Cuando Gabriel regresó al castillo y subió a la habitación de Serpiente, ya casi había oscurecido. Estaba preocupado, pero no había olvidado su promesa de reemplazar la camisa estropeada de Serpiente.
—Nada —dijo—. No hay nadie vestido con ropas del desierto. Nadie está actuando extrañamente.
Serpiente se probó la camisa, que le quedaba sorprendentemente bien. La que había comprado un par de días antes era marrón, de tela áspera. Ésta era de un tejido mucho más suave, de un sedoso material blanco y fuerte estampado con intrincados diseños azules. Serpiente se encogió de hombros, extendió los brazos y acarició el rico color con la punta de los dedos.
—El loco puede haber comprado ropas nuevas y convertirse en una persona diferente. Alquila una habitación en una posada y no le ve nadie. Probablemente no es distinto a ningún otro forastero que vaya de paso.
—La mayoría de los forasteros pasaron hace semanas —dijo Gabriel, luego suspiró—. Pero tienes razón. Ni siquiera ahora llamaría la atención.
Serpiente miró por la ventana. Pudo ver unas pocas luces, las de las granjas del valle, ampliamente esparcidas.
—¿Cómo va tu rodilla?
—Ahora está bien —la hinchazón había desaparecido y el dolor que le quedaba era similar al que sentía cuando cambiaba el tiempo. Una cosa que le gustaba del desierto negro, a pesar del calor, era la constancia de su clima. En él no se había despertado nunca por la mañana sintiéndose como un enfermo centenario.
—Qué bien —dijo Gabriel, con una nota esperanzada e interrogante en la voz.
—Los curadores sanamos rápido —dijo Serpiente—, cuando tenemos buenas razones para hacerlo.
Descartó sus preocupaciones, sonrió, y obtuvo como recompensa la radiante sonrisa de Gabriel.
Esta vez, el sonido de la puerta al abrirse no asustó a Serpiente. Se despertó tranquilamente y se apoyó sobre un codo.
—¿Melissa? —encendió la lámpara lo suficiente para que pudieran verse, pues no quería despertar a Gabriel.
—Recibí la cesta —dijo Melissa—. Las cosas estaban muy ricas. A Ardilla le gusta el queso, pero a Veloz no.
Serpiente se echó a reír.
—Me alegra que hayas venido. Quería hablar contigo.
—Sí —suspiró Melissa muy despacio—. ¿Adonde podría ir? Si pudiera…
—No sé si puedes creer esto, después de todo lo que ha dicho Ras. Podrías ser una jockey, si eso es lo que quieres, en cualquier parte menos en Montaña. Puede que tuvieras que trabajar un poco más duro al principio, pero la gente llegaría a valorarte por lo que eres y por lo que puedes hacer.
Las palabras parecían huecas incluso para la propia Serpiente: Idiota, pensó, le estás diciendo a una niña asustada que salga al mundo y triunfe sola. Pensó en algo mejor que decir.
Tendido junto a ella, con una mano sobre su cadera, Gabriel se dio la vuelta y murmuró. Serpiente le miró y le cogió la mano.
—No pasa nada, Gabriel —dijo—. Vuelve a dormirte. Gabriel suspiró y el instante de conciencia pasó. Serpiente volvió a mirar a Melissa. La niña la observó por un instante, fantasmalmente pálida a la tenue luz. De repente, se dio la vuelta y salió corriendo.
Serpiente saltó de la cama y la siguió. Sollozando, Melissa alcanzó la puerta y la abrió justo en el momento en que Serpiente la alcanzaba. La niña se internó en el pasillo, pero la mujer la agarró y la detuvo.
—Melissa, ¿qué pasa?
Melissa se revolvió, llorando incontroladamente. Serpiente se arrodilló y la abrazó, hizo que se girara muy despacio y le acarició el pelo.
—Tranquila, tranquila —murmuró Serpiente.
—No sabía, no comprendía… —Melissa se apartó de ella—. Pensaba que eras más fuerte. Pensaba que podías. hacer lo que quisieras, pero eres igual que yo.
Serpiente no quiso soltar la mano de la niña. La metió en una de las habitaciones de invitados y encendió la luz. Aquí no había calefacción en el suelo, y la piedra parecía absorber el calor de las plantas de los pies descalzos de Serpiente. Quitó la manta de una de las camas y se la echó por los hombros mientras acercaba a Melissa a la silla que había junto a la venta. Se sentaron. La niña lo hizo con desconfianza.
—Ahora dime, qué es lo que te pasa.
Con la cabeza gacha, Melissa se apretó las rodillas contra el pecho.
—También tú tienes que hacer lo que ellos quieren.
—No tengo que hacer lo que quiere nadie.
Melissa alzó la cabeza. Las lágrimas brotaban de su ojo derecho y corrían mejilla abajo. Los bordes de la cicatriz hacían que las lágrimas que salían del izquierdo lo hicieran hacia los lados. Volvió a agachar la cabeza. Serpiente se acercó más y le pasó un brazo por encima de los hombros.
—Tranquilízate. No hay prisa.
—Ellos… hacen cosas.
Serpiente frunció el ceño, totalmente confundida.
—¿Qué cosas? ¿Quiénes son «ellos»?
—El.
—¿Quién? ¡No será Gabriel!
Melissa asintió rápidamente sin mirarla a los ojos. Serpiente no podía imaginarse a Gabriel lastimando a nadie deliberadamente.
—¿Qué pasó? Si te hizo daño, estoy segura de que fue un accidente.
Melissa la miró.
—No me ha hecho nada a mí —su voz era desdeñosa.
—Melissa, querida, no entiendo una palabra de lo que estás diciendo. Si Gabriel no te ha hecho nada, ¿por qué te has trastornado tanto al verlo?
Pensó que tal vez Melissa se hubiera enterado de la historia de Leah y tenía miedo por Serpiente.
—Hace que te metas en su cama.
—Esa cama es mía.
—¡No importa de quién sea! Ras no puede encontrar dónde duermo, pero a veces…
—¿Ras?
—El y yo. Tú y el otro.
—Espera —dijo Serpiente—. ¿Ras te obliga a meterte en su cama? ¿Cuando tú no quieres? —Aquélla era una pregunta estúpida, pero no se le ocurría ninguna mejor.
—¿Querer? —dijo Melissa, con disgusto.
Con la calma de la incredulidad, Serpiente dijo cuidadosamente:
—¿Te hizo algo más?
—Dijo que dejaría de doler, pero eso no pasa nunca… —Escondió la cara contra sus rodillas.
El fragmentario mensaje de Melissa abrió los ojos de Serpiente en un arrebato de pena y disgusto. Abrazó a la niña, la consoló y le acarició el pelo hasta que gradualmente, como si tuviera miedo de que alguien lo advirtiera y la hiciera detenerse, Melissa rodeó a Serpiente con sus brazos y lloró contra su hombro.
— No tienes que contarme más —dijo Serpiente—. Al principio no comprendía, pero ahora sí. Oh, Melissa, se supone que no tiene que ser así. ¿No te lo ha dicho nunca nadie?
— Dijo que tenía suerte —susurró Melissa—. Dijo que tenía que sentirme agradecida de que me tocara. —Tembló violentamente.
Serpiente la meció entre sus brazos.
—El sí que ha tenido suerte —dijo—. Suerte de que nadie lo supiera.
La puerta se abrió y entró Gabriel.
—¿Serpiente…? Oh, estás aquí.
Se acercó a ella. La luz resplandecía sobre su cuerpo dorado. Alarmada, Melissa alzó la cara hacia él. Gabriel se detuvo, la sorpresa y el horror se dibujaron en su cara. Melissa volvió a bajar la cabeza y agarró a Serpiente con más fuerza, temblando por el esfuerzo que suponía controlar sus sollozos.
—¿Qué…?
—Vuelve a la cama —dijo Serpiente, con más brusquedad de lo que había pretendido, pero menos rudeza de la que sentía hacia él en este momento.
—¿Qué pasa? —preguntó él llanamente. Miró a Melissa con el ceño fruncido.
—¡Vete! Hablaré contigo mañana.
Gabriel empezó a protestar, pero vio que la expresión de Serpiente cambiaba; interrumpió sus palabras y salió de la habitación.