Aparentemente, Ao y los otros recolectores se sintieron más tranquilos sobre la seguridad que ofrecía la vacuna al ver que nadie había caído muerto al suelo cuando les tocó el turno. Se entregaron estoicamente a las agujas y el alcohol.
—¿No más tétanos? —preguntó otra vez Ao.
—Esto os protegerá durante unos diez años. Después, será mejor volver a vacunarse.
Serpiente apretó el inoculador contra el brazo de Ao, luego frotó la piel. Tras un momento de sombría duda, Ao sonrió por primera vez, mostrando una sonrisa amplia y complacida.
—Tememos al tétanos. Mala enfermedad. Lenta. Dolorosa.
—Sí —dijo Serpiente—. ¿Sabes qué la causa?
Ao colocó un dedo contra la palma de la otra mano y realizó un gesto que imitaba un corte.
—Tenemos cuidado, pero…
Serpiente asintió. Se daba cuenta de que los recolectores podían recibir cortes y pinchazos con más frecuencia que los demás, considerando su trabajo. Pero Ao conocía la conexión entre la herida y la enfermedad; dar una charla sobre el tema sería tiempo perdido.
—Nunca habíamos visto curadores. No en este lado del desierto. La gente del otro lado nos ha hablado de vosotros.
—Bueno, somos gente de las montañas —dijo Serpiente—. No sabemos mucho del desierto, y por eso muy pocos de nosotros vienen aquí.
Aquello era cierto sólo en parte, pero era la explicación más plausible.
—Nadie antes que tú. Eres la primera.
—Tal vez.
—¿Por qué?
—Sentía curiosidad. Pensé que podía resultar útil.
—Di a los otros que vengan también. No corren peligro —de repente, la expresión de la cara de Ao, estropeada por el clima, se ensombreció—. Hay locos, sí, pero no más que en las montañas. Hay locos en todas partes.
—Lo sé.
—Alguna vez le encontraremos.
—¿Querrás hacer una cosa por mí, Ao?
—Lo que tú digas.
—El loco no se llevó nada más que mis mapas y mi diario. Supongo que conservará los mapas si está lo suficientemente cuerdo como para utilizarlos, pero el diario no es de utilidad para nadie más que para mí. Tal vez lo tire y tu gente lo encuentre.
—¡Te lo guardaremos!
—Eso es lo que quería pedirte —describió el diario—. Antes de marcharme, te daré una carta para el campamento delos curadores en las montañas del norte. Si un mensajero les llevara el diario y la carta, estoy segura de que recibirá una recompensa.
—Lo buscaremos. Encontramos muchas cosas, pero los libros no son frecuentes.
—Probablemente no aparezca nunca, lo sé. Tal vez el loco pensó que era algo valioso y lo quemó cuando se dio cuenta de que no lo era.
Ao puso mala cara ante la idea de quemar un trozo de papel en perfectas condiciones y dejarlo reducido a la nada.
—Buscaremos con interés.
—Gracias.
Mientras Pauli terminaba de contar la historia de Sapo y las Tres Ranitas del Árbol, Serpiente comprobó el estado de los niños y se alegró al no encontrar ninguna señal de reacción alérgica.
—Ya Sapito no le importó no poder escalar a los árboles nunca más —dijo Pauli—. Y ese es el fin. Ahora, iros a casa. Os habéis portado muy bien.
Salieron corriendo en tropel, aullando e imitando el croar de las ranas. Pauli suspiró y se relajó.
—Espero que las ranas de verdad no crean que la temporada de apareamiento ha llegado antes de tiempo, o las tendremos saltando por todo el campamento.
—Ese es el tipo de riesgo que corre el artista —dijo Serpiente.
—¡Artista! —Pauli se echó a reír y empezó a arremangarse el brazo.
—Eres una juglar muy buena.
—Narradora de historias, tal vez —dijo Pauli—. Pero juglar, no.
—¿Por qué no?
—Soy sorda como una tapia. No sé cantar.
—La mayoría de los juglares que he conocido no saben contar historias. Tienes un don.
Serpiente preparó el inoculador y lo colocó sobre la suave y aterciopelada piel de Pauli. Las pequeñas agujas resplandecían con las gotas de la vacuna que contenían.
—¿Estás segura de que quieres la cicatriz aquí? —preguntó Serpiente súbitamente.
—Sí, ¿por qué no?
—Tu piel es tan hermosa que me molesta tener que marcarla —Serpiente mostró a Pauli las cicatrices de su mano libre—. Creo que te envidio un poco.
Pauli palmeó la mano de Serpiente. Su contacto fue tan amable como el de Grum, pero más firme y fuerte.
—Son cicatrices dignas. Estaré orgullosa de la que me produzcas. Cualquiera que la vea sabrá que he conocido a una curadora.
Con cierta aprensión, Serpiente apretó las agujas contra la piel de Pauli.
Serpiente descansó durante toda la tarde, igual que el resto del campamento. No tenía nada que hacer después de escribir la carta para Ao, ni nada que empaquetar. No le quedaba nada. Ardilla llevaría su silla de montar, porque el armazón estaba intacto y se podría reparar el cuero. Aparte de eso y de las ropas que llevaba puestas, sólo tenía el zurrón de las serpientes, a Sombra y Susurro, y a la fea víbora de arena en el lugar donde debería estar Silencio.
A pesar del calor, Serpiente echó las puertas de la tienda y abrió dos de los compartimentos de la bolsa. Sombra se escurrió, alzó la cabeza y ensanchó los músculos del cuello, asomando la lengua para saborear la extrañeza de la tienda. Susurro, como de costumbre, reptó muy despacio. Mientras las observaba brillar en la tibia penumbra, con sólo la débil luz azul de las linternas bioluminiscentes iluminando sus escamas, Serpiente se preguntó qué habría pasado si el loco hubiera saqueado su campamento mientras ella estaba allí. Si los animales hubieran estado en su compartimento habría entrado sin que lo advirtiera pues había dormido profundamente mientras se recuperaba de la picadura de la víbora. El loco la habría golpeado en la cabeza y se habría dedicado a sus actos vandálicos, o a su búsqueda. Serpiente seguía sin comprender por qué un loco lo destruiría todo tan metódicamente a menos que estuviera buscando algo y, por tanto, no se tratara en absoluto de un loco. Sus mapas no eran diferentes de los que la mayoría de los habitantes del desierto poseían y compartían. Ella los habría prestado a cualquiera para que hiciera una copia. Los mapas eran esenciales, pero se obtenían fácilmente. El diario, sin embargo, sólo tenía valor para ella. Casi deseaba que el loco hubiera atacado el campamento mientras estaba presente, pues si hubiera abierto el zurrón de las serpientes, no habría destruido nada más. No se sentía orgullosa de considerar aquella posibilidad con un escalofrío de placer, pero era exactamente así como se sentía.
Susurro reptó sobre su rodilla y se enroscó en su muñeca tomando la apariencia de un grueso brazalete. Varios años antes, cuando era más pequeña, encajaba mejor en aquel sitio. Unos pocos minutos después, Sombra se arrastró por la cintura de Serpiente y acabó colocándose en sus hombros.
En tiempos mejores, si todo salía bien, Silencio se habría enroscado en su garganta, convirtiéndose en un suave collar viviente de esmeraldas.
—Niña-Serpiente, ¿puedo entrar? —Grum no apartó las telas de la puerta de la tienda más que lo justo para asomarse.
—Desde luego, si no tienes miedo. ¿Quieres que las retire? Grum dudó.
—Bueno… no.
Entró tras abrir la puerta. Tenía las manos llenas. Mientras sus ojos se acostumbraban a la tenue luz de la tienda, se quedó quieta.
—No pasa nada —dijo Serpiente—. Las dos están aquí conmigo.
Parpadeando, Grum se acercó. Colocó junto a la silla de montar una manta, una bolsa de cuero, una cantimplora y una pequeña olla de cocina.
—Pauli está recogiendo provisiones —dijo—. Nada de esto podrá reparar lo que ha sucedido, pero…
—Grum, ni siquiera te he pagado aún por haber cuidado de Ardilla.