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– Aquí tienes. Un recuerdo, Conrad. Recuerdo de Escocia.

Él lo cogió.

– Muy bonito. Gracias. Pero no necesito recuerdos porque no voy a olvidar nada.

– En tal caso, puedes airarlo -replicó ella, con desenfado.

– Eso, nunca.

– Pues ponlo en agua, en el vaso de los dientes, y nunca se te marchitará. Puedes llevártelo a América, pero escóndelo bien en el neceser, si no quieres que el aduanero te acuse de querer importar gérmenes.

– También podría secarlo y así lo conservaría siempre.

– Sí podrías.

Siguieron andando con el viento en la cara. Pequeñas olas marrones se acercaban a la orilla. Los dos botes derivaban suavemente en el centro del lago. Los pescadores, silenciosos y absortos, lanzaban el sedal. Virginia se agachó, cogió una piedra plana y la arrojó con pericia, haciéndola saltar media docena de veces antes de desaparecer para siempre.

– ¿Cuándo te vas?

– ¿Decías?

– ¿Cuándo regresas a los Estados Unidos?

– Tengo asiento reservado en el vuelo del jueves.

Ella buscó otra piedra.

– A lo mejor me voy contigo -dijo. Encontró la piedra y la arrojó. Esta vez falló. La piedra se hundió a la primera. Virginia se irguió y se volvió hacia él. El pelo le azotaba las mejillas con el viento. Él miró sus ojos inmensos.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Tengo ganas de alejarme de aquí.

– ¿Cuándo lo has decidido?

– Hace meses que lo pienso.

– No has contestado a mi pregunta.

– De acuerdo. Ayer. Lo decidí ayer.

– ¿Y tengo yo algo que ver con esa decisión?

– No lo sé. Pero no tiene que ver solo contigo. También con Edmund y con Henry. Todo. Todo se me cae encima. Necesito tener tiempo para mí. Reflexionar. Situar las cosas en otro ángulo.

– ¿Adónde irás?

– A Leesport. A casa de los abuelos.

– ¿Estaré yo por allí?

– Si tú quieres… A mí me gustaría.

– No sé si te das cuenta de lo que eso significa.

– ¿No me la doy, Conrad?

– Estaremos pisando un terreno muy resbaladizo.

– Pero no hay por que aventurarse hasta el centro del estanque. Podemos quedarnos en la orilla.

– Me parece que eso no me gustaría.

– Yo tampoco estoy muy segura.

– Con tu marido y tu familia al otro lado del océano, no sólo voy a sentirme como un canalla, sino que voy a portarme como tal.

– Es un riesgo que estoy dispuesta a correr.

– En tal caso, me callo.

– Esto es lo que quería oír.

– Sólo diré que salgo de Heathrow el jueves, en el vuelo de “Pan Am” de las once de la mañana.

– Veré si encuentro plaza en el mismo avión.

Lo peor de envejecer, pensaba Violet, es que la felicidad te rehuye en el momento más insospechado. Ahora, hubiera debido ser feliz y no lo era.

Ahora era la tarde de su cumpleaños, y todo lo que la rodeaba era perfecto. Una no podía pedir más. Estaba sentada sobre un lecho de brezo, con el lago a sus pies y, a pesar de unas nubes moradas de aspecto siniestro que asomaban por el Oeste, el sol seguía luciendo en un claro cielo otoñal. Abajo, lejos pero muy visibles, como si los mirara por un telescopio puesto del revés, los invitados se habían dispersado. Los dos botes estaban en el agua. En uno pescaban Julian Gloxby y Charles Ferguson-Crombie y, en el otro, Lucilla y su amigo australiano. Dermot se había alejado en busca de flores silvestres. Virginia y Conrad Tucker habían pasado al otro lado por el camino de la presa y paseaban por la estrecha orilla. Los acompañaban los dos spaniels de Edmund. De vez en cuando se paraban a conversar animadamente o se agachaban a coger una piedra que hacían saltar sobre las centelleantes aguas. Otros habían optado por quedarse alrededor del rescoldo, holgazaneando al sol. Edie y Alexa estaban juntas. Mrs. Gloxby, a la que rara vez se veía sentada, había traído la labor de media y un libro y estaba disfrutando de unos momentos de sosiego. A los oídos de Violet llegaban leves sonidos. El rugir del viento, una voz, el chapoteo de lo remos, el canto de un pájaro. De vez en cuando, traído por e viento, llegaba desde un lejano valle un eco de disparos, que rebotaba en la cumbre del Creagan Dubh.

Todo era perfecto y, sin embargo, sentía una opresión en el pecho. «Es porque sé demasiado -se dijo-. Soy depositaria de demasiadas confidencias. Me gustaría vivir en la ignorancia. Entonces sería feliz. No saber que Virginia y Conrad Tucker…, ese americano tan atento y atractivo…, son amantes. Que Virginia se encuentra en una especie de encrucijada; que, sin Henry a su lado, era capaz de tomar una decisión desastrosa. Me gustaría no saber que Edie está tan apenada por la pobre Lottie.»

Pero, al mismo tiempo, había dudas que deseaba despejar. «Me gustaría estar segura de que Alexa no va a sufrir, de que Henry no está consumiéndose de añoranza de su madre. Me gustaría saber que hay en la mente insondable de Edmund.»

Su familia. Edmund, Virginia, Alexa, Henry y Edie. El cariño y el interés por los demás deparaban alegrías pero también podían ser como una piedra de molino colgada del cuello. Y lo peor de todo era que se sentía inútil porque no podía hacer absolutamente nada para resolver los problemas.

Violet suspiró. El suspiro fue perfectamente audible y ella, al darse cuenta, hizo un esfuerzo por sobreponerse, adoptó una expresión alegre y se volvió hacia el hombre que estaba tumbado a su lado, apoyado en los codos.

Entonces, dijo lo primero que se le ocurrió.

– Me gustan los colores del páramo porque me recuerdan una bonita lana de tweed. Esos tonos carmesí y púrpura, el verde musgo y el tono tostado de la turba. Y me gustan las lanas de tweed porque me recuerdan el páramo. Que hábil es la gente que sabía imitar a la Naturaleza.

– ¿En eso pensabas?

No era tonto. Ella movió la cabeza.

– No -reconoció-. Pensaba… que ya no es lo mismo.

– ¿Qué no es lo mismo? -preguntó Noel.

Violet no se explicaba por que había subido él. Ni ella le había invitado a acompañarla ni él se lo había propuesto. Ella había empezado a subir la cuesta y él se había puesto a su lado como si estuviera acordado tácitamente. Y juntos habían ascendido por el estrecho sendero de los rebaños, parándose de vez en cuando a admirar la vista, más extensa a cada parada, a contemplar el vuelo de un urogallo o a coger una ramita de brezo blanco. Cuando llegaron a lo alto, se sentó a descansar y él se echó a su lado. A Violet le conmovía que hubiera optado por su compañía y sintió que sus reservas hacia él disminuían.

Porque ella recelaba. Aunque estaba bien predispuesta hacia el hombre del que Alexa se había enamorado, se mantenía vigilante, decidida a no dejarse conquistar por una simpatía superficial. El atractivo de aquel hombre, su cabello negro, su figura alta, sus ojos azules e inteligentes, la habían pillado ligeramente desprevenida y el que fuese hijo de Penélope Keeling había acabado de desarmarla. Y esa era otra de las cosas que le amargaban el día. Porque Noel le había dicho que Penélope había muerto y le costaba aceptarlo. Ahora, apesadumbrada, comprendía que no podía culpar a nadie más que a sí misma de no haber tratado más a aquella mujer tan vital y encantadora. Y ya era tarde.

– ¿Qué es lo que ha cambiado? -insistió él, suavemente.

Volvió a tomar el hilo de sus pensamientos.

– Mi picnic.

– Es un picnic formidable.

– Pero diferente. Faltan muchos. No están Henry, ni Edmund, ni Isobel Balmerino. Es la primera vez que falta a mi fiesta de cumpleaños. Pero tenía que ir a Corriehill, a ayudar a Verena Steynton con las flores para el baile de mañana por la noche. Y, por lo que se refiere a mi pequeño Henry, va a tener que estar en la escuela por lo menos diez años. Y para cuando pueda volver a venir, yo probablemente estaré ya a seis pies debajo de la hierba. Por lo menos, así lo espero. Ochenta y ocho años son muchos, impensable. Demasiado vieja y tienes que depender de los hijos. Es lo que más temo.