—No me mires.
—Puede ignorarme —dijo Serpiente—. Puede incluso ordenarme que me marche. Pero no puede ignorar la infección, y ésta no se detendrá porque usted lo diga.
—No me amputarás la pierna —dijo el gobernador, pronunciando cada palabra por separado, sin expresión.
—No pretendo hacerlo. No será necesario.
—Sólo necesito que Brian la lave.
—¡No puede lavar la gangrena! —Serpiente empezaba a enfurecerse por la actitud infantil del gobernador. Si la fiebre lo hubiera hecho delirar, le habría tratado con infinita paciencia; si estuviera a punto de morir, comprendería que no estuviese dispuesto a admitir lo que pasaba. Pero no era el caso. Parecía tan acostumbrado a salirse con la suya que no podía aceptar la mala suerte.
—Padre, escúchala, por favor.
—No finjas que te preocupas por mí —dijo el padre de Gabriel—. Serías muy feliz si me muriera.
Blanco como el mármol, Gabriel se quedó inmóvil durante unos segundos; luego, lentamente, se dio la vuelta y salió de la habitación.
Serpiente se levantó.
—Ha dicho algo terrible. ¿Cómo se atreve? Cualquiera podría ver que quiere que viva. Le ama.
—No quiero ni su amor ni tus medicinas. Ninguna delas dos cosas pueden ayudarme.
Cerrando los puños, Serpiente siguió a Gabriel.
El joven estaba sentado en la habitación de la torre, mirando la ventana, apoyado contra el escalón que formaba el desnivel. Serpiente se sentó a su lado.
—No siente las cosas que dice —la voz de Gabriel era tensa y humillada—. En realidad…
Se echó hacia adelante y se cubrió la cara con las manos, sollozando. Serpiente lo rodeó con sus brazos y trató de consolarle, le sostuvo, palmeó sus fuertes hombros y acarició su suave cabello. Fuera cual fuese el origen de la animosidad que sentía el gobernador, Serpiente estaba segura de que no se debía al odio o a la envidia por parte de Gabriel. El muchacho se secó la cara con la manga.
—Gracias —dijo—. Lo siento. Cuando se pone así…
—Gabriel, ¿tiene tu padre un historial de inestabilidad? Por un momento, Gabriel pareció sorprendido. Se echó a reír bruscamente, pero sin amargura.
—¿Inestabilidad mental, quieres decir? No, está bastante sano. Es un asunto personal entre nosotros. Supongo… —Gabriel dudó—. A veces debe desear que me muera, para poder adoptar un hijo mayor más adecuado, o tener otro. Pero no se volverá a unir a nadie. Tal vez tiene razón. Talvez a veces también yo deseo que se muera.
—¿Lo crees así?
—No quiero creerlo.
—Yo no lo creo. En absoluto.
Él la miró, iniciando lo que Serpiente pensaba sería una sonrisa absolutamente radiante, pero sollozó otra vez.
—¿Qué pasará si no se hace nada?
—Estará inconsciente dentro de un par de días. Luego… luego la elección será amputarle la pierna contra su voluntad, o dejarle morir.
—¿No puedes tratarle ahora? ¿Sin su consentimiento? Serpiente deseó poder darle una respuesta que le gustara más.
—Gabriel, no es fácil decir esto, pero si pierde la conciencia mientras aún está decidido a que no le ayude, entonces tendré que dejarlo morir. Tú mismo has dicho que está cuerdo. No tengo ningún derecho a actuar en contra de sus deseos. No importa lo estúpidos y desmesurados que éstos sean.
—Pero podrías salvarle la vida.
—Sí. Pero es su vida.
Gabriel se frotó los ojos con las manos en un gesto de cansancio.
—Iré a hablar con él.
Serpiente le siguió a las habitaciones de su padre, pero estuvo de acuerdo en quedarse fuera cuando Gabriel entró. El joven tenía valor. A pesar de los defectos que tuviera a los ojos de su padre (y al parecer también a los suyos propios), tenía valor. Sin embargo, quizás a otro nivel, la cobardía no estaba totalmente ausente, pues ¿por qué razón iba a quedarse aquí y permitía que le trataran de aquella forma? Serpiente no pudo imaginarse a sí misma en aquella situación. Pensaba que sus lazos con los otros curadores, su familia, eran todo lo fuertes que podían sostener una relación, pero tal vez los lazos de sangre eran aún más fuertes.
Serpiente no se sintió culpable por escuchar la conversación.
—Quiero que dejes que te ayude, padre.
—Nadie puede ayudarme. Ya no.
—Sólo tienes cuarenta y nueve años. Puede que alguien te hiciera sentir lo mismo que sentiste por madre.
—No metas a tu madre en esto.
—No, ya no. Nunca la conocí, pero la mitad de mí es ella. Lamento haberte decepcionado. He decidido marcharme de aquí. Después de unos pocos meses puedes decir… no, dentro de unos meses vendrá un mensajero y te dirá que he muerto, y nunca tendrás que saber si es cierto o no.
El gobernador no respondió.
—¿Qué quieres que diga? ¿Que lamento no haberme marchado antes? De acuerdo… lo lamento.
—Eso es algo que nunca tendrías que haberme dicho —dijo el padre de Gabriel—. Eres testarudo, e insolente, pero nunca me habías mentido antes.
El silencio se alargó. Serpiente estaba a punto de entrar cuando Gabriel volvió a hablar.
—Esperaba poder redimirme. Pensaba que podría ser de suficiente utilidad…
—Tengo que pensar en la familia —dijo el gobernador—. Y en la ciudad. Pase lo que pase, siempre serías mi primogénito, aunque no fueras mi único hijo. No podría renegar de ti sin humillarte en público.
Serpiente se sorprendió al notar la compasión en aquella voz ronca.
—Lo sé. Ahora lo comprendo. Pero el que mueras no servirá de nada.
—¿Cumplirás tu plan?
—Lo juro —dijo Gabriel.
—De acuerdo. Que entre la curadora. Si Serpiente no hubiera hecho un juramento para ayudar a los heridos y enfermos, habría dejado el castillo en este mismo momento. Nunca antes había oído un rechazo tan calmado y razonado. Y era entre padre e hijo…
Gabriel salió al pasillo y Serpiente entró en silencio en el dormitorio.
—He cambiado de opinión —dijo el gobernador. Y luego, como si advirtiera lo arrogante que parecía, añadió—: Si aún consientes en tratarme.
—Le trataré —dijo Serpiente brevemente, y salió de la habitación.
Gabriel la siguió, preocupado.
—¿Pasa algo malo? ¿Has cambiado de idea? Gabriel parecía calmado e ileso. Serpiente se detuvo.
—Prometí ayudarle y lo haré. Pero necesito una habitación y unas cuantas horas antes de poder tratar su pierna.
—Te daremos todo lo que pidas.
La guió por toda la planta superior hasta que llegaron a la torre sur. En vez de contener una única habitación inmensa, ésta se hallaba dividida en varias cámaras más pequeñas, menos abrumadoras y más cómodas que las habitaciones del gobernador. La habitación de Serpiente era un segmento de la circunferencia de la torre. El pasillo curvo tras la habitación de invitados rodeaba un baño común central.
—Es casi la hora de la cena —dijo Gabriel mientras le mostraba su cuarto—. ¿Cenarás conmigo?
—No, gracias. Esta vez no.
—¿Quieres que te suba algo?
—No. Sólo vuelve dentro de tres horas.
Le prestó poca atención porque no podía entretenerse con sus problemas mientras planeaba la operación de su padre. Con tono ausente, le dio unas cuantas instrucciones de lo que tenía que preparar en la habitación del gobernador. Como la infección era tan fuerte, sería un trabajo sucio y maloliente.
Una vez que hubo terminado, Gabriel continuó allí.
—Le duele muchísimo —dijo Gabriel—. ¿No tienes nada que pueda sedarle?
—No —dijo Serpiente—. Pero no le vendría mal si pudieras emborracharle.
—¿Emborracharle? De acuerdo, lo intentaré. Pero creo que no servirá de mucho. Nunca le he visto inconsciente por acción de la bebida.