imponía la incómoda y aborrecida pierna de aluminio.

Incluso ahora ante la mirada satisfecha de Isobel, le costó enfrentarse a su imagen. Pero lo hizo, y no estaba tan mal como pensaba. No estaba nada mal. Tenía una buena pinta. Estupenda pinta. Las estrechas calzas, de corte impecable y fina raya, tenían un aire solemne, casi marcial. Y la fastuosa chaqueta de lustroso y rico terciopelo verde, a juego con una de las rayas del paño, le confería el toque adecuado de elegancia masculina un poco rancia.

Isobel le había alisado el pelo pero él volvió a alisárselo y dio media vuelta para contemplarse de perfil. Desabrochó la chaqueta y admiró el brillo de la faja, que le ceñía la estrecha cintura. Volvió a abrocharla. Tropezó con su propia mirada y sonrió tristemente al verse presumir como un condenado pavo real.

Miró a su esposa.

– ¿Qué te parece?

– Estás soberbio.

Él abrió los brazos.

– Lady Balmerino, ¿quiere bailar conmigo?

Ella se acercó y él la abrazó, apoyando la mejilla en su cabeza, como solían bailar antaño en los clubs nocturnos. A través de la fina seda de la bata sentía su cuerpo, caliente todavía del agua del baño, y palpaba la curva de sus caderas y su talle prieto. Sus pechos, suaves y libres, se comprimían contra él, que aspiraba el delicado perfume del jabón.

Se balancearon suavemente, meciéndose el uno al otro, mientras bailaban al son de una música que sólo ellos podían oír.

– ¿Tienes algo urgente que hacer? -preguntó él.

– Me parece que no.

– ¿Ni cena que preparar, ni perro que alimentar, ni ave que desplumar, ni hierbajo que arrancar?

– No.

Le dio un beso en el pelo.

– Pues vamos a la cama.

Ella se quedó quieta, pero la mano de Archie siguió acariciándole la espalda. Al fin, se apartó, le miró a la cara y él vio que en sus ojos azul intenso brillaban las lágrimas.

– Archie…

– Vamos.

– Pero, ¿y los demás?

– Todos están ocupados. Cerraremos con llave. Pondremos el cartel de “No molesten”.