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—La razón de que te preguntara es porque la mayoría dela gente sabe que todos somos adoptados —dijo Triad—. No tenemos familia, exactamente. Todos formamos una.

—Sin embargo, dijiste que eras su hermano, como si no tuviera otro. —A excepción de sus ojos azules, que además tenían otra tonalidad diferente, Thad no se parecía en nada a Serpiente.

—Es así como pensamos el uno del otro. Cuando era niño me metía en muchos problemas, y ella siempre acudía al rescate.

—Ya veo —Arevin desmontó y ajustó la brida de su caballo, considerando lo que el muchacho acababa de decirle—. No tienes lazos de sangre con Serpiente, pero sientes una relación especial con ella. ¿Es correcto?

—Sí —La actitud tranquila de Thad había desaparecido.

—Si te dijera por qué he venido, ¿me aconsejarías pensando primero en Serpiente, aunque tuvieras que ir contra tus propias costumbres?

Arevin se alegró de ver que el joven dudaba, pues no había sido capaz de confiar en una respuesta impulsiva y emocional.

—Ha pasado algo verdaderamente malo, ¿verdad?

—Sí. Y ella se cree responsable.

—También sientes un algo especial hacia ella, ¿no?

—Sí.

—¿Y ella por ti?

—Eso creo.

—Estoy de su parte —dijo Thad—. Siempre.

Arevin desató la brida del caballo para que su montura pudiera pastar. Se sentó bajo el árbol frutal de Thad y el muchacho le acompañó.

—Vengo del otro lado del desierto occidental —dijo Arevin—. No tenemos buenas serpientes, sólo víboras de arena cuya mordedura produce la muerte.

Arevin contó su historia y esperó que Thad respondiera, pero el joven curador se quedó mirándose las manos cubiertas de cicatrices durante largo rato.

—Y dices que la serpiente del sueño murió —dijo finalmente.

La voz de Thad era tensa y desesperanzada; el tono provocó un escalofrío en el controlado y casi impasible Arevin.

—No fue culpa suya —repitió Arevin, aunque había insistido constantemente en ese tema. Thad conocía ahora el miedo de su clan hacia las serpientes e incluso la horrible muerte de su hermana. Pero Arevin no podía ver claramente en qué punto se perdía la comprensión de Thad.

El muchacho le miró.

—No sé qué decirte. Esto es horrible —hizo una pausa y miró alrededor y se pasó la mano por la frente—. Supongo que será mejor hablar con Sándalo. Fue una de las maestras de Serpiente y ahora es la decana.

Arevin dudó.

—¿Crees que es una buena idea? Perdóname, pero si tú, que eres amigo de Serpiente, no puedes comprender cómo sucedió todo esto, ¿podrá hacerlo cualquier otro curador?

—¡Comprendo lo que sucedió!

—Sabes lo que pasó —dijo Arevin—. Pero no lo comprendes. No quiero ofenderte, pero temes que lo que diga sea cierto.

—No importa —repuso Thad—. Aún sigo queriendo ayudarla. Sándalo pensará en algo.

El exquisito valle donde vivían los curadores combinaba zonas de total soledad con lugares de completa civilización. Lo que a Arevin le parecía un bosque virgen, antiguo e imperturbable, se extendía hasta donde alcanzaba su vista y empezaba en el borde norte del valle. Sin embargo, inmediatamente después de los enormes árboles oscuros, un conjunto de molinos de viento giraban alegremente. El bosque de árboles y el bosque de molinos armonizaban juntos.

La estación era un lugar sereno, una ciudad pequeña de casas de madera y piedra. La gente saludaba a Thad o le hacia señas, y asentía a Arevin. La brisa trajo los débiles gritos de unos niños jugando.

Thad dejó al caballo de Arevin en una zona de pastos y luego le condujo a un edificio poco más grande que los otros y algo apartado de los demás. Arevin se sorprendió al notar que en su interior las paredes no eran de madera, sino de losas de cerámica blancas. A pesar de que no había ventanas, la iluminación era brillante como el día, sin tener el extraño brillo azul de la bioluminiscencia ni la suave luz amarilla de las lámparas de gas. El lugar poseía una sensación de actividad completamente distinta de la plácida atmósfera de la ciudad en sí. A través de una puerta medio abierta, Arevin vio a varias personas jóvenes, algunas todavía más que Thad, inclinadas sobre complicados instrumentos, completamente absortas en su trabajo.

Thad señaló a los estudiantes.

—Estos son los laboratorios. Fabrican las lentes para los microscopios aquí mismo, en la estación. También hacemos todos nuestros objetos de cristal.

Casi todas las personas que veía allí (y, ahora que lo pensaba, la mayor parte de las que había en el poblado), eran muy jóvenes o muy mayores. Los jóvenes recibían su formación, pensó, y los viejos la impartían. Serpiente y los demás estaban fuera, practicando su profesión.

Thad subió un tramo de escaleras, recorrió un salón alfombrado y llamó suavemente a una puerta. Esperaron varios minutos, y al parecer el muchacho encontró esto bastante común, pues no se impacientó. Finalmente, una voz aguda anunció:

—Adelante.

La habitación no era tan rígida y severa como el laboratorio. Las paredes estaban recubiertas de paneles de madera, y una gran ventana daba a los molinos. Arevin había oído hablar de libros, pero nunca había visto uno. Aquí había dos paredes alineadas con estanterías llenas de ellos. La vieja curadora que se encontraba sentada en una hamaca tenía uno en el regazo.

—Thad —dijo, asintiendo, con tono de bienvenida aunque también de interrogación.

—Sándalo —el muchacho presentó a Arevin—. Éste es un amigo de Serpiente. Ha recorrido un largo camino para hablar con nosotros.

—Sentaos. —La voz y las manos de la mujer temblaban ligeramente. Era muy anciana, y tenía las articulaciones hinchadas y retorcidas. Su piel era suave y translúcida, profundamente arrugada en las mejillas y la frente. Tenía los ojos azules.

Siguiendo las instrucciones de Thad, Arevin se sentó en una silla. Se sintió incómodo: estaba acostumbrado a hacerlo en el suelo, con las piernas cruzadas.

—¿Qué tienes que decir?

—¿Eres amiga de Serpiente? —preguntó Arevin—. ¿O sólo su maestra?

Pensó que quizás iba a echarse a reír, pero en cambio lo miró sombríamente.

—Su amiga.

—Sándalo propuso su nombre —dijo Thad—. ¿Creías que iba a llevarte a hablar con cualquiera?

No obstante, Arevin se preguntó si debería contar su historia a esta amable anciana, pues recordaba demasiado claramente las palabras de Serpiente: «Mis maestros rara vez dan el nombre que llevo, y se sentirán decepcionados.» Tal vez la decepción de Sándalo sería suficientemente grande para exiliar a Serpiente de su pueblo.

—Dime qué sucede —dijo Sándalo—. Serpiente es mi amiga, y la quiero. No tienes que temerme.

Arevin contó su historia por segunda vez en el día, observando fijamente la cara de Sándalo. La expresión de la anciana no cambió. Seguramente, debido a mucha experiencia, podía comprender lo que había sucedido mucho mejor que el joven Thad.

—Ah —dijo—. Serpiente cruzó el desierto —sacudió la cabeza—. Mi niña valiente e impulsiva.

—Sándalo —preguntó Thad—, ¿qué podemos hacer?

—No lo sé, querido —suspiró—. Ojalá hubiera regresado a casa.

—Pero también las serpientes pequeñas mueren, ¿no? —dijo Arevin—. Seguro que otros curadores las habrán perdido en algún accidente. ¿Qué es lo que se hace en estos casos?

—Las serpientes del sueño viven mucho tiempo —contestó Thad—. A veces sobreviven a sus curadores. No se reproducen bien.

—Cada año formamos a menos gente porque nos faltan serpientes del sueño —dijo Sándalo con su voz leve.

—La habilidad de Serpiente debe titularla para que se le conceda otra —dijo Arevin.