Se miraron a través de la habitación.
– Hola -saludó él. Virginia llevaba el albornoz blanco. Se había lavado el pelo y se había puesto los grandes rulos que, según Henry, le daban aspecto de monstruo extraterrestre.
– Vaya, ya estás aquí. No he oído el coche.
– Lo dejé en el garaje. Creí que no había nadie.
Llevó la maleta a su vestidor y la dejó en el suelo. El traje de gala estaba encima de la cama turca. El kilt, las medias, la bolsa, la camisa de noche, la chaqueta y el chaleco. Los botones y las hebillas de los zapatos brillaban como estrellas.
Volvió al dormitorio.
– Me limpiaste los botones.
– Los limpió Edie.
– Muy amable. -Se acercó y se inclinó para darle un beso-. Un regalo. -Dejó la caja encima del tocador.
– ¡Oh, qué bien! Gracias. -Había acabado de pintarse las uñas pero el esmalte no estaba seco. Mantenía las manos abiertas y se soplaba las uñas para acelerar el secado-. ¿Qué tal por Nueva York?
– Bien.
– No te esperaba tan temprano.
– Vine en el primer puente de la tarde.
– ¿Estás cansado?
– Dejaré de estarlo en cuanto tome un trago. -Se sentó en el borde de la cama-. ¿Ocurre algo con el teléfono?
– No lo sé. Sonó hace cinco minutos, pero sólo una vez.
– Lo cogí yo abajo. Pero no se oía nada.
– Lo ha hecho un par de veces. Pero desde aquí se puede llamar.
– ¿Has avisado?
– No. ¿Lo crees necesario?
– Yo llamaré después. -Se recostó en los almohadones, apoyando la cabeza en el cabezal acolchado-. ¿Cómo estás?
Ella se miraba las uñas.
– Bien.
– ¿Y Henry?
– No sé nada de Henry. Ni me han dicho nada ni he llamado. -Le miró y su mirada brillante y azul era fría-. Pensé que a lo mejor no era correcto llamar. Contrario a la tradición, quizá.
O sea, que no estaba perdonado. Pero no era el momento de recoger el guante y precipitar otra pelea.
– ¿Lo acompañaste tú a Templehall?
– Sí, yo lo acompañé. No quiso ir con Isobel, y también Hamish vino con nosotros. Hamish tenía uno de sus peores días. Henry no dijo ni palabra durante todo el viaje. Y no paró de llover. Por lo demás, una fiesta.
– No se llevaría a Moo, ¿verdad?
– No; no se lo llevó.
– Menos mal. ¿Y Alexa?
– Llegó ayer por la mañana con Noel.
– ¿Dónde están ahora?
– Creo que paseando a los perros. Después del almuerzo tuvieron que ir a Relkirk, a recoger el traje de Lucilla de la tintorería. Recibimos un SOS de Croy. Se habían olvidado del vestido y estaban todos tan atareados preparando la cena que nadie podía ir.
– ¿Y qué más ha sucedido?
– ¿Qué mas? Vi celebró su picnic. Verena nos ordena y manda a todos y la prima de Edie ha vuelto al hospital.
Edmund levanto la cabeza una fracción de segundo, como el perro que alza las orejas en actitud de alerta. Virginia, con las uñas ya secas, cogió el paquete que le había traído y empezó a quitar el celofán.
– ¿Ha vuelto al hospital?
– Sí -abrió la caja y sacó el frasco cuadrado y fastuoso, con cuello rodeado por una cinta de terciopelo. Desenroscó el tapón y se lo llevó al cuello-. Delicioso. Fendi. ¡Muy amable! Hacía tiempo que quería este perfume, pero es muy caro para que una se lo compre.
– ¿Y cuándo ocurrió?
– ¿Lo de Lottie? ¡Oh! Hace un par de días. Se puso tan inaguantable que Vi decidió avisar al médico. No hubieran debido dejarla salir. Está loca.
– ¿Qué hizo?
– ¡Oh! Hablar, cotillear, armar líos, hacer daño. No me deja en paz. Es mala.
– ¿Qué decía?
Virginia se volvió de cara al espejo. Lentamente, empezó a sacar las horquillas de los rulos. Una a una, las fue dejando encima del cristal del tocador. Él contemplaba su perfil, la línea del mentón, la curva de su hermoso cuello.
– ¿De verdad quieres saberlo?
– Si no quisiera saberlo, no preguntaría.
– Está bien. Dijo que tú y Pandora Blair habíais sido amante hace años, cuando Archie e Isobel se casaron y Lottie era doncella en Croy. Siempre dices que escuchaba detrás de las puertas. Por lo visto, no se perdió nada. Me lo describió de forma muy plástica. Estaba muy excitada. Como si ello la calentara. Dijo que, por tu culpa, Pandora se fue con un hombre casado y nunca volvió, ahora… -Uno de los rulos se le había enredado en el pelo y le daba tirones-… ahora dice que si Pandora ha vuelto a Croy es por ti. No por el baile, ni por Archie, solo por ti. Que quiere recuperarte.
Otro tirón y el rulo se soltó. A Virginia se le saltaban las lágrimas de dolor. Edmund la miraba, incapaz de soportar que se martirizara de aquel modo.
Recordó la noche en que había encontrado a Lottie en el supermercado de Mrs. Ishak y como lo había acorralado, como él había retrocedido ante su desagradable presencia. Recordó sus ojos, su piel descolorida, su bigote y la furia impotente que había encendido dentro de él, haciéndole casi perder los estribos y anhelando darle un puñetazo. Recordó que había tenido un presentimiento terrible. Un presentimiento justificado, visto lo sucedido. Dijo fríamente:
– Esa mujer miente.
– ¿Miente, Edmund?
– ¿Tú la crees?
– No sé…
– Virginia.
– ¡Oh! -En un arranque de furor, se soltó otro rulo rebelde, lo arrojó al espejo y se volvió hacia su marido-. No sé, no sé. No puedo pensar con lógica. Y no me importa. ¿Por qué había de importarme? ¿Qué puede importarme que tú y Pandora Blair tuvierais un apasionado romance? Por lo que a mí respecta, eso es agua pasada y nada tiene que ver conmigo. Yo sólo sé que sucedió cuando ya estabas casado. Casado con Caroline y padre de una niña. La verdad es que no me hace sentirme muy segura.
– ¿No confías en mí?
– A veces pienso que no te conozco.
– Eso es absurdo.
– Está bien. Absurdo, pero desgraciadamente no todos podemos ser tan fríos y objetivos como tú y, si es absurdo, puedes atribuirlo a la fragilidad humana. Salvo que no creo que sepas siquiera que es eso.
– Empiezo a darme cuenta de que lo sé muy bien.
– Estoy hablando de nosotros, Edmund, de ti y de mí.
– En tal caso, quizá sea preferible dejar la conversación para cuando estés menos nerviosa.
– No estoy nerviosa. Y ya no soy una niña. Ya no soy tu pequeña esposa. Y me parece que este momento es tan bueno como cualquier otro para decirte que me voy a pasar una temporada a Long Island, a Leesport, con los abuelos. Se lo he dicho a Vi. Dice que puedes quedarte en su casa. Cerraremos Balnaid.
Edmund no dijo nada. Ella lo miró y vio su cara impasible, sus hermosas facciones, inmóviles, los ojos de pesados párpados que no delataban ninguna emoción. Ni dolor ni enojo. Dejó que el silencio se prolongara, esperando la reacción de Edmund a su noticia. Durante un momento de desvarío, imaginó que él, rompiendo su reserva, se acercaba a ella, la abrazaba, la cubría de besos, la acariciaba, la llevaba a la cama.
– ¿Cuándo lo has decidido?
Sintió el escozor de las lágrimas y las ahuyentó.
– Hace meses que lo pienso. Cuando Henry se fue, lo decidí. Sin Henry, no tengo nada que hacer aquí.
– ¿Cuándo te vas?
– Tengo pasaje en un vuelo de la “Pan Am” que sale de Heathrow el jueves por la mañana.
– ¿El jueves? Falta menos de una semana.
– Ya lo sé. -Se volvió de cara al espejo, se quitó el último rulo, cogió el peine y empezó a desenredar y alisar sus bucles de color de trigo-. Pero existe una razón y vale más que la sepas ahora porque no faltará quien te la diga. Ha ocurrido algo curioso. ¿Recuerdas que Isobel nos dijo el domingo que iba a tener en su casa a un americano desconocido? Pues el americano se llama Conrad Tucker y resulta que nos conocimos hace años, en Leesport.
– El Americano Triste.
– Sí, y está triste porque su esposa murió de leucemia hace poco y él se ha quedado solo con una niña. Hace un mes que está en Escocia, pero el jueves regresa a los Estados Unidos. -Dejó el peine y se apartó de la cara la reluciente melena. Se volvió a mirarle-. Me pareció buena idea hacer juntos el viaje.