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– ¿Y la pesadilla?

– Las pesadillas son cosa de niños. Nosotros somos muy mayores para consentir que los sueños nos impidan querernos.

– Estás distinto. -Frunció el entrecejo con perplejidad, en su cara afable-. ¿Qué te ha pasado?

– Que Pandora me ha hecho un regalo.

– No es eso. Es otra cosa.

– Que encontré a un hombre que sabe escuchar. En la cima del Creagan Dubh, sin más compañía que la del viento, el brezo y los pájaros y nadie que interrumpiera. Y hablé.

– ¿De Irlanda del Norte?

– Sí.

– ¿De todo?

– De todo.

– ¿La bomba, los cuerpos destrozados, los soldados muertos?

– Sí.

– ¿De Neil MacDonald? ¿Y la pesadilla?

– Sí.

– Pero si ya me lo habías dicho a mí. Me lo contaste y no sirvió de nada.

– Es porque tú eres parte de mí. Un desconocido es diferente. Es objetivo. Nunca había hablado con un desconocido. Sólo con la familia y los amigos de toda la vida. Y ellos están demasiado cerca.

– La pesadilla sigue ahí, Archie. No desaparecerá.

– Quizás no. Pero ahora le he arrancado los colmillos.

– ¿Cómo puedes estar seguro?

– Mi madre solía decir que el miedo llamó a la puerta, la fe fue a abrir y no encontró a nadie. Ya veremos. Te quiero más que a mi vida y eso es lo que importa.

– ¡Oh! Archie. -Las lagrimas brotaron y él las enjugó con sus labios, soltó el cinturón de la bata y deslizó la mano bajo la seda, acariciándola. Sus labios buscaron los de ella, que ya se abrían…

– ¿Probamos?

– ¿Ahora?

– Sí. Ahora. Ahora mismo. En cuanto me saques estos condenados pantalones.

9

Eran las cinco de la mañana y Virginia estaba despierta, esperando que amaneciera. Era el jueves, setenta y ocho cumpleaños.

Vi, de acuerdo con lo prometido, la telefoneó por la noche, antes de las noticias de las nueve. Lottie estaba otra vez en el ”Relkirk Royal”, le dijo. No se había mostrado disgustada, sino conforme. Edie sí estaba apenada, pero Vi había podido convencerla para que se resignara a lo inevitable. Y Vi había llamado a Templehall y había encargado al director que informara a Henry de que no debía preocuparse por su adorada Edie. El horrible episodio había terminado al fin. Virginia debía olvidarlo todo.

La conversación dejó en Virginia sentimientos contradictorios. El más fuerte era de gratitud y alivio. Ahora, podía enfrentarse a la oscuridad de la noche, acostarse sola en la casa grande y vacía; dormirse segura de que no había trasgos escondidos entre las sombras del jardín, acechando, espiando, dispuestos a saltar sobre ella. Lottie no volvería; había sido encerrada con sus peligrosos secretos. Virginia estaba libre de ella.

Pero sentía también cierta inquietud. No le gustaba pensar en la pena de Edie por tener que reconocer su fracaso, su disgusto por verse obligada a confiar nuevamente a su prima a los cuidados profesionales pero impersonales del hospital. Pero, sin duda, en el fondo, Edie tenía que sentir alivio, aunque no fuera más que por verse libre de aquella responsabilidad casi insoportable y no tener que seguir aguantando el chorro interminable de la charla de Lottie.

Por último, Henry; al pensar en el niño, Virginia sintió remordimientos. Sabía lo que Henry sentía por Lottie y lo mucho que se preocupaba por Edie y, sin embargo, no se le había ocurrido la idea de llamar por teléfono a la escuela. Comprendía que la triste causa de esta omisión era que, absorta en sí misma y en los acontecimientos de los últimos días, había dejado de pensar en Henry.

Primero, Edmund y Pandora. Ahora, Conrad.

Conrad Tucker. Aquí, en Escocia, en Strathcroy, viviendo en casa de los Balmerino y personaje importante en los acontecimientos de los próximos días. Su presencia había cambiado las cosas. Y la había cambiado a ella, como si su llegada hubiera descubierto una faceta oculta e insospechada de su personalidad. Se había acostado con Conrad. Se habían abrazado con un deseo que tenía más de afán de consuelo que de pasión y había pasado la noche en sus brazos. Un acto de infidelidad; adulterio. Aunque lo llamara con el peor nombre del mundo, Virginia no se arrepentía de nada.

"No se te ocurra contárselo a Edmund."

Vi era una señora muy sabia y sabía que la confesión no era un castigo, sino un desahogo. Era descargar la culpa en otra persona y con ello librarse del remordimiento. Pero la falta de remordimiento había sorprendido a la misma Virginia. Le parecía que durante las ultimas veinticuatro horas había crecido, no físicamente sino en su interior. Era como si hubiera estado escalando una empinada pendiente y ahora hubiera tenido tiempo de pararse a respirar, a descansar, a contemplar el panorama de su vida, que ella había ensanchado con su esfuerzo.

Durante mucho tiempo se había dado por satisfecha con ser simplemente, la madre de Henry, la esposa de Edmund, una de los Aird, con supeditar su existencia al clan y dedicar todo su tiempo, su energía y su ser a crear un hogar para la familia. Pero ahora Alexa ya era mayor, Henry se había ido y Edmund… Por el momento, parecía haber perdido de vista a Edmund. Por lo tanto, estaba sola. Virginia. Un individuo, un ente, con un pasado y un futuro enlazado por unos años de matrimonio. La marcha de Henry no solo había puesto fin a una época, sino que también la había liberado a ella. Ya nada le impedía abrir las alas y levantar el vuelo. Tenía el mundo entero a su disposición.

La visita a Long Island, que desde hacía meses era sólo un sueño, una idea que se perfilaba en el fondo de su mente, ahora era factible, positiva, incluso imperativa. Por más que Vi dijera, este era el momento de marcharse y, si hacía falta una excusa, diría que los abuelos eran ya muy mayores y que quería volver a verlos antes de que envejecieran; antes de que enfermaran; antes de que murieran. Ese sería el pretexto. Pero la verdadera razón tenía mucho que ver con Conrad.

Él estaría allí. Cerca. En Nueva York, o en Southampton, pero al alcance del teléfono. Podrían mantenerse en contacto. Un hombre al que sus abuelos conocían y apreciaban. Un hombre cariñoso. No era de los que se marchan bruscamente, de los que rompen una promesa y te defraudan cuando más los necesitas; ni amaba a otra. Pensó que para que perdurase una relación quizá la confianza fuera más importante que el amor. Necesitaba tiempo y espacio para reflexionar sobre estas dudas, un respiro para retroceder y examinar la situación. Necesitaba sosiego y sabía que al lado del hombre que siempre había sido su amigo y ahora era su amante lo encontraría. Su amante. Una palabra ambigua, cargada de significado. Nuevamente, buscó en su conciencia la obligada punzada de arrepentimiento, pero no encontró nada más que una especie de seguridad, una fuerza reconfortante, como si Conrad le hubiera brindado una segunda oportunidad, una ráfaga de juventud, una libertad nueva y absoluta. Lo que fuera. Sólo sabía que no iba a dejar que se le escapara. Leesport estaba allí, no había más que subir a un avión. Todo seguiría igual, porque era un sitio que nunca cambiaba. Podía oler aire fresco del otoño, ver las calles anchas, sembradas de hojas escarlata, y el humo de los primeros fuegos, que salía de las chimeneas de las distinguidas casas de madera blanca y subía hacia el cielo intensamente azul del veranillo de san Martín de Lo Island.

Recordando otros años, imaginó el ambiente. La Fiesta del Trabajo había pasado, los niños habían vuelto a la escuela, el ferry ya no hacía la travesía a Fire Island, los bares del paseo estaban cerrados. Pero el abuelo todavía no habría sacado del agua su motora que en un paseo podía llevarte hasta las amplias playas del Atlántico, a las dunas peinadas por el viento, los arenales llenos de conchas y festoneados por las olas atronadora sentía las salpicaduras en las mejillas. Se vio a sí misma a lo lejos, paseando por la orilla, recortándose sobre un cielo crepuscular, con Conrad a su lado…