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Por la tarde, condujo a Veloz hacia el norte, junto al lecho del río. Dejó la ciudad a la izquierda mientras el brillo del sol se hundía bajo las nubes y tocaba los picos de las montañas de poniente. Las largas sombras reptaban hacia ella cuando llegó a los establos del gobernador. Al no ver a nadie por los alrededores, condujo ella misma a Veloz a su cuadra, la desensilló y empezó a cepillarle el suave pelaje. No se sentía particularmente ansiosa por regresar a la residencia del gobernador y a su atmósfera de sumisa lealtad y dolor.

—Señora, eso no es para ti. Déjame a mí. Sube a la colina.

—No, baja tú —dijo Serpiente a la voz susurrante e incorpórea—. Puedes ayudarme. Y no me llames señora.

—Ve ahora, señora, por favor.

Serpiente cepilló a Veloz y no contestó. Como no sucedía nada, pensó que la niña se había marchado; entonces oyó un rumor en el heno, por encima de su cabeza. Por impulso pasó el cepillo hacia atrás siguiendo el flanco de Veloz. Un instante después la niña estaba a su lado, y le quitó amablemente el cepillo de la mano.

—Verás, señora…

—Serpiente.

—Este trabajo no es para ti. Tú entiendes de curar, y yode cepillar a los caballos.

Serpiente sonrió.

La niñita tenía solamente nueve o diez años, era pequeña y delgada. Ni siquiera había mirado a Serpiente a la cara; cepillaba el erizado pelaje de Veloz, con el rostro vuelto y pegado al flanco de la yegua. Tenía el pelo de color rojo brillante, y las uñas sucias y mordisqueadas.

—Tienes razón —dijo Serpiente—. Lo haces mejor que yo.

La niña guardó silencio un instante.

—Me has engañado —dijo hoscamente, sin darse la vuelta.

—Un poco —admitió Serpiente—. Pero tenía que hacerlo o de otro modo no me dejarías darte las gracias cara a cara.

La niña se giró y alzó el rostro.

—¡Entonces agradécemelo! —gritó.

La parte izquierda de su cara estaba deformada por una terrible cicatriz.

Quemaduras de tercer grado, pensó Serpiente. Pobre chiquilla… Y luego pensó: si hubiera tenido cerca un curador, la cicatriz no sería tan mala.

Pero al mismo tiempo, advirtió el hematoma en la parte derecha de su cara. Serpiente se arrodilló y la niña se apartó, temerosa del contacto, volviéndose de nuevo para que la cicatriz quedara menos visible. Serpiente tocó con cuidado el hematoma.

—Oí cómo el capataz le gritaba a alguien esta mañana.

Fue a ti, ¿verdad? Te pegó.

La niña se dio la vuelta y la miró. Su ojo derecho estaba muy abierto, el izquierdo se veía cerrado parcialmente por el tejido de la cicatriz.

—Estoy bien —dijo. Entonces se escabulló de las manos de Serpiente y subió corriendo por una escalera hasta perderse en la oscuridad.

—Por favor, vuelve —llamó Serpiente. Pero la niña había desaparecido, y cuando Serpiente la siguió al desván no pudo encontrarla.

Serpiente emprendió el camino hacia la residencia. Su sombra oscilaba de un lado a otro con el balanceo de la linterna que portaba. Pensaba en la niñita sin nombre que se avergonzaba de acercarse a la luz. El hematoma estaba en un mal sitio, en la sien. Pero no había retrocedido ante el contacto de Serpiente (al menos no al tocarle al hematoma), y no tenía síntomas de contusión. Serpiente no tenía que preocuparse por la salud inmediata de la niña. Pero ¿qué pasaría en el futuro? Quería ayudarla de alguna manera, pero sabía que si hacía que reprendieran al capataz, la niña sufriría las consecuencias cuando ella se marchara.

Serpiente subió a la habitación del gobernador.

Brian parecía exhausto, pero el gobernador estaba descansado. La hinchazón casi había desaparecido de su pierna. Los pinchazos habían formado una postilla, pero Brian estaba haciendo un buen trabajo manteniendo la herida principal abierta y limpia.

—¿Cuando podré levantarme? —preguntó el gobernador—. Tengo trabajo que hacer, gente a la que ver, disputas que resolver.

—Puede levantarse cuando quiera —contestó Serpiente—. Si no le importa tener que permanecer en cama después el triple de tiempo.

—Insisto…

—Quédese en la cama —dijo Serpiente, cansada. Sabía que el gobernador desobedecería. Brian, como de costumbre, la siguió al vestíbulo.

—Si la herida sangra por la noche, ven a verme —dijo Serpiente. Sabía que si el gobernador se levantaba, así sería, Y no quería que el viejo criado tuviera que enfrentarse solo con la herida.

—¿Se encuentra bien? ¿Mejorará?

—Sí, si no se fuerza demasiado. Está recuperándose bastante bien.

—Gracias, curadora.

—¿Dónde está Gabriel?

—Ya no viene aquí.

—Brian, ¿qué es lo que ocurre entre su padre y él?

—Lo siento curadora. No puedo decirlo. Querrás decir que no quieres, pensó Serpiente.

Serpiente se quedó despierta contemplando el valle oscuro. No le apetecía dormir todavía. Aquélla era una de las cosas que menos le gustaba de su año de prueba: tener que dormir sola la mayor parte de las veces. Había demasiadas personas en los lugares que visitaba que sólo conocían a los curadores por reputación, y le tenían miedo. Incluso Arevin la temía al principio, y cuando su miedo cesó y su respeto mutuo se convirtió en atracción, Serpiente tuvo que marcharse.

No tuvieron oportunidad de estar juntos.

Apoyó la cabeza contra el frío cristal.

La primera vez que Serpiente cruzó el desierto fue para explorar, para ver los lugares que los curadores no visitaban desde hacía décadas o que no habían visitado nunca antes. Había sido presuntuosa, tal vez incluso alocada, al hacer lo que sus maestros ya no hacían o ni siquiera consideraban. Ya no había suficientes curadores para la gente que vivía en su parte del desierto. Si Serpiente tenía éxito en su visita a la ciudad, todo aquello podría cambiar. Pero el nombre de Jesse era la única diferencia entre Serpiente y cualquier otro curador que hubiera acudido anteriormente a Centro en busca de conocimiento. Si fracasaba… sus maestros eran amables, tolerantes con las diferencias y excentricidades, pero Serpiente no sabía cómo podrían reaccionar ante los errores que había cometido.

La llamada a la puerta resultó un alivio, pues interrumpió sus pensamientos.

—Adelante.

Gabriel entró, y ella se sintió impresionada una vez más por su belleza.

—Brian me ha dicho que mi padre se recupera bien.

—Bastante bien.

—Gracias por ayudarle. Sé que puede ser difícil —dudó, miró alrededor, se encogió de hombros—. Bien… venía para ver si puedo hacer algo por ti.

A pesar de su preocupación, el muchacho parecía amable y agradable, cualidades que atraían tanto a Serpiente como su belleza física. Y se sentía sola. Decidió aceptar su oferta.

—Sí —dijo—. Gracias.

Se detuvo ante él, le acarició la mejilla, le tocó la mano y le condujo hacia un sofá. Había una botella de vino y varios vasos sobre una mesita baja junto a la ventaja.

Serpiente advirtió que Gabriel enrojecía.

Aunque no conocía todas las costumbres del desierto, las de las montañas no le eran extrañas: no había sobrepasado sus privilegios como huésped, y él había hecho una oferta. Miró a Gabriel a la cara y lo cogió por los brazos. El muchacho estaba ahora pálido.

—Gabriel, ¿qué es lo que pasa?

—Yo… me he expresado mal. No pretendía… Si quieres, puedo enviarte a alguien…