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Una vez, hacía varios años, había ido a Escocia con unos amigos a pescar salmón durante una semana. Fue en avión hasta Wick, donde lo esperaba uno de sus amigos, que lo llevo a Oykel Bridge. Llovía. Llovió durante el resto de su estancia. De vez en cuando cesaba momentáneamente la lluvia y se levantaba un poco la niebla, y entonces se veía una gran extensión de páramo pardusco sin árboles y poca cosa más.

Los recuerdos que conservaba de aquella semana eran de signo diverso. Pasaba el día con el agua a medio muslo, azotando el río con la esperanza de capturar el esquivo pez, y la noche, en amigable festín, degustando grandes cantidades de deliciosa comida escocesa y aún mayores cantidades de whisky de malta. El paisaje no le causó la menor impresión. Pero ahora, mientras recorría las últimas millas de su largo viaje, comprendió que pisaba terreno familiar al volante de su “Volkswagen Golf” y parajes insospechados al mismo tiempo.

Lo del terreno familiar era una metáfora. Tenía una larga experiencia de invitado, años de pasar los fines de semana en casas de campo y no era la primera vez que se acercaba a una casa desconocida a vivir entre extraños. Años atrás, había establecido un sistema de puntuación para los fines de semana y otorgaba estrellas según el confort y la amenidad de la visita. Pero eso era cuando era mucho más joven y más pobre y no podía permitirse el lujo de declinar una invitación. Ahora, más viejo y mejor situado, con amigos más prósperos, podía ser más selectivo y rara vez se sentía defraudado.

Pero el juego tenía sus reglas. Y en la maleta llevaba no sólo el esmoquin y un surtido de prendas campestres, sino también un botella de “The Famous Grouse” para su anfitrión y una generosa caja de bombones artesanales “Benedick” para la señora de la casa. Este fin de semana, en concreto, requería, además, regalo de cumpleaños. Para la abuela de Alexa, que cumplía setenta ocho años precisamente hoy, llevaba unas relucientes cajas de jabón y aceite de baño “Floris”, el regalo habitual de Noel para las señoras de edad, conocidas o desconocidas; y para Katy Steynton, a la que no conocía, un cuadro con el grabado de un spaniel de mirada triste sosteniendo un faisán en la boca.

Es decir que, con los regalos, cumplía viejas normas.

El paraje insospechado era físico, era el Condado de Relkirkshire, con su asombrosa belleza. Nunca había imaginado fincas tan ricas y prósperas ni campos tan verdes, impecablemente cercados, en los que pastaban rebaños de hermosos animales. No esperaba aquellas alamedas, ni aquellos jardines, que bordeaban la carretera con abundancia de magnificas flores. Por haber viajado de noche, había podido ver como iba asomando la luz a un cielo cubierto y brumoso y como el sol disolvía el gris y dejaba la mañana limpia y clara. Después de Relkirk, la carretera discurría despejada entre campos de dorados rastrojos, ríos centelleantes y helechos que viraban al amarillo azafrán bajo cielos enormes y un aire diáfano, libre de humos, de tufos y de todas las calamidades producidas por la mano del hombre. Era como retroceder a un mundo que uno creía perdido para siempre. ¿Había conocido él un mundo semejante? ¿O lo conoció un día y después olvidó que existía?

Caple Bridge. Cruzaron un río que corría por una profunda garganta y torcieron por el desvío que indicaba “Strathcroy”. A uno y otro lado de la carretera, estrecha y sinuosa, se ondulaban las colinas, cubiertas todavía de brezo en flor. Noel vio algunas granjas diseminadas y a un hombre que conducía un rebaño de corderos monte arriba, por entre verdes campos, hacia tierras más áridas. A su lado iba Alexa, con Larry en las rodillas. El perro dormía, pero Alexa estaba palpablemente tensa con la emoción de volver a casa. En realidad, llevaba varias semanas ilusionada con el viaje, contando los días en el calendario, recorriendo las tiendas en busca del vestido, comprando regalos, y hasta se había cortado el pelo. Con los preparativos de última hora, no había parado en los dos últimos días: haciendo las maletas de los dos, planchando todas las camisas de Noel, vaciando la nevera y dejando a una vecina el duplicado de las llaves de la casa por si entraban ladrones. Todo, con el entusiasmo y la energía de una niña. Noel observaba su frenética actividad con cariñosa tolerancia, aunque sin pretender que compartía sus sentimientos.

Pero, ahora, a punto de terminar el largo viaje y con la luz del sol derramándose desde un cielo límpido y aquel aire tan puro entrando por la ventana y con las nuevas perspectivas que se revelaban a cada recodo, Noel sintió de pronto que se le contagiaba la euforia de Alexa. Si aquello no era felicidad, era un bienestar físico muy próximo a ella. Impulsivamente, retiró la mano del volante y la puso sobre la rodilla de Alexa, que inmediatamente la cubrió con la suya.

– No digo a cada paso “que bonito” porque, realmente, las palabras se quedan cortas -dijo Alexa.

– Estoy de acuerdo.

– Llegar a casa siempre es especial pero esta vez, mucho más, porque tú vienes conmigo. Ahora estaba pensando en eso. -Sus dedos se enlazaron con los de él-. Nunca fue como hoy.

– Procuraré estar a la altura de las circunstancias, para que sigas pensando así.

Alexa le dio un beso en la mejilla.

– Te quiero -dijo.

Cinco minutos después, llegaron. En el pueblo, cruzaron otro puente y una verja y entraron en el camino particular. Él vio los prados, los macizos de rododendros y azaleas y la vista panorámica de las montañas del Sur, que se divisaban a intervalos. Paró el coche delante de la casa, la casa de la foto de Alexa, ahora real y sólida ante sus ojos, con el saliente del invernadero a un lado. La puerta principal estaba abierta, enmarcada por hiedra de Virginia que empezaba a enrojecer y, antes de que Noel parara el motor, aparecieron los dos spaniels, no quietos y modosos en lo alto de la escalera, sino ladrando y corriendo hacia ellos con las orejas al viento, ansiosos de investigar a los recién llegados. Larry, tan rudamente despertado, no se achicó y empezó a protestar ruidosamente desde los brazos de Alexa mientras ella bajaba del coche.

Casi al momento, salió Virginia detrás de los perros, con unos tejanos y una camisa blanca de cuello abierto, tan atractiva como con el elegante modelo que vestía en Londres la única vez que Noel la había visto.

– Alexa, cariño. Creí que nunca ibais a llegar. -Abrazos y besos. Noel, desentumeciendo brazos y piernas, contemplaba la escena-. Hola, Noel. -Virginia se volvió-. Encantada de volver a verte -también él recibió un beso, lo cual resultó muy agradable-. ¿Ha sido muy malo el viaje? Alexa, no hay quien aguante este escándalo. Pon a Larry en el suelo y deja que se hagan amigos aquí, en el jardín. Si no, se hará pis en todas mis alfombras. ¿Cómo llegáis tan tarde? Hace horas que os espero.

Alexa explicó:

– Paramos a desayunar en Edimburgo. Noel tiene allí a unos amigos, Delia y Calum Robertson. Viven detrás de Moray Place en una casita preciosa que antes era un establo. Los despertamos tirando piedras a la ventana y ellos, sin enfadarse porque los hubiéramos despertado, nos abrieron y nos prepararon huevos con tocino. Debí llamarte, pero no se me ocurrió. Perdona.

– No importa. Lo que importa es que ya estáis aquí. Pero no tenemos ni un momento que perder, porque Vi os espera a las once para tomar café, antes de irnos a la montaña para el picnic. -Miró a Noel con aire compasivo-. Pobre chico, nada más llegar ya estás en pleno fregado, pero Vi tiene ganas de veros. ¿Lo soportarás? ¿No estás cansado, después de un viaje tan largo?