Suspiró. Pero todo eso ya lo había hecho antes y no había razón por la que no pudiera volver a hacerlo.
La alternativa, el otro camino, conducía al compromiso. Y, por lo que era y representaba Alexa, sabía que esta vez tenía que ser total. Toda una vida de responsabilidades asumidas, el matrimonio y, probablemente hijos.
Quizá ya fuera hora. Tenía treinta y cuatro años, pero todavía estaba atormentado por las dudas sobre su propia madurez. Unas inseguridades básicas y profundas le amenazaban como un hatajo de esqueletos acechando en un arco olvidado. Tal vez fuera ya hora pero la perspectiva le aterrorizaba.
Noel se estremeció. Basta. El viento arreciaba. Una ráfaga hizo temblar el batiente de la ventana abierta. Sintió frío pero como una ducha helada el aire había apagado finalmente su ardor. Lo cual revolvió por la mesa uno de sus problemas. Volvió a la cama, se arrebujó entre las mantas y apagó la luz. Estuvo mucho tiempo despierto. Pero, cuando por fin se volvió de lado y se durmió, aún no había tomado una decisión.
10
A poco de salir de Relkirk, empezó a llover. A medida que la carretera iba subiendo hacia el Norte, la bruma descendía de las cumbres. El parabrisas se llenó de pequeñas gotas. Edmund accionó las escobillas. Era la primera lluvia que veía en más de una semana porque Nueva York refulgía a la luz del verano indio. El sol se reflejaba en los cristales de los rascacielos, las banderas del “Rockefeller Center” ondeaban movidas por la brisa y los vagabundos saboreaban el aire tibio tumbados en los bancos de Central Park y rodeados de hatos y bolsas.
Edmund había abarcado dos mundos en un día. Nueva York, Kennedy, Concorde, Heathrow, Turnhouse y otra vez en Strathcroy. En circunstancias normales, habría pasado por el despacho de Edimburgo, pero esta noche tenía que asistir al baile de los Steynton por lo que decidió ir directamente a casa. Le llevaría algún tiempo sacar sus galas escocesas y era posible que ni Virginia ni Edie se hubieran acordado de limpiar los botones de plata de la chaqueta y el chaleco y tuviera que limpiarlos él.
Un baile. Probablemente, no se acostarían hasta las cuatro. A estas horas, ya había perdido la noción de su horario particular y empezaba a estar cansado. Pero un trago de whisky le pondría a tono. Su reloj todavía marcaba la hora de Nueva York y el del coche señalaba las cinco y media. El día aún no había acabado, pero las nubes bajas dificultaban la visibilidad. Encendió las luces de posición.
Caple Bridge. El potente coche zumbaba en las curvas de la estrecha carretera del valle. El asfalto relucía de humedad. Los árboles estaban coronados de niebla. Edmund abrió la ventanilla y aspiró el aire fresco e incomparable. Pensó que iba a volver a ver a Alexa. Pensó que no vería a Henry. Pensó en Virginia…
Temía que su precaria tregua se hubiera roto. Su ultima conversación, cuando estaba a punto de salir para Nueva York, había sido muy borrascosa. Le había gritado por teléfono acusándole de egoísmo, de falta de consideración y de hombre sin palabra. Se negó a escuchar sus explicaciones perfectamente razonables y le colgó el teléfono. Él quería hablar con Henry pero ella, o se olvidó, o deliberadamente no le dio el recado. Tal vez se hubiera calmado después de una semana sin verlo. Pero Edmund no se hacía ilusiones. Últimamente, estaba muy susceptible y rencorosa.
Alexa sería la salvación. Por Alexa, sabía que Virginia pondría su mejor cara y, si era necesario, fingiría divertirse y se mostraría cariñosa durante todo el fin de semana. Siempre era un consuelo.
El indicador salió de la niebla y se acercó hacia él. “Strathcroy”. Edmund aminoró la marcha, cruzó el puente por delante de la iglesia presbiteriana, pasó bajo los altos olmos con su algarabía de cornejas y cruzó las verjas de Balnaid.
En casa.
No paró en la puerta principal, sino que condujo el “BMW” al viejo establo. En el garaje no había más que un coche, el de Virginia y la puerta trasera, la de la cocina, estaba abierta pero sabía que eso no quería decir que necesariamente hubiera alguien en casa.
Edmund quitó el contacto y se quedó esperando, si no el recibimiento de una familia alborozada, por lo menos la bienvenida de los perros. Pero el silencio era total. Al parecer, no había nadie en casa.
Bajó del coche cansinamente. abrió el maletero para sacar el equipaje. La maleta, la abultada cartera de mano, la gabardina y la bolsa de plástico amarillo del Duty Free. La bolsa porque contenía botellas: escocés, ginebra “Gordon’s” y generosos frascos de perfume francés para su esposa, su hija y su madre. Los llevó dentro, al abrigo de la lluvia. Encontró la cocina caliente, limpia y recogida, pero desierta, y la única señal de los perros eran los cestos vacíos. La gran cocina ronroneaba. Un grifo goteaba en el fregadero. Edmund dejó la maleta y la gabardina en el suelo y la bolsa de regalos encima de la mesa y se acercó al fregadero, a apretar el grifo. El goteo cesó. Edmund tendió el oído, pero no había más sonidos que turbaran el silencio.
Con la maleta en la mano, salió de la cocina, recorrió el pasillo y cruzó el vestíbulo. Allí se detuvo un momento, esperando oír abrirse una puerta, unos pasos, una voz, otra persona. Se oía el tic-tac del viejo reloj, nada más. Siguió andando sin hacer ruido sobre la gruesa alfombra. Pasó por delante del salón y abrió la puerta de la biblioteca.
Nadie aquí tampoco. Vio los almohadones lisos y bien mullidos sobre el sofá. El hogar apagado, un montón de números de Country Life, flores secas con los colores ahumados y oxidados. La ventana estaba abierta y por ella penetraba un aire húmedo y frío. Dejó la cartera y fue a cerrarla. Luego, volvió al escritorio donde le esperaba, pulcramente amontonado, el correo de la semana. Dio la vuelta a un par de sobres, pero sabía que no había nada que no pudiera esperar hasta el día siguiente.
Sonó el teléfono. Lo cogió.
– Balnaid.
Se oyó un chasquido, un zumbido y nada más. Probablemente alguien se había equivocado de número. Colgó y, de pronto, la tristeza de aquella habitación vacía se le hizo insoportable. La biblioteca de Balnaid sin fuego era como una persona sin corazón y sólo en los días más calurosos del verano se dejaba de encender la chimenea. Encontró las cerillas, encendió el papel, esperó a que chisporrotearan las teas y puso unos leños. Saltaron las llamas dando vida a la habitación con su luz y calor. De este modo, se hizo su propio recibimiento y se sintió un poco más animado.
Contempló las llamas durante un rato, colocó el guardafuegos y volvió a la cocina. Sacó de la bolsa el whisky y la ginebra, los metió en el armario y subió a su habitación con la maleta y la bolsa. El reloj de pie acompañó su recorrido. Cruzó el rellano y abrió la puerta del dormitorio.
– Edmund.
Estaba en casa, no había salido. Se pintaba las uñas delante del tocador. La habitación, espaciosa y femenina, dominada por la enorme cama de matrimonio vestida a la antigua, de lino y puntillas, aparecía insólitamente desordenada. Había zapatos en la alfombra, un montón de ropa doblada encima de una silla y las puertas del armario estaban abiertas. De una de las puertas, en una percha guateada estaba colgado el nuevo traje de noche de Virginia, el que comprara en Londres especialmente para esta noche. La falda, con varias capas de un tela muy fina, estaba salpicada de un confeti de lunares negros. Sin Virginia dentro el vestido parecía un poco fúnebre.