Y entonces, a pesar de todo, Virginia no pudo menos que sonreír, no de romántico gozo, sino de sana ironía. Porque aquella era una imagen de adolescente, propia de un anuncio de televisión. Y le parecía oír la musiquilla empalagosa y la persuasiva voz bacón que la instaba a comprar tal champú, o desodorante, o detergente biodegradable. Sería demasiado fácil pasar aquel día perdida en una nube de ensueños. No era que soñar despierto fuera derecho exclusivo de los jóvenes, sino que los mayores no disponían de tiempo para dejarse arrastrar por la fantasía. Tenía mucho que hacer, mucho que atender, mucho que organizar. Como ella misma. Ahora. La vida exigía su atención inmediata. Virginia ahuyentó decididamente los pensamientos sobre Leesport y Conrad y pensó en Alexa. Alexa tenía absoluta prioridad. Alexa llegaría a Balnaid dentro de un par de horas y hacía un mes, en Londres, Virginia le había hecho una promesa.
“… tú y papá no vais a estar peleados, ¿verdad? No podría resistir caras largas…”
“Claro que no -le había asegurado Virginia-. Olvídalo. Lo pasaremos estupendamente…”
No se hace una promesa para luego faltar a ella y Virginia tenía mucho amor propio para hacer excepciones. El viernes regresaba Edmund. Se preguntó si le regalaría otra pulsera de oro y deseó que no lo hiciera, porque ahora no era Henry su único motivo de pelea; entre ellos se interponía el nuevo concepto que Virginia tenía de sí misma y de su marido. Comprendía que en lo sucesivo las cosas no podrían volver a ser sencillas ni claras pero, por bien de Alexa, haría como si lo fueran. En realidad, todo se reducía a resistir unos días. Virginia veía los días que se avecinaban como una serie de vallas en una carrera de obstáculos. La llegada de Alexa, el picnic de Vi, el regreso de Edmund, la cena de Isobel, el baile de Verena, había que ir saltando vallas, una a una, sin dejar traslucir sentimientos mezquinos. Ni dudas, ni pasión, ni sospecha, ni celos. Al fin, todo acabaría. Y cuando los visitantes de septiembre marchasen y la vida volviera a la normalidad, Virginia, libre de compromiso, haría planes para el viaje.
Esperaba el amanecer, encendiendo la luz de la mesita de noche de vez en cuando para mirar el reloj pero a las siete, cansada de esta inútil ocupación, abandonó la cama y sus arrugadas sábanas.
Corrió las cortinas y vio un cielo azul pálido, un jardín cruzado por largas sombras y unos campos cubiertos por una fina capa de bruma. Todo presagiaba un buen día. Cuando el sol subiera, la bruma se disiparía y, con un poco de suerte, hasta podía hacer calor. Sintió cierto alivio. Tener que enfrentarse a una mañana fría y lluviosa, hoy precisamente, habría sido más de lo que podía soportar. No simplemente porque su ánimo estuviera demasiado abatido para aguantar nuevas depresiones, sino también porque Vi celebraría su picnic aunque diluviara. Porque Vi era muy amante de las tradiciones y no le importaba que todos sus invitados tuvieran que acurrucarse bajo paraguas de golf, chapotear en los charcos con botas de goma y cocer salchichas húmedas en una barbacoa humeante. Al parecer, este año iban a serles evitados estos placeres masoquistas.
Virginia bajó a la cocina, abrió la puerta a los perros y preparó una taza de té. Pensó en empezar a preparar el desayuno, pero desistió y subió a vestirse y hacer la cama. Oyó un coche y corrió a la ventana, pero no vio nada. Alguien que pasaba por el camino.
Volvió a la cocina e hizo café. A las nueve sonó el teléfono y se lanzó sobre el aparato esperando oír una explicación de Alexa, que la llamaba desde una cabina de la autopista. Pero era Verena Steynton.
– Virginia. Perdona que te llame tan temprano. ¿Estás levantada?
– Por supuesto.
– Hace un día espléndido ¿No tendrías por casualidad manteles adamascados? Han de ser blancos y enormes. Es lo único en lo que no habíamos pensado y, desde luego, Toddy Buchanan no los tiene.
– Me parece que hay media docena en casa, pero tendré que buscarlos. Eran de Vi y los dejó aquí cuando se mudó.
– ¿Y son realmente largos?
– Tamaño banquete. Los usaba en las fiestas.
– ¿Serías una verdadera santa y me los traerías a Corriehill esta mañana? Iría a buscarlos yo pero todas estamos con las flores y no tengo un minuto que perder.
Virginia se alegró de que Verena no pudiera ver su cara.
– Sí. Sí, te los llevaré -contestó, imprimiendo en su voz la mayor amabilidad posible-. Pero no podré ir hasta que hayan llegado Alexa y Noel. Y, luego, está el picnic de Vi…
– Magnífico… sólo pásate y déjalos. Eternamente agradecida. Eres un cielo. Dáselos a Toddy… y hasta mañana, si no nos vemos antes. Adiooós…
Colgó. Virginia suspiró con irritación, porque lo último que deseaba hacer aquella mañana era sacar el coche para ir a Corriehill, un viaje de veinte millas entre ida y vuelta. Pero durante los años vividos en Escocia se había habituado a las costumbres locales, una de las cuales disponía que, en momentos de emergencia, todo el mundo tenía que arrimar el hombro y poner al mal tiempo buena cara. Se dijo que un baile también era una emergencia, pero hubiera preferido que Verena se acordara de los manteles con más tiempo.
Escribió “Manteles” en la libreta del teléfono. Pensó en el picnic y metió un pollo en el horno. Esperaba que cuando Alexa ya hubiera llegado estuviera asado y frío y pudiera trincharlo en trozos manejables.
Volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Edie.
– ¿Puede llevarme al picnic en su coche?
– Desde luego. Pasaré a recogerte. Edie, siento mucho lo de Lottie.
– Sí. -Edie hablo con sequedad, como siempre que algo la disgustaba y no quería hacer comentarios-. Me sabe muy mal. -La cual dejaba a Virginia en la duda de si a Edie le sabía mal que hubieran tenido que volver a ingresar a Lottie o que Virginia estuviera implicada en el lamentable suceso-. ¿A qué hora tengo que estar preparada?
– He de llevar unos manteles a Corriehill, pero procuraré pasar a recogerte a eso de las doce.
– ¿Ha llegado Alexa?
– Todavía no.
Al instante, Edie imaginó muerte y destrucción y dijo con ansiedad:
– Vaya, espero que no les haya pasado nada.
– Claro que no. Algún atasco.
– Esas carreteras me dan miedo.
– No te preocupes. Hasta el mediodía. Para entonces ya estarán aquí.
Virginia se sirvió otra taza de café. Sonó el teléfono.
– Balnaid.
– Virginia.
Era Vi.
– Feliz cumpleaños.
– ¿Verdad que hemos tenido suerte con el tiempo? ¿Ha llegado Alexa?
– Todavía no.
– Pensé que a estas horas ya estarían aquí.
– Yo también, pero aún no se han presentado.
– ¡Tengo unas ganas de ver a esa niña! ¿Por qué no venís a Pennyburn temprano y tomamos un café todos juntos antes de subir a la montaña?
– No puedo. -Virginia explicó el asunto de los manteles-. No sé ni donde buscarlos.
– Están en el estante de arriba del armario de la ropa blanca envueltos en papel de seda azul. Verena es una pesada. ¿Por qué no te los pidió antes?
– Debe de tener muchas cosas en la cabeza.
– Entonces, ¿cuándo llegaréis?
Virginia hizo cálculos y planes.
– Te enviaré a Alexa y Noel a Pennyburn en el “Subaru” y me iré a Corriehill en el coche pequeño. Cuando vuelva, recogeré a Edie y la llevaré a Pennyburn. Y, entonces, cargaremos toda la impedimenta en el “Subaru” y saldremos todos de ahí.
– Eres una gran organizadora. Seguramente, te viene de tener una madre americana. Y traerás mantas de viaje, ¿eh? Y copas de vino para nosotros. -Debajo de “Manteles”, Virginia anotó “Mantas” y “Copas”-. Espero a Noel y Alexa a eso de las once.
– Ojalá no lleguen muy cansados.
– Quiá -dijo Vi, despreocupadamente-. Son jóvenes.
Noel Keeling era una criatura urbana, nacido y criado en Londres, su hábitat eran las calles de la ciudad, con incursiones de fin de semana a los Condados limítrofes. De vez en cuando, buscaba nuevos horizontes y volaba a la Costa Esmeralda de Cerdeña o al Algarve del sur de Portugal, invitado por algunos amigos, y allí jugaba al golf, al tenis o navegaba un poco. Pero visitar las bellezas naturales, contemplar iglesias o chateaux o admirar grandes viñedos eran actividades que no encajaban en su concepto de la diversión, y cuando alguien proponía semejante programa, solía dar una buena excusa y se tumbaba en la piscina o se iba a la ciudad más próxima y se sentaba en la terraza de algún café a ver pasar la gente.