—Encontré un sitio —era difícil entender las palabras: Melissa aún lloraba—. Esperaba que te dejaran entrar, pero como temía que no, fui a buscar uno.
Serpiente la siguió, casi cegada por la arena. Ardilla y Veloz las siguieron a regañadientes, con las cabezas bajas y las orejas aplastadas. Melissa las condujo a una fisura en el brusco acantilado del flanco de la montaña. El viento aumentaba por momentos, aullando y ululando, arrojándoles arena a la cara.
—Están asustados —gritó Melissa por encima del viento ensordecedor—. Hay que cegarlos… —se descubrió la cara, parpadeando con fuerza, y cubrió los ojos de Ardilla con su turbante. Serpiente hizo lo mismo con la yegua gris. El viento le impedía respirar. Con los ojos anegados en lágrimas y aguantando el aliento, condujo a Veloz al interior de la cueva, tras el pony.
El viento cesó bruscamente. Serpiente apenas podía abrir los ojos, y sentía como si la arena se le hubiera metido en los pulmones. Los caballos resoplaban mientras Serpiente y Melissa tosían y trataban de sacudirse la arena de encima, del pelo y la ropa, de los ojos, de la boca. Por fin, Serpiente consiguió desembarazarse de las partículas más molestas, y las lágrimas limpiaron sus ojos.
Melissa quitó su turbante de los ojos de Ardilla y luego, con un sollozo, se agarró al cuello del animal.
—Es culpa mía —dijo—. Me vio y te echó.
—La puerta estaba cerrada —repuso Serpiente—. No habría podido dejarnos entrar ni aunque hubiera querido. Sino fuera por ti, estaríamos ahí fuera, en la tormenta.
—Pero no quieren que regreses. Por mí.
—Melissa, ya había decidido no ayudarnos. Créeme. Se asustó de lo que le pedí. No nos comprenden.
—Pero le oí. Vi como me miraba. Le pediste ayuda para… para mí, y él te dijo que te marcharas.
Serpiente deseaba que Melissa no hubiera comprendido esa parte de la conversación, pues no quería que abrigara esperanzas sobre algo que tal vez no sucediera nunca.
—No sabía lo de tus quemaduras —dijo Serpiente—. Y no le importó nada. Estaba buscando excusas para deshacerse de mí.
Sin dejarse convencer, Melissa frotó ausente el cuello de Ardilla, le quitó la brida y la silla.
—Si alguien tiene la culpa, soy yo —dijo Serpiente—. Soy la que se ha empeñado en este viaje… —el impacto de su situación la golpeó tan violentamente como los vientos de la tormenta. El débil brillo de las luciérnagas apenas iluminaba la cueva en la que estaban atrapadas. La voz de Serpiente se llenó de miedo y frustración—. Yo soy la que nos trajo aquí, y ahora estamos atrapadas…
Melissa se apartó de Ardilla y cogió la mano de la curadora.
—Serpiente… Serpiente, sabía lo que podía pasar. No quisiste que te siguiera. Sabía lo rastreros y malvados que pueden ser los habitantes de este lugar. Todo el mundo que comercia con ellos lo dice. —Abrazó a la curadora y la consoló como ésta la había consolado sólo unos días antes.
De repente, se detuvo y los caballos relincharon. Serpiente oyó el furioso rugido de un gran felino. Veloz salió corriendo y la derribó. Mientras pugnaba por ponerse en pie para agarrar la brida, Serpiente vio a la pantera negra que agitaba la cola a la entrada de la cueva. Rugió de nuevo, Veloz retrocedió y la derribó de nuevo. Melissa intentó refrenar a Ardilla mientras los dos se acurrucaban en una esquina. La pantera saltó. Serpiente contuvo la respiración mientras la fiera pasaba a su lado como el viento, y la cola cimbreante le tocó la mano. La pantera dio un salto de cuatro metros y desapareció a través de una estrecha fisura en la pared negra.
Melissa se rió temblorosa, llena de alivio, liberando el terror. Veloz resopló, asustada.
—Santos dioses —dijo Serpiente.
—Oí… oí decir una vez que los animales salvajes están tan asustados de ti como tú de ellos —dijo Melissa—. Pero me parece que ya no lo creo.
Serpiente desató la linterna de la silla de Veloz y la sostuvo en alto, hacia la fisura, preguntándose si podrían seguir a la pantera. Montó en la nerviosa yegua y se puso de pie sobre la silla. Melissa cogió las riendas de Veloz y la calmó.
—¿Qué haces?
Serpiente se apoyó contra la pared de la cueva, estirándose para que la luz de la linterna pudiera iluminar el pasillo.
—No podemos quedarnos aquí —dijo—. Moriremos de sed o de hambre. Tal vez haya un camino que conduzca ala ciudad —no podía ver muy lejos a través de la abertura, estaba demasiado baja. Pero la pantera había desaparecido. Serpiente oyó el eco de su propia voz repitiéndose como si hubiera muchas cámaras más allá de la estrecha rendija—. O un camino a alguna parte —se volvió y se sentó en la silla, desmontó, y desensilló a la yegua gris.
—Serpiente —dijo Melissa en voz baja.
—¿Sí?
—Mira… cubre la linterna.
Melissa señaló la roca sobre la entrada de la cueva. Serpiente tapó la linterna y la forma luminosa se hizo más brillante y se agitó. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Alzó la linterna y se aproximó más a la forma.
—Es un dibujo —dijo. Había parecido que se movía, una forma arácnida reptando por la pared, pero era simplemente una pintura. Una inteligente ilusión óptica que ahora parecía reptar hacia ella.
—Me pregunto para qué sirve. —La voz de Melissa se convirtió también en un susurro.
—Tal vez para mantener a la gente alejada… puede que signifique que hay algo más allá.
—¿Pero qué hacemos con Veloz y Ardilla? No podemos dejarlos aquí.
—Si no encontramos comida para ellos, también morirán —dijo Serpiente amablemente.
Melissa alzó la cara hacia el saliente por donde había marchado la pantera. La luz del sol iluminaba espectralmente su cara marcada.
—Melissa —dijo Serpiente de repente—, ¿no oyes algo? Era un cambio, pero no podía decidir de qué se trataba.
¿La pantera negra que rugía en la distancia? ¿El que había pintado el símbolo arácnido en la pared de la cueva? Cerró los dedos en torno al cuchillo que llevaba en el cinturón.
—¡El viento ha parado! —dijo Melissa. Y corrió hacia la entrada de la cueva.
Serpiente la siguió de cerca, dispuesta a arrebatarla de la violencia de la tormenta. Pero su hija tenía razón: lo que había oído no era un sonido, sino el brusco fin de otro sonido al que se había acostumbrado.
No pasó nada. Fuera, el aire estaba absolutamente tranquilo. Las nubes de polvo habían cruzado el desierto y ahora habían desaparecido, sustituidas por los truenos que destellaban con un lujoso tono celeste. Serpiente salió a la extraña luz de la mañana, y la fría brisa agitó su túnica.
De repente, empezó a llover.
Serpiente corrió, alzando los brazos a las gotas como una niña. Ardilla trotó a su lado y rompió al galope. Veloz se le unió, y los dos corretearon como potrillos. Melissa permaneció quieta, mirando hacia arriba, dejando que la lluvia le lavara la cara.
Las nubes, un banco largo y amplio, surcaban lentamente el cielo, ora descargando lluvia, ora rompiendo por un instante la deslumbrante brillantez del sol. Serpiente y Melissa se retiraron finalmente al refugio de las rocas, empapadas, heladas y felices. Un triple arcoiris se dibujó en el cielo. Serpiente suspiró y se sentó sobre sus talones para contemplarlo. Estaba tan absorta observando cómo los colores recorrían todo el espectro, que no se dio cuenta exactamente de cuándo Melissa se sentó a su lado. Pasó un brazo por encima de los hombros de su hija. Esta vez Melissa se relajó contra ella, ya no estaba tan intranquila ni se apartaba de todo contacto humano.
Las nubes pasaron, el arcoiris se desvaneció, y Ardilla regresó trotando junto a Serpiente. Estaba tan mojado que la textura de sus rayas era visible, así como su color. Serpiente le rascó tras las orejas y bajo la mandíbula; entonces, por primera vez en media hora, miró el desierto.