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Se construyó una sólida cabaña, lo bastante grande para albergar dos botes, con un porche en el que podían celebrarse picnis cuando hacía mal tiempo. Pero al lago no subían sólo los pescadores. Dos generaciones de niños se habían enseñoreado de él. En las montañas de alrededor pastaban corderos y sus orillas, en suave declive y cubiertas de hierba rala, eran sitio ideal para plantar una tienda, jugar a pelota u organizar partidos de cricket. Los Blair y los Aird y sus camaradas habían aprendido a pescar truchas desde aquella orilla y a nadar en sus aguas heladas; y habían jugado a construir balsas o canoas que, impulsadas intrépidamente hacia la parte profunda del lago, indefectiblemente se iban a pique.

El cargado “Subaru”, utilizando la tracción en las cuatro ruedas, brincaba y se bamboleaba por la ultima rampa apuntando al cielo con el morro. Noel se dijo que regresaría andando. Llevaba media hora de incomodidad total porque, finalmente, Virginia había decidido sentarse al volante, pues, según dijo con razón, ella conocía el camino y Noel no, y Violet, también con buenos motivos, se había sentado al lado de Virginia con la gran caja del pastel en las rodillas. En el asiento de atrás, las cosas no estaban tan fáciles. Edie Findhorn, de quien tanto había oído hablar Noel, resultó una señora de considerables anchuras, que ocupaba tanto espacio que Alexa había tenido que sentarse en las rodillas de Noel y, a cada minuto que pasaba, parecía pesar más. Noel sentía pinchazos en el muslo, pero como veía que ella tenía que mantener el cuello doblado y, aún así, a cada bache daba con la cabeza en el techo del coche, le parecía de mal gusto agregar sus quejas a las de ella. Habían hecho dos paradas, una en la gran casa de Croy, donde Virginia se había apeado para ver si los Balmerino ya habían salido. Era evidente que sí, puesto que la puerta estaba cerrada con llave. La segunda parada fue para abrir y cerrar el portón de los ciervos y allí Alexa soltó a los dos spaniels, que hicieron el resto del camino corriendo detrás del lento coche. Noel pensó que ojalá le hubieran soltado también a él, pero ya era tarde para proponerlo.

Porque, al parecer, estaban llegando. Violet atisbó a través del parabrisas.

– ¡Ya han encendido el fuego! -anunció.

Alexa se volvió, aumentando el dolor de Noel.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque veo el humo.

– También habrán traído leña -supuso Edie

– Probablemente habrán encendido con brezo quemado -dijo Alexa-. O con teas. Espero que Lucilla no haya olvidado la llave de la cabaña. Podrás pescar, Noel.

– En estos momentos, lo único que deseo es volver a sentir las piernas.

– Lo lamento, cariño, ¿peso mucho?

– No; nada. Sólo es que se me han dormido los pies.

– Eso puede ser gangrena.

– Puede ser.

– Es algo que te da de repente y luego te corre por todo el cuerpo como un sarpullido.

Edie exclamó, indignada:

– ¡Vamos, Alexa! Que cosas tienes.

– ¡Oh! Pero se salvará -dijo Alexa, alegremente-. Además, ya hemos llegado.

En efecto. El infame camino se niveló y las sacudidas acabaron. El “Subaru”, después de rodar unos metros sobre un terreno liso, ligeramente inclinado y cubierto de hierba, se detuvo. Virginia quitó el contacto. Inmediatamente, Noel abrió la puerta, depositó a Alexa en el suelo y, con inmenso alivio, se apeó. Mientras estiraba sus doloridas piernas, sintió una acometida de luz, aire puro, cielo azul, agua, espacio, olores, viento. Hacía frío…, más que en el fondo del valle, pero estaba tan impresionado por todo lo que veía, que apenas lo notó. Le impresionaba la extensión y aparente magnificencia de Croy. No había pensado que el lago fuera tan grande ni tan hermoso y le costaba trabajo comprender que aquellas inmensas tierras, las montañas y el páramo, pertenecieran a un solo hombre. Todo era tan grande, tan espléndido, tan rico. Mirando en derredor, vio la cabaña, un complicado conjunto de ventanas y tejados junto al que estaba aparcado el “Land Rover”, y la tosca barbacoa de piedras de la que ya se elevaba humo al aire transparente.

Noel vio a dos hombres recogiendo la leña arrojada por el agua a los guijarros de la orilla. Oyó el grito de un urogallo a gran altura sobre la montaña y, después, en otro valle, el lejano crepitar de armas de fuego.

Ya habían bajado todos del coche. Alexa había abierto la puerta trasera para que saliera su perro. Los dos spaniels de Virginia no habían aparecido todavía, pero no tardarían. Violet bajaba ya hacia la cabaña de la que acababa de salir una muchacha.

– Hola -gritó-. Ya estáis aquí. Feliz cumpleaños.

Se hicieron las presentaciones y, una vez terminada esta pequeña ceremonia, todo el mundo se puso a trabajar y Noel advirtió que, en aquellas tradicionales ocasiones, existía un plan de operaciones perfectamente coordinado.

Se descargó el “Subaru” y se alimentó la barbacoa con leña y carbón. De la cabaña sacaron dos mesas de tijera, que cubrieron con grandes manteles a cuadros. Encima se dispuso comida, platos, ensaladas y vasos. Se extendieron unas mantas sobre los lechos de brezo. Por la cima de la montaña asomaron los dos spaniels, que, con la lengua fuera se dirigieron directamente al agua a refrescarse las patas y beber ansiosamente. Luego, se tumbaron en el suelo, exhaustos. Edie Findhorn, envuelta en un gran delantal blanco, colocó las salchichas y las hamburguesas en una fuente y, cuando tuvo un buen fuego de brasas, empezó a asarlas. El humo se hizo más denso y el tono rosado de sus mejillas se acentuó por el calor mientras el viento agitaba la aureola blanca de su pelo.

Uno a uno, fueron apareciendo otros coches que traían a más invitados. Se destapó el vino y la gente deambulaba con vasos en la mano o se sentaba en las mantas a cuadros. Seguía brillando el sol. Llegaron Julian Gloxby, rector de Strathcroy, con su esposa y Dermot Honeycombe. Ninguno de ellos poseía un vehículo lo bastante recio como para soportar el camino, por lo que venían a pie y llegaron visiblemente cansados a pasar de haberse pertrechados de botas y bastones de montaña. Dermot traía una mochila de la que sacó su aportación al ágape, seis huevos de codorniz y una botella de vino de grosella.

Lucilla y Alexa, al lado de la mesa, untaban de mantequilla los baps, panecillos dulces que no faltan en ningún picnic escocés. Violet ahuyentaba las avispas del pastel y el perro de Alexa robó una salchicha y se quemó el hocico.

La fiesta había empezado.

Virginia dijo:

– Voy a hacerte un regalo. -Arrancaba juncos de la orilla.

– ¿Qué vas a hacerme? -preguntó Conrad.

– Espera, presta atención y lo verás.

Se habían apartado de los otros después de comer y tomar café y, por el camino de la presa, habían llegado a la orilla oriental del lago donde, con los años, el viento y las aguas habían erosionado la turba y formado una estrecha playa de pequeños guijarros. Sólo les habían seguido los dos spaniels.

Él la contemplo pacientemente.

Del bolsillo de su pantalón de pana, sacó un puñado de lana de cordero arrancado de una cerca de espino. La retorció hasta formar un hilo con el que ató los juncos. Luego, los abrió y empezó a retorcerlos y a trenzarlos. Los juncos giraban como los radios de una rueda. Un cestillo del tamaño de una taza de té se formó entre los dedos de Virginia.

– ¿Quién te ha enseñado a hacer eso?

– Vi. Lo aprendió de una hojalatera cuando era pequeña. Ya está. -Remató la labor escondiendo los extremos de los juncos y se la mostró.

– Muy bonito.

– Ahora lo llenaré de musgo y de flores y tendrás un adorno para el tocador.

Miró en derredor, arrancó un puñado de musgo de una roca con las uñas y lo metió en el cestillo. Siguieron andando y ella se agachaba de vez en cuando a recoger ora un jacinto silvestre, ora una ramita de brezo o una brizna de hierba, con los que formaba un ramillete en miniatura. Cuando estuvo satisfecha de su obra, se la entregó.