– Murió hace cuatro años.
– ¡Oh, que disgusto me da! Una persona encantadora. Sólo la vi una vez, pero…
La entrada de Alexa, que venía de la cocina de Violet transportando la bandeja con la cafetera, tazas y platos.
– ¡Alexa, oye lo más extraordinario! Imagina, resulta que Noel no es un completo desconocido, que una vez me presentaron a su madre y, por cierto, al momento simpatizamos. No sabéis cuanto he deseado volver a verla, pero nunca más coincidimos…
Aquel descubrimiento, aquella revelación, aquella coincidencia que ponía de manifiesto lo pequeño que es el mundo, pasó a primer término. Momentáneamente, el picnic y el cumpleaños quedaron olvidados y Alexa y Noel escucharon fascinados el relato de Vi mientras tomaban el café caliente.
– Me la presentó Roger Wimbush, el retratista. Al acabar la guerra, cuando Geordie regresó del campo de prisioneros y volvió a trabajar en Relkirk, se acordó de que, por ser el presidente de la empresa, tenía que hacer un retrato para la posteridad. Y se encargó a Roger Wimbush. El pintor se instaló en Balnaid y, en el invernadero, pintó el retrato, que luego, con cierta solemnidad, fue colgado en la sala de juntas de la compañía. Y allí debe seguir. Nosotros nos hicimos amigos del pintor y, cuando murió Geordie, Roger me escribió una carta muy bonita y me mandó una invitación para la Exposición de Retratistas que se celebraba en Burlington House. Yo no voy a Londres a menudo, pero me pareció que la ocasión merecía el viaje y fui. Roger me esperaba y me acompañó a visitar la exposición. En seguida me llamaron la atención dos señoras. Una era tu madre, Noel, y la otra, me parece, una tía suya que había llevado a ver la exposición. Era muy anciana, pequeña y arrugadita, pero con una gran vitalidad…
– La tía-abuela Ethel -dijo Noel, porque no podía ser otra persona.
– Eso es. Ethel Stern, hermana de Lawrence Stern.
– Murió hace años; era una persona muy divertida.
– No me cabe duda. Lo cierto es que Roger y tu madre eran viejos amigos. Tengo entendido que ella lo había tenido de huésped cuando él era un estudiante sin dinero que luchaba por abrirse camino. Se alegraron mucho de verse, se hicieron las correspondientes presentaciones, yo supe que era hija de Lawrence Stern y le hablé de ese cuadro. Para entonces, todos nos habíamos hecho amigos y, puesto que ya habíamos visto los retratos, decidimos almorzar juntos. Yo pensaba ir a un restaurante, pero tu madre insistió en llevarnos a su casa.
– Oakley Street.
– Exacto. Oakley Street. Protestamos por la molestia, pero ella no quiso escuchar nuestras protestas y, cuando quise darme cuenta, ya estábamos los cuatro en un taxi, camino de Chelsea. Hacía un día muy hermoso. Lo recuerdo claramente. Sol y calor, y ya sabéis lo bonito que puede estar Londres a principios de verano. Almorzamos en el jardín, que era grande y frondoso, y olía a lilas de un modo que daba la sensación de estar en el sur de Francia, o en Paris, con aquellos árboles que amortiguaban el ruido del trafico y filtraban los rayos del sol. Había una terraza bien sombreada, con una mesa y sillas de jardín y allí nos sentamos a beber mientras tu madre andaba por la gran cocina del semisótano, apareciendo de vez en cuando a charlar, a servir más vino o a poner el mantel y los cubiertos
– ¿Qué comisteis? -preguntó Alexa, fascinada por la escena que describía Vi.
– A ver. Tengo que hacer memoria. Todo estaba muy bueno, eso lo recuerdo. Todo delicioso y en su punto. Una sopa fría, gazpacho me parece, y pan casero y crujiente. Ensalada. Y paté. Y queso francés. Y un frutero lleno de melocotones que había cogido aquella misma mañana de un árbol que crecía junto a la tapia, al extremo del jardín. Estuvimos allí toda la tarde. No teníamos otros compromisos o, si los teníamos, los olvidamos. Las horas volaban, como en un sueño. Y recuerdo que Penélope y yo dejamos a Ethel y Roger en la mesa, tomando café y coñac y fumando “Gauloises”, y nos fuimos a contemplar todas las preciosidades del jardín. No parábamos de hablar aunque no sabría deciros de qué. Creo que ella me habló de Cornualles, donde había pasado la niñez, de la casa que tenían y de la vida que llevaban antes de la guerra. ¡Y era una vida tan diferente a la mía! Cuando fue hora de irnos, deseaba que aquello no terminara. No tenía ganas de despedirme. Y cuando volví a Balnaid, ese cuadro, que siempre me había encantado, adquirió un nuevo significado porque ahora conocía a la hija de Lawrence Stern.
– ¿Y no volviste a verle? -preguntó Alexa.
– No. Fue una pena. Yo voy muy poco a Londres y creo que, al cabo de un tiempo ella se marchó a vivir al campo. Fue una tontería por mi parte perder el contacto con una persona tan agradable y con la que había simpatizado tanto.
– ¿Cómo era? -Alexa, fascinada por aquel inesperado atisbo de la vida familiar de Noel, se sentía ávida de detalles. Vi miró a Noel.
– Descríbela tú.
Pero él no podía. Las facciones, los ojos, los labios, la sonrisa, el pelo, le rehuían. No habría podido decir cómo era ni aunque le hubieran apuntado con una pistola. Lo que él recordaba de su madre, lo que conservaba presente al cabo de cuatro años de haberla perdido, era su personalidad, su cordialidad, su risa, su generosidad, su obstinación, aquel modo de obrar tan suyo que le volvía loco y su hospitalidad, franca e inacabable. Las palabras de Vi al describir aquel almuerzo, improvisado pero tan especial que le quedó grabado en la memoria, le trajo a la mente los tiempos de Oakley Street con tanta fuerza, que se sintió invadido de nostalgia por todo lo que él había tomado por descontado y que nunca había tenido tiempo de apreciar.
Movió negativamente la cabeza.
– No podría -dijo.
Vi le miró a los ojos. Y, como si comprendiera su dilema, no insistió. Se volvió hacia Alexa.
– Era alta y tenía una presencia muy agradable. A mí me pareció hermosa, con su pelo gris oscuro, tirante y recogido en la nuca con un moño sujeto con horquillas de carey, los ojos negros, grandes y brillantes, y la piel fina y morena, como si hubiera vivido siempre al aire libre, como una gitana. Sin ir a la moda, su porte le confería una elegancia natural. Despedía una fuerte carga de… alegría de vivir. Una mujer inolvidable. -Miró a Noel-. Y tú eres su hijo. Que cosas. Lo extraña que puede ser la vida. A los setenta y ocho años, dirías que ya nada puede sorprenderte y te pasa una cosa de estas y te parece que el mundo acaba de empezar.
El lago de Croy se escondía entre las montañas, a tres millas al norte de la casa, y sólo podía llegarse hasta él por un camino abrupto y empinado, que trepaba por el páramo en una serie de cerradas y vertiginosas curvas.
No era un lago natural. Antaño, había sido un estrecho valle rodeado por las colinas del Norte y la mole del Creagan Dubh, lugar remoto y solitario, refugio de águilas y ciervos, gatos salvajes, urogallos y zarapitos. En Croy se conservaban viejas fotografías sepia de aquel valle, cruzado por un arroyo de altos márgenes poblados de juncos, junto al que se veían las ruinas de una granja, graneros y establos de los que no quedaban más que unas semiderruidas paredes de granito. Hasta que el primer Lord Balmerino, abuelo de Archie, rico y aficionado a pescar truchas, decidió fabricarse un lago. Y se construyó una presa, robusta como un bastión de más de cuatro metros de alto y lo bastante ancha como para que un carruaje pasara por encima. En previsión de posibles crecidas, se instalaron unas compuertas que, una vez terminada la presa, fueron cerradas, apresando el arroyo. Poco a poco, las aguas subieron y las ruinas quedaron sumergidas para siempre. El gran tamaño de la presa impedía ver el lago hasta que se doblaba el último recodo y entonces, de pronto, aparecía la gran masa de agua, de dos millas de largo por una de ancho. según la hora y la estación, estaba azul y centelleante, se agitaba con olas gris acero o reflejaba la luna a la luz del crepúsculo, liso como un espejo que de vez en cuando se agitaba si un pez subía a la superficie.