—Tendré que pedirle al capataz que te lleve a dar un paseó por el campo —le dijo al pony, y volvió a esperar.
—Yo lo montaré por ti, señora —susurró la niña.
—¿Cómo sé que sabes montar?
—Porque sé.
—Baja, por favor.
Lentamente, la niña bajo por el hueco del techo, colgada de las manos, y cayó a los pies de Serpiente. Se puso de pie, con la cabeza gacha.
—¿Cómo te llamas?
La niñita murmuró dos sílabas. Serpiente se arrodilló y la agarró suavemente por los hombros.
—Lo siento, no pude oírte.
La niña alzó la mirada, bizqueando a través de la terrible cicatriz. El hematoma estaba desapareciendo.
—M-Melissa.
Tras un primer momento de duda, repitió el nombre a la defensiva, como si desafiara a Serpiente a que lo negara. La curadora se preguntó qué habría dicho la primera vez.
—Melissa —repitió la niña, relamiéndose con los sonidos.
—Mi nombre es Serpiente, Melissa. —Serpiente tendió una mano y la niña la estrechó, en guardia—. ¿Montarás a Ardilla por mí?
—Sí.
—Puede cabriolar un poco.
Melissa agarró las barras de la mitad superior de la puerta del establo y se aupó.
—¿Ves aquél de allí?
El caballo era un enorme pinto, de aspecto difícil. Serpiente lo había visto antes. Tensaba las orejas y sacaba los dientes cada vez que se acercaba alguien.
—Yo lo monto —dijo Melissa.
—Santos dioses —susurró Serpiente, llena de sincera admiración.
—Soy la única que puede hacerlo —dijo Melissa—. A excepción del otro.
—¿Quién, Ras?
—No —dijo Melissa con desdén—. El no. El del castillo. El del pelo rubio.
—Gabriel.
—Ése. Pero no viene mucho por aquí, así que monto su caballo —Melissa bajó al suelo—. Es divertido. Pero tu pony es bonito.
Ante la destreza de la niña, Serpiente no dio más consejos.
—Entonces, gracias. Me alegra tener alguien que lo monte y sepa lo que hace.
Melissa subió al borde del pesebre, a punto de volver a esconderse en el desván, antes de que Serpiente pudiera pensar en algo más que pudiera interesarla y seguir charlando. Entonces, a medio camino, Melissa se volvió hacia ella.
—Señora, ¿le dirás que tengo tu permiso? —Toda la confianza había desaparecido de su voz.
—Claro que sí —respondió Serpiente.
Melissa desapareció.
Serpiente ensilló a Veloz y la condujo al exterior, donde encontró al capataz.
—Melissa va a montar a Ardilla por mí —le dijo Serpiente—. Le di permiso.
—¿Quién?
—Melissa.
—¿Alguien de la ciudad?
—Su ayudante —dijo Serpiente—. La niña pelirroja.
—¿Se refiere a Fea? —El hombre se echó a reír. Serpiente se sintió enrojecer, primero por la sorpresa y después por la furia.
—¿Cómo se atreve a insultar a una niña de esa forma?
—¿Insultarla? ¿Cómo? ¿Porque digo la verdad? Nadie quiere mirarla, y es mejor que lo recuerde. ¿La ha molestado?
Serpiente montó en su yegua y lo miró.
—Será mejor que de ahora en adelante utilice los puños con alguien de su tamaño.
Apretó los flancos de Veloz con los talones y la yegua partió rápidamente dejando atrás el establo, Ras, el castillo y el gobernador.
El día pasó más rápidamente de lo que Serpiente esperaba. Toda la gente del valle, al oír que había una curadora en Montaña, acudió a verla con niños pequeños para que les diera la protección que ofrecía y gente mayor con males crónicos, a algunos de los cuales, como en el caso de la artritis de Grum, no podía ayudar. Su buena fortuna continuó, pues aunque atendió a algunos pacientes de malas infecciones, tumores, incluso unas cuantas enfermedades infecciosas, no vino nadie que se estuviera muriendo. Los habitantes de Montaña eran casi tan sanos como hermosos.
Pasó toda la tarde trabajando en una habitación de la planta baja de la posada donde había intentado hospedarse. Era un lugar céntrico de la ciudad, y la posadera le dio la bienvenida. Por la tarde, cuando el último padre sacó de la habitación al último niño llorón, Serpiente deseó que Pauli hubiera estado presente para contarles chistes e historias. Se tendió en su silla, bostezando, y se relajó, todavía con los brazos en alto, la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados. Oyó que la puerta se abría y percibió pasos entre el rumor de ropas largas; después olió la cálida fragancia del té de hierbas.
Serpiente se enderezó mientras Lainie, la posadera, colocaba una bandeja sobre una mesa cercana. Lainie era una hermosa y agradable mujer de mediana edad, bastante robusta. Se sentó, sirvió dos tazones de té y tendió uno a Serpiente.
—Gracias. —Serpiente inhaló el vapor.
Después de sorber el té durante unos cuantos minutos, Lainie rompió el silencio.
—Me alegro que viniera —dijo—. Hemos pasado mucho tiempo sin una curadora en Montaña.
—Lo sé —respondió Serpiente—. No podernos llegar tan al sur con mucha frecuencia. —Se preguntó si Lainie sabía también, como ella, que el problema no era la distancia entre Montaña y la estación de los curadores.
—Si un curador se estableciera aquí —dijo Lainie—, sé que la ciudad sería generosa en su gratitud. Estoy segura de que el gobernador le hablará de esto cuando se ponga mejor. Pero pertenezco al consejo y puedo asegurarle que su propuesta encontrará apoyo.
—Gracias, Lainie. Lo recordaré.
—¿Entonces se quedará?
—¿Yo? —miró su taza, sorprendida. Ni siquiera se le había ocurrido que Lainie estuviera haciendo una invitación directa. Montaña, con su gente hermosa y sana, era un lugar donde un curador podía asentarse después de toda una vida de duro trabajo, un lugar donde alguien que no quisiera enseñar podría descansar—. No, no puedo. Me marcho por la mañana. Pero cuando llegue a casa le hablaré a los otros curadores de su oferta.
—¿Está segura de que no desea quedarse?
—No puedo. No tengo el grado suficiente para aceptar una posición semejante.
—¿Y tiene que marcharse mañana?
—Sí. La verdad es que no hay mucho que hacer en Montaña. Todos ustedes están terriblemente sanos. —Serpiente sonrió.
Lainie devolvió la sonrisa rápidamente, pero su voz continuó seria.
—Si siente que tiene que marcharse por el lugar en el que se aloja… porque necesita un sitio más conveniente para su trabajo —dijo dubitativa—, mi posada estará siempre abierta.
—Gracias. Si fuera a quedarme más tiempo, me mudaría. No quisiera… abusar de la hospitalidad del gobernador. Perola verdad es que tengo que irme.
Miró a Lainie. quien volvió a sonreír. Se comprendían mutuamente.
—¿Pasará aquí la noche? —preguntó Lainie—. Debe estar cansada, y el camino es largo.
—Oh, es un paseo agradable —respondió Serpiente—. Relajante.
Serpiente se dirigió a la residencia del gobernador a través de las calles en sombra. El rítmico sonido de los cascos de Veloz era un telón de fondo para sus sueños. Dio una cabezada mientras la yegua seguía avanzando. Las nubes esa noche eran altas y delgadas; la pálida luna arrojaba sombras sobre las piedras.
Súbitamente, Serpiente oyó el roce de unas botas sobre el pavimento. Veloz se escoró violentamente a la izquierda. Perdido el equilibrio, Serpiente se agarró con desesperación al pomo de la silla y la melena del caballo, intentando evitar la caída. Alguien la agarró de la camisa y tiró, derribándola. Serpiente soltó una mano y golpeó a su atacante. Su puño rozó unas ropas ásperas. Golpeó de nuevo y dio en el blanco. El hombre emitió un quejido y la soltó. Serpiente se agarró al lomo de Veloz y pateó los flancos de la yegua. Veloz dio un salto hacia adelante. El asaltante estaba aún agarrado a la silla. Serpiente pudo oír el ruido de botas al raspar el empedrado mientras intentaba auparse. Dirigía la silla hacia él. De repente, ésta se enderezó de golpe cuando el hombre perdió la tenaza.