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Pero una décima de segundo después, Serpiente logró hacerse con las riendas de la yegua. El zurrón de las serpientes había desaparecido.

Serpiente hizo dar la vuelta a Veloz y galopó tras el hombre que huía.

—¡Alto! —gritó. No quería atropellarlo con Veloz, pero el hombre no estaba dispuesto a obedecer. Podía zambullirse en un callejón demasiado estrecho para que pudiera pasar el caballo, y antes de que ella pudiera bajarse y perseguirlo, desaparecería.

Serpiente se inclinó, le agarró la túnica y tiró de él. Los dos cayeron en una maraña. El hombre se dio la vuelta mientras caía, y Serpiente se golpeó contra el pavimento de la calle, aplastada por su peso. De alguna manera, siguió agarrando al hombre mientras forcejeaba para escapar y recuperaba el aliento. Quería decirle que soltara el zurrón, pero no podía hablar todavía. El hombre la golpeó y sintió un agudo dolor que le surcaba la frente, en la línea del pelo. Serpiente devolvió el golpe y los dos rodaron y forcejearon por la calle. Serpiente oyó el sonido del zurrón al ser arrastrado por el suelo de piedra: estiró la mano y lo agarró al mismo tiempo que el hombre encapuchado. Mientras Susurro crotaleaba furiosamente en su interior, los dos forcejearon como niños.

—¡Suéltalo! —gritó Serpiente. Le pareció que oscurecía y apenas podía ver. Sabía que no se había herido la cabeza ni se sentía atontada. Parpadeó y el mundo giró a su alrededor—. ¡No hay nada que puedas utilizar!

El hombre tiró del zurrón, gimiendo de desesperación. Por un instante, Serpiente cedió el terreno, luego tiró del zurrón y lo soltó. Se quedó sorprendida al comprobar que un truco tan obvio funcionaba, que cayó hacia atrás, se golpeó la cadera y el codo, y aulló al sentir la raspadura en el hueso. Antes de que Serpiente pudiera volver a ponerse en pie, su atacante salió corriendo calle abajo.

Serpiente se puso en pie, sujetándose un costado con el codo y agarrando fuertemente el asa del zurrón con la otra mano. Como todas las peleas, ésta no había sido demasiado larga. Se frotó la cara, parpadeó y su visión no se aclaró. Tenía los ojos llenos de sangre por causa de un corte en el cuero cabelludo. Al dar un paso, hizo una mueca de dolor: se había lastimado la rodilla derecha. Cojeó hacia la yegua, quien resopló caprichosamente pero no se retiró. Serpiente la palmeó. No le apetecía perseguir caballos, ni ninguna otra cosa, esta noche. Quería sacar a Sombra y Susurro para asegurarse de que estaban bien, pero sabía que aquello forzaría la tolerancia de la yegua más allá de sus límites. Ató el zurrón a la silla y volvió a montar.

Serpiente hizo que la yegua se detuviera delante del establo cuando éste apareció bruscamente ante ellos en la oscuridad. Se sentía cansada y mareada. Aunque no había perdida mucha sangre y el atacante no la había herido con fuerza suficiente para contusionarla; había consumido tanta adrenalina en la pelea que se sentía totalmente desfallecida.

Inspiró profundamente.

—¡Capataz!

Nadie contestó durante un momento. Luego, cinco o seis metros por encima, la puerta del desván se abrió sobre sus goznes.

—No está aquí, señora —dijo Melissa—. Duerme en el castillo. ¿Puedo ayudarte en algo?

Serpiente alzó la mirada. Melissa permanecía en las sombras, fuera del alcance de la luz de la luna.

—Esperaba no despertarte…

—Señora, ¿qué te ha pasado? ¡Estás sangrando!

—No, ya no. Tuve una pelea. ¿Te importaría subir la colina conmigo? Puedes sentarte junto a mí en la subida y montar a Veloz cuando bajes.

Melissa agarró los dos lados de una polea y descendió al suelo mano sobre mano.

—Haría cualquier cosa que me pidieras, señora —dijo en voz baja.

Serpiente extendió la mano, Melissa la tomó y montó a su lado. En el mundo que Serpiente conocía, todos los niños trabajaban, pero la mano que agarraba la suya, la mano de una niña de diez años, estaba cubierta de callosidades, era áspera y dura como la mano de cualquier trabajador adulto.

—Serpiente apretó las piernas contra los flancos de Veloz y la yegua empezó a subir el sendero. Melissa agarraba la perilla de la silla, una manera incómoda y extraña de guardar el equilibrio. Serpiente hizo que la niña le rodeara la cintura con las manos. Melissa estaba tan envarada y distante como Gabriel, y Serpiente se preguntó si llevaba aún más tiempo que él sin que nadie la tocara con afecto.

—¿Qué pasó? —preguntó Melissa.

—Alguien intentó robarme.

—Señora, eso es horrible. En Montaña no hay ladrones.

—Alguien intentó robarme. Quiso llevarse el zurrón delas serpientes.

—Tiene que haber sido un loco —dijo Melissa.

Un escalofrío de reconocimiento recorrió la espina dorsal de Serpiente.

—Oh, dioses —dijo. Recordó la túnica del desierto que llevaba su atacante, un ropaje que rara vez se veía en Montaña—. Lo era.

—¿Qué?

—Un loco. No, un loco no. Un loco no me seguiría hasta tan lejos. Está buscando algo, ¿pero qué? No tengo nada que pueda interesar a nadie. Nadie más que un curador puede utilizar las serpientes.

—Tal vez quería a Veloz, señora. Es un buen caballo, y nunca he visto unos arreos tan bonitos.

—Saqueó mi campamento antes de que me dieran a Veloz.

—Entonces es un loco auténtico. Nadie querría robar a una curadora.

—Desearía que la gente no siguiera diciéndome eso. Si no quiere robarme, ¿qué es lo que quiere?

Melissa se apretó en torno a la cintura de Serpiente, y su brazo rozó el mango de su cuchillo.

—¿Por qué no le mataste? —preguntó—. Al menos podrías haberle dado una puñalada.

Serpiente palpó el suave mango de hueso.

—Ni siquiera se me ocurrió —dijo—. Nunca he usado el cuchillo contra nadie. —Se preguntó si, en realidad, podría hacerlo. Melissa no contestó.

Veloz siguió avanzando. Los guijarros salían despedidos debido al contacto de sus cascos y caían por el borde del acantilado.

—¿Se portó bien Ardilla? —preguntó por fin Serpiente.

—Sí, señora. Y ahora ya no está cojo.

—Qué bien.

—Es divertido montarlo. Nunca había visto un caballo a rayas como él.

—Tenía que hacer algo original antes de que me aceptaran como curadora, así que hice a Ardilla —dijo—. Nadie había aislado ese gen antes.

Se dio cuenta de que Melissa no entendería nada de lo que estaba diciendo; se preguntó si la pelea la había afectado más de lo que pensaba.

—¿Tú lo hiciste?

—Hice una medicina… que le hizo nacer con el color que tiene. Tenía que cambiar a una criatura viva sin dañarla para demostrar que era lo suficientemente buena para trabajar con las serpientes. Así podemos curar más enfermedades.

—Me gustaría poder hacer algo as!.

—Melissa, eres capaz de montar caballos a los que yo no podría ni siquiera acercarme.

Melissa no dijo nada.

—Iba a ser jockey.

Era una niña pequeña y delgada, y desde luego podría montar cualquier tipo de caballo.

—¿Entonces por qué…? —Serpiente se interrumpió, pues advirtió por qué Melissa no podía ser jockey en Montaña.

—El gobernador quiere que los jockeys sean tan hermosos como sus caballos —dijo la niña por fin.