—Levántate —dijo, con voz ronca. Miró a Melissa—. ¿Estás bien?
—Sí —contestó la niña—. Pero dejó escapar a la víbora. El loco continuó acurrucado en el suelo, llorando en voz baja.
—¿Qué le pasa? —preguntó Melissa, junto a Serpiente, mirando al hombre.
—No lo sé —Serpiente lo tocó con la punta del pie—. Tú. Basta. Levántate.
El hombre se movió débilmente a sus pies. Las muñecas le sobresalían de las mangas hechas harapos; sus manos y brazos eran como ramas peladas.
—Debí haber sido capaz de librarme de él —dijo Melissa, disgustada.
—Es más fuerte de lo que parece —contestó Serpiente—. Por el amor de los dioses, hombre, deja de aullar de esa manera. No vamos a hacerte nada.
—Ya estoy muerto —susurró—. Eras mi última oportunidad, ahora es como si ya estuviera muerto.
—¿Tu última oportunidad para qué?
—Para ser feliz.
—Vaya una porquería de felicidad si te induce a romperlas cosas y asaltar a la gente — dijo Melissa.
El loco las miró, con la esquelética cara surcada de lágrimas. Su piel mostraba profundas arrugas.
—¿Por qué regresaste? Ya no podía seguirte. Quería volver a casa para morir, si me dejaban. Pero regresaste. Derechita a mí —enterró la cara en las mangas rasgadas de su túnica. Había perdido su turbante. Tenía el pelo oscuro y reseco. Ya no sollozaba, pero sus hombros temblaban.
Serpiente se arrodilló y le ayudó a ponerse en pie. Tuvo que soportar la mayor parte de su peso. Melissa se quedó al margen por un instante, luego se encogió de hombros y se acercó a ayudar. Mientras empezaban a caminar, Serpiente sintió una forma cuadrada, afilada y dura bajo las ropas del loco. Le dio la vuelta, y le abrió la túnica, desprendiendo al mismo tiempo capas de polvo y suciedad.
—¿Qué estas haciendo? ¡Detente! —se revolvió contra ella, y alzó sus huesudos brazos en un intento de volver a cubrirse el cuerpo esquelético con sus ropas.
Serpiente encontró el bolsillo interior. En cuanto palpó la forma oculta, supo que era su diario. Lo agarró y soltó al loco. El hombre retrocedió uno o dos pasos y se quedó temblando, reordenando frenéticamente los pliegues de su ropa. Serpiente le ignoró, y asió el libro con fuerza.
—¿Qué es eso? —preguntó Melissa.
—El diario de mi año de prueba. Lo robó de mi campamento.
—Mi intención era tirarlo —dijo el loco—. Olvidé que lo tenía.
Serpiente lo miró.
—Pensaba que me serviría de algo, pero me equivoqué. No servía para nada.
Serpiente suspiró.
De vuelta al campamento, Serpiente y Melissa depositaron al loco en el suelo y le hicieron recostar la cabeza contra una silla de montar, donde se quedó mirando ausente el cielo. Cada vez que parpadeaba, una nueva lágrima le corría por la cara y lavaba el polvo y la suciedad. Serpiente le dio un poco de agua y se sentó sobre los talones a observarle, mientras se preguntaba qué significaba aquella última observación. Era un loco, después de todo, pero tenía una misión. Estaba impulsado por la desesperación.
—No va a hacer nada, ¿verdad? —preguntó Melissa.
—No creo.
—Me hizo soltar la madera —dijo la niña. Claramente disgustada, se internó entre las rocas.
—Melissa…
La niña volvió la cabeza.
—Espero que la víbora se haya marchado, pero puede que esté aún por aquí cerca. Será mejor que nos pasemos la noche sin encender una hoguera.
Melissa dudó tanto que Serpiente se preguntó si iba a decir que prefería la compañía de la víbora que la del loco, pero al final se encogió de hombros y se acercó a los caballos.
Serpiente volvió a acercar el recipiente del agua a los labios del loco. Éste tragó una vez, y luego dejó que el agua le cayera por las comisuras de la boca a través de la barba de varios días. El agua cayó al suelo bajo él y se perdió formando pequeños arroyos.
—¿Cómo te llamas?
Serpiente esperó, pero el hombre no respondió. Empezaba a preguntarse si no habría entrado en estado catatónico cuando el loco se encogió de hombros, profundamente.
—Debes tener un nombre.
—Supongo —dijo; se pasó la lengua por los labios, retorció las manos, parpadeó y otras dos lágrimas surcaron la suciedad de su cara—. Supongo que alguna vez tuve uno.
—¿Qué querías decir con eso de ser feliz? ¿Por qué querías mi serpiente del sueño? ¿Te estás muriendo?
—Ya te he dicho que sí.
—¿De qué?
—De necesidad. Serpiente frunció el ceño.
—¿Necesidad de qué?
—De una serpiente del sueño.
Serpiente suspiró. Le dolían las rodillas. Se cambió de postura y se sentó con las piernas cruzadas cerca del hombro del loco.
—No puedo ayudarte si no me ayudas a saber qué sucede.
El hombre se enderezó, hurgó entre las ropas que había alisado con tanto cuidado y tiró del material gastado hasta que se rasgó. Lo abrió y desnudó su garganta al mismo tiempo que alzaba la barbilla.
—¡Esto es todo lo que necesitas saber!
Serpiente miró más cerca. Entre el áspero vello negro de la barba del loco pudo ver numerosas cicatrices diminutas, todas en parejas, agrupadas en torno a la arteria carótida. Se echó hacia atrás, sorprendida. No tenía ninguna duda de que aquellas marcas habían sido causadas por los colmillos de una serpiente del sueño, pero no podía imaginar, ni mucho menos recordar, una enfermedad tan severa y agónica que requiriera tanto veneno para suavizar el dolor, y que al mismo tiempo dejara a su víctima con vida. Aquellas cicatrices tenían que haber sido hechas a través de un considerable espacio de tiempo, pues algunas eran viejas y blancas mientras que otras se veían tan frescas, sonrosadas y brillantes que aún tenían que haber sido simples postillas cuando saqueó su primer campamento.
—¿Comprendes ahora?
—No —dijo Serpiente—. No sé. ¿Qué pasa…? —Se detuvo, frunciendo el ceño—. ¿Fuiste curador?
Pero aquello era imposible. Le habría reconocido, o al menos habría oído hablar de él. Además, el veneno de una serpiente del sueño no tendría más efecto en un curador que el de cualquier otra serpiente.
No se le ocurrió ninguna razón para usar tanto veneno de serpiente del sueño durante mucho tiempo. Mucha gente había muerto dolorosamente a causa de este hombre, fuera lo que fuese.
Sacudiendo la cabeza, el loco se hundió de nuevo en el suelo.
—No, curador nunca… yo no. No necesitamos curadores en la cúpula rota.
Serpiente esperó, impaciente pero sin querer correr el riesgo de sonsacarle. El loco se lamió los labios y volvió a hablar.
—Agua… por favor.
Serpiente le llevó el recipiente a los labios y el hombre bebió ansiosamente, sin derramar ni sorber como antes. Intentó volver a sentarse, pero su codo resbaló bajo su peso y se quedó tendido, sin intentar hablar siquiera.
—¿Por qué tienes tantas mordeduras de serpientes del sueño?
El loco la miró. Sus ojos pálidos e inyectados en sangre eran ahora bastante firmes.
—Porque fui un suplicante bueno y útil, y llevé muchos tesoros a la cúpula rota. Me recompensaban a menudo.
—¿Te recompensaban? Su expresión se suavizó.
—Oh, sí —sus ojos se nublaron; parecía mirar más allá de Serpiente—. Con felicidad y olvido y la realidad de los sueños.
Cerró los ojos y no volvería a hablar, ni siquiera aunque Serpiente le interrogara con fuerza.
Serpiente regresó con Melissa, que había encontrado ramas resecas al otro lado del campamento y estaba sentada junto a una pequeña hoguera, esperando descubrir qué sucedía.
—Alguien tiene una serpiente del sueño —dijo la curadora—. Están utilizando el veneno como droga de placer.