—¿Qué voy a hacer? —sentía su voz ahogada, su aliento cálido en la piel—. ¿A dónde iré?
Serpiente le abrazó y le meció. De repente se preguntó si no habría sido mejor hacerle caso cuando se ofreció a enviar a alguien en su lugar, permitirle continuar con su vida de abstinencia. Sin embargo, no podía creer que Gabriel fuera uno de los lamentables seres humanos que nunca podían aprender el biocontrol.
—¿Gabriel, qué clase de formación tuviste? Cuando te hicieron las pruebas, ¿cuánto tiempo podías contener el diferencial de temperatura? ¿No te dieron un aparato?
—¿Qué clase de aparato?
—Un pequeño disco con un producto químico en su interior que cambia de color con la temperatura. La mayoría de los que he visto se vuelven rojos cuando la temperatura genital del hombre es muy elevada —sonrió, recordando aun conocido que presumía de la intensidad del color de su disco, y a quien había que pedir que se lo quitara para irse con él a la cama.
Pero Gabriel la miraba con el ceño fruncido.
—¿Temperatura elevada?
—Sí, por supuesto. ¿No es así como lo hacéis?
Sus rubias cejas se juntaron en una expresión mezcla de inquietud y sorpresa.
—Nuestro maestro nos instruye para que la mantengamos baja.
El recuerdo de su presumido amigo y unos cuantos chistes mordaces acudieron a la mente de Serpiente. Quiso reírse en voz alta. Consiguió contestar a Gabriel con la cara perfectamente seria.
—Gabriel, querido amigo, ¿qué edad tenía tu maestro? ¿Cien años?
—Sí —respondió Gabriel—. Como mínimo. Era un hombre muy sabio, lo sigue siendo.
—Estoy segura de que es sabio, pero también de que va con ochenta años de retraso. Bajar la temperatura de tu escroto te convierte en infértil. Pero subirla es mucho más efectivo, y se supone que es mucho más fácil de aprender.
—Pero dijo que nunca podría aprender a controlarme adecuadamente…
Serpiente frunció el ceño, pero no dijo lo que pensaba: que ningún maestro tendría que decir una cosa así a ningún alumno.
—Bien, a menudo alumno y maestro no se llevan bien, todo lo que necesitas es un maestro diferente.
—¿Crees que podría aprender?
—Sí —evitó hacer ningún otro comentario agudo sobre la sabiduría y habilidad del primer maestro de Gabriel. Sena mejor que el muchacho advirtiera por sí mismo los defectos del maestro. Estaba claro que todavía sentía demasiada admiración y respeto: Serpiente no quería forzarlo a que se pusiera en defensa del viejo, la persona que quizás había hecho más por lastimarle.
Gabriel agarró la mano de Serpiente.
—¿Qué hago? ¿A dónde voy? —esta vez habló con esperanza y excitación.
—En todas partes hay maestros de hombres que conocen técnicas que tienen menos de cien años. ¿Qué dirección vas a tomar cuando te marches?
—Yo… no lo he decidido aún. —Varió la mirada.
—Es duro partir —dijo Serpiente—. Lo sé. Pero es lo mejor. Pasa una temporada explorando. Decide qué será lo mejor para ti.
—Tengo que encontrar un nuevo lugar —dijo Gabriel tristemente.
—Puedes ir a Encrucijada. Allí viven los mejores maestros. Y cuando hayas terminado, puedes volver aquí. No habría ninguna razón para no hacerlo.
—Creo que sí. Creo que nunca podré volver a casa porque, aunque aprenda lo que necesito, la gente siempre se hará preguntas sobre mí. Los rumores siempre estarán aquí —se encogió de hombros—. Pero tengo que irme de todas formas. Lo prometí. Iré a Encrucijada.
—Bien —Serpiente extendió la mano y redujo la lámpara a una débil chispita—. Me han dicho que la nueva técnica tiene otras ventajas.
—¿Qué quieres decir? Ella le acarició.
—Hace falta que incrementes la circulación en la zona genital. Y eso se supone que aumenta la resistencia. Y la sensibilidad.
—Me pregunto si podré resistir ahora.
Serpiente empezó a contestarle en serio y entonces se dio cuenta de que Gabriel había hecho su primer intento de chiste sobre el sexo.
—Veamos —dijo.
Unos apresurados golpes en la puerta despertaron a Serpiente mucho antes del amanecer. La habitación estaba fría y fantasmagórica, la lámpara la iluminaba tenuemente con sombras anaranjadas y rosáceas. Gabriel dormía profundamente, sonriendo, sus largas pestañas rubias acariciaban suavemente sus mejillas. Había apartado las sábanas y mostraba su hermoso cuerpo desnudo hasta los muslos. De mala gana, Serpiente se volvió hacia la puerta.
—Adelante.
Una joven criada sorprendentemente hermosa entró dubitativa, y la luz del corredor se desparramó sobre la cama.
—Curadora, el gobernador… —abrió la boca y se quedó mirando a Gabriel, olvidando la prisa que sentía—. El gobernador…
—Voy hacia allí ahora mismo.
Serpiente se levantó, se puso los pantalones y la camisa nuevos y siguió a la joven a las habitaciones del gobernador.
La sangre de la herida abierta empapaba las sábanas, pero Brian había actuado bien: la hemorragia casi se había detenido. El mayor estaba sepulcralmente pálido, y le temblaban las manos.
—Si no pareciera tan enfermo —dijo Serpiente—, le daría la reprimenda que se merece —se ocupó de las vendas—. Tiene la suerte de poder contar con un enfermero excelente —dijo cuando Brian regresó con sábanas limpias y podía oírla—. Espero que le pague lo que se merece.
—Pensaba…
—Piense todo lo que quiera. Es una ocupación admirable. Pero no intente levantarse de nuevo.
—De acuerdo —murmuró, y Serpiente lo interpretó como una promesa.
Decidió que no tenía por qué ayudar a cambiar las sábanas. Cuando era necesario, o cuando se trataba de gente que le gustaba, no le importaba hacer servicios domésticos. Pero a veces podía ser insoportablemente orgullosa. Sabía que se había portado mal con el gobernador, pero no podía evitarlo.
La criada era más alta que Serpiente y más fuerte que Brian; Serpiente suponía que podría hacer bien su parte y también la de Brian. Pero la muchacha la miró con expresión de angustia cuando salió de la habitación para volver a la cama y la siguió corriendo por el pasillo.
—¿Señora…?
Serpiente se dio la vuelta. La criada miró alrededor como si temiera que alguien pudiera verlas juntas.
—¿Cómo te llamas?
—Larril.
—Larril, mi nombre es Serpiente, y odio que me llamen«señora». ¿De acuerdo?
Larril asintió, pero no empleó el nombre de Serpiente. La curadora suspiró para sus adentros.
—¿Qué pasa?
—Curadora… en tu habitación vi… una criada no debería ver ciertas cosas. No quiero avergonzar a ningún miembro de esta familia —su voz era aguda y tensa—. Pero… pero Gabriel es… —las palabras se atropellaban en su boca, llenas de confusión y vergüenza—. Si le preguntara a Brian qué tengo que hacer, él tendría que decírselo al amo. Eso sería… desagradable. Pero nadie debe lastimarle. Nunca pensé que el hijo del gobernador pudiera…
—Larril, Larril, no pasa nada. Me lo contó todo. La responsabilidad es mía.
—¿Sabes el… peligro?
—Me lo contó todo —repitió Serpiente—. No existe peligro para mí.
—Has sido amable con él —dijo Larril bruscamente.
—Tonterías. Le deseaba. Y tengo mucha más experiencia con el control que una criatura de doce años. O de dieciocho.
Larril evitó su mirada.
—Y yo también —dijo—. Y he sentido tanta lástima por él… Pero yo… tenía miedo. Era tan hermoso que una podría pensar que… se puede cometer un error, sin pretenderlo. No podía correr el riesgo. Aún me quedan otros seis meses antes de que mi vida vuelva a ser mía.