– ¿Cómo lo conociste?
– Fue en una cacería, en el páramo de Creagan Dubh. Mi padre estaba invitado a cazar con Lord Balmerino y, puesto que mi madre se encontraba de crucero por el Mediterráneo, me llevó con él. Ir de caza con mi padre era lo que más me gustaba y procuraba ser útil, le llevaba el macuto y me sentaba en el puesto, más quieta y callada que un ratón.
– ¿Y Geordie era otro invitado? -preguntó Noel.
– No, Noel. Geordie era uno de los batidores. Su padre, Jamie Aird, era el guarda mayor de Lord Balmerino.
– ¿Te casaste con el hijo del guarda? -Noel no pudo evitar que en su voz hubiera incredulidad, pero había también admiración.
– Eso es. Tiene un cierto regusto de El amante de Lady Chatterley, ¿no?, pero te aseguro que no hubo nada de eso.
– ¿Y cuándo fue?
– A principios de los años veinte. Yo tenía diez años y Geordie quince. Me pareció el chico más guapo que había visto en mi vida y, a la hora del almuerzo, cogí mis sandwiches y me senté con los guardas y los batidores y comí con él. Se podría decir que yo tomé la iniciativa. Desde aquel día, nos hicimos muy amigos. Yo era su sombra y él me tomó bajo su tutela. Ya no volvía a estar sola. Estaba con Geordie. Pasábamos el día juntos, siempre en el campo. Me enseñó a pescar el salmón y la trucha. Había días en que caminábamos millas y millas y él me llevaba a las cañadas donde pacían los ciervos y a los picos donde anidaban las águilas. Y, después de corretear todo el día por el páramo, me llevaba a casa de sus padres… en la que ahora vive Gordon Gillock, el guarda de Archie…, y Mrs. Aird me daba bollos y me servía un té bien cargado con su mejor tetera de loza con dibujos metalizados.
– ¿Y tu madre no se oponía a esa amistad?
– Me parece que se alegraba de tenerme fuera de la circulación. Además, sabía que no podía pasarme nada malo.
– ¿Y Geordie siguió el oficio de su padre?
– No. Como mi padre, era listo y estudioso e iba muy bien en la escuela. Mi padre le alentaba en sus ambiciones. Me parece que se veía a sí mismo en Geordie. Por eso Geordie ganó una beca en la escuela secundaria de Relkirk y después entró de meritorio en una firma de censores de cuentas.
– ¿Y tú?
– Por desgracia, crecí. Cumplí los dieciocho años y mi madre vio que su patito feo se había convertido en una oca fea. A pesar de mi tamaño y de mi falta de donaire, decidió que tenía que presentarme en sociedad. Debía pasar la temporada en Edimburgo y ser presentada a la realeza de Holyrood House. Era lo último que yo deseaba, pero por aquel entonces Geordie vivía en Relkirk, en una habitación alquilada, y comprendí que, si me mostraba complaciente y resistía el horrendo plan de mi madre, tal vez con el tiempo llegara a aceptar que Geordie era el único hombre del mundo con el que yo podía pensar en casarme. La temporada y la presentación en la corte fueron, como puedes imaginar, un rotundo fracaso. Una mascarada. Yo, con aquellos enormes trajes de noche de satén bordados de pedrería, parecía una artista de feria. Al final de la temporada, seguía sin un solo pretendiente. Mi madre, profundamente avergonzada, me trajo a Balnaid y me dediqué a cuidar el jardín, a pasear los perros y a esperar a Geordie.
– ¿Y cuánto tiempo tuviste que esperar?
– Cuatro años, hasta que él terminó la carrera y ganó lo suficiente para mantener a una esposa. Yo tenía dinero, desde luego, un legado que recibí a los veintiún años y hubiéramos podido vivir perfectamente de eso, pero Geordie no quería. De manera que seguí esperando. Hasta que llegó el día en que aprobó sus exámenes. Recuerdo que yo estaba en el lavadero de Balnaid, bañando al perro. Lo había sacado a dar un paseo y se había revolcado en una inmundicia. Y allí estaba yo, envuelta en un delantal, chorreando y oliendo a jabón de azufre. La puerta del lavadero se abrió bruscamente y entró Geordie, que venía a pedirme que me casara con él. Fue un momento de lo más romántico. Desde entonces, tengo debilidad por el olor a jabón de azufre.
– ¿Y tus padres que dijeron?
– ¡Oh! Lo veían venir desde hacía años. Mi padre se alegró y mi madre se resignó. Cuando dejó de preguntarse que dirían sus elegantes amistades, creo que comprendió que era preferible que me casara con Geordie Aird a tener una hija solterona incordiándola en sus compromisos sociales. Y así, un día de principios de verano de mil novecientos treinta y tres, Geordie y yo nos casamos. Y, para complacer a mi madre, accedí a ponerme corsé y un vestido de raso tan estrecho y reluciente que me daba la impresión de estar metida en una caja de cartón. Y, después de la recepción, Geordie y yo subimos a su pequeño “Baby Austin” y nos fuimos al “Caledonian Hotel” de Edimburgo, donde pasamos la noche. Recuerdo que, cuando me desnudaba en el cuarto de baño, después de quitarme el traje de viaje, desaté los cordones del corsé y lo deposité ceremoniosamente en la papelera. Entonces hice una promesa. Nadie me obligaría nunca más a usar corsé. Y así ha sido. -Soltó una rotunda carcajada y dio una palmada en la rodilla de Noel-. Ya lo ves, en mi noche de bodas dije adiós no sólo a mi virginidad, sino también al corsé. Y no sabría decirte cual de las dos cosas me produjo mayor satisfacción.
– ¿Y vivisteis felices para siempre? -rió él.
– Muy felices. Durante varios años, vivimos en una casa de Relkirk, con terrazas. Entonces nació Edmund y Edie entró en nuestra vida. Tenía dieciocho años y era hija del carpintero de Strathcroy. Vino de niñera y, desde entonces, hemos estado juntas. Fue una buena época. Tan buena que yo hacía como que no me daba cuenta de los nubarrones de guerra que asomaban por nuestro horizonte. Pero llegó la guerra. Geordie se alistó en la división Highland y le enviaron a Francia. En mayo de 1940, fue hecho prisionero en Saint-Valery y no volví a verlo hasta cinco años y medio después. Edie, Edmund y yo pasamos la guerra en Balnaid, con mis padres. Pero ellos estaban muy viejos y cuando terminó la guerra habían muerto los dos. De manera que cuando por fin Geordie volvió nos quedamos en Balnaid y vivimos allí hasta que murió.
– ¿Y cuándo murió?
– Unos tres años después de que Edmund se casara por primera vez. Con la madre de Alexa, ¿comprendes? Fue muy repentino. Vivíamos tan bien. Yo hacía planes para el jardín, para la casa, para las vacaciones, para los viajes que íbamos a hacer juntos, como si los dos tuviéramos que vivir siempre. Y cuando menos lo esperaba, de pronto, me di cuenta de que Geordie no era el mismo, perdió el apetito, adelgazó y se quejaba de un vago malestar. Al principio, decidida a no asustarme, me decía que debía de ser un trastorno digestivo, reliquia de sus años de prisionero de guerra. Pero, por fin, consultamos a un medico y, después, a un especialista. Geordie fue ingresado en el hospital de Relkirk para lo que en aquellos momentos nosotros, eufemísticamente, llamábamos unos “análisis”. El resultado me fue comunicado por el especialista. Estaba sentado frente a mí, al otro lado de su escritorio, en un despacho soleado. Estuvo muy amable y, cuando acabó de hablar, le di la gracias, me levanté, salí del despacho y recorrí los largos pasillos alfombrados de goma, hasta el pabellón en el que estaba Geordie, en una cama alta, sobre unos almohadones. Le había llevado unos narcisos de Balnaid y los puse en un jarro con mucha agua, para que no se marchitaran y murieran. Geordie murió dos semanas después. Edmund estuvo conmigo, pero no Caroline, su mujer que estaba embarazada y tenía nauseas. La idea de que iba a tener una nieta me ayudó a soportar aquellos días atroces. Geordie se había ido, pero una vida nueva iba a empezar. La vida continuaba. Y esta es una de las razones por las que Alexa ha significado siempre tanto para mí.
Después de una pausa, Noel dijo:
– Tú también significas mucho para ella. Habla de ti a menudo.
Violet no dijo nada. Se había levantado un viento que agitaba la hierba. Era el viento de lluvia. Alzó la mirada y vio que las nubes del Oeste cubrían las montañas dejando en sombra las laderas.