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—¿Si tuvieras las tuyas?

El loco extendió las manos y las alzó para dejar al descubierto las mangas. También sus brazos en el interior del codo, en las muñecas, en todas partes donde las venas eran prominentes, mostraban las cicatrices de las mordeduras.

—Es mejor si te muerden por todas partes a la vez —dijo soñadoramente—. En la garganta, que es rápido y seguro, es mejor para emergencias, para salir del paso. Eso es lo que Norte suele dar. Pero por todas partes es lo que te da si haces algo especial para él.

El loco se abrazó y se frotó los brazos como si tuviera frío. Se sonrojó lleno de excitación, frotándose con más fuerza, más rápido.

—Entonces sientes, sientes… todo se ilumina, eres de fuego, todo… sigue y sigue.

—¡Basta!

El loco dejó caer las manos y la miró, otra vez ausente.

—¿Qué?

—Ese Norte… tiene serpientes del sueño.

El loco asintió ansiosamente, dejando que la memoria lo excitara de nuevo.

—¿Muchas?

—Un pozo lleno. A veces deja que alguien baje al pozo, como recompensa… pero nunca a mí. No desde la primera vez.

Serpiente se sentó, miró al loco sin verlo e imaginó a las criaturas atrapadas en un pozo, expuestas a los elementos…

—¿Dónde las consigue? ¿Comercia con él la gente de la ciudad? ¿Trata con los extraños?

—¿Que dónde las consigue? Están allí. Norte las tiene. Serpiente temblaba con la misma intensidad que el loco.

Se apretó las rodillas con las manos, fuerte, tensando todos sus músculos, y luego lentamente se relajó. Sus manos se volvieron más firmes.

—Se enfadó conmigo y me echó —dijo el loco—. Estaba tan enfermo… y entonces oí hablar de una curadora y fui a buscarte, pero no estabas allí y te habías llevado la serpiente del sueño contigo… —su voz se elevaba a medida que sus palabras se hacían más y más rápidas—. Y la gente me dio caza, pero te seguí, y te seguí y te seguí hasta que volviste a meterte en el desierto, y entonces ya no pude seguirte, no pude, intenté volver a casa pero no pude, así que me tumbé para morir pero tampoco pude hacerlo. ¿Por qué viniste directamente a mí si no tienes la serpiente del sueño? ¿Por qué no me dejas morir?

—No vas a morir. Vas a vivir hasta que me lleves con Norte y las serpientes del sueño. Después de eso, el que vivas o mueras será asunto tuyo.

El loco la miró.

—Pero Norte me expulsó.

—Ya no tienes que seguir obedeciéndole. Si no quiere darte lo que quieres, ya no tiene ningún poder sobre ti. Tu única posibilidad es ayudarme a conseguir algunas serpientes del sueño.

El loco la miró durante rato, parpadeando, con el ceño fruncido, pensativo. De repente, su expresión se aclaró. Su cara se tornó serena y alegre. Se acercó a ella, tropezó y se arrastró. De rodillas a su lado, le cogió las manos. Las suyas estaban sucias y cubiertas de callos. El anillo que cortó la Serpiente en la frente no era más que un engarce que había perdido su piedra.

—¿Quieres decir que me ayudarás a conseguir una serpiente del sueño para mí? — sonrió— ¿Para usarla cuando quiera?

—Sí —respondió Serpiente con los dientes apretados. Apartó las manos cuando el loco se dispuso a besarlas. Aunque sabía que aquella promesa era el único medio de conseguir su cooperación, se sentía como si hubiera cometido un pecado terrible.

11

La luz de la luna iluminaba tenuemente la excelente carretera que conducía a Montaña. Arevín cabalgaba tan inmerso en sus pensamientos que no advirtió que la noche había dado paso a los rayos del sol. Aunque hacía días que había dejado atrás la estación de los curadores, al norte, seguía sin encontrar a nadie que tuviera noticia de Serpiente. Montaña era el último lugar donde podía estar, pues no había nada más al sur. Los mapas que Arevin tenía sobre las montañas centrales mostraban un sendero de pastores, un viejo paso sin usar que cortaba sólo la cordillera oriental, y terminaba. Los viajeros de las montañas, al igual que los del país de Arevin, no se aventuraban en las lejanas regiones septentrionales de su mundo.

Arevín intentaba no preguntarse qué haría si no encontraba aquí a Serpiente. No se encontraba tan cerca de las cimas de las montañas para ver el desierto oriental, y se alegraba de ello. Si no veía empezar las tormentas, podía imaginar que el clima tranquilo duraba más que de ordinario.

Rodeó una amplia curva, miró al cielo, y escudó su linterna, parpadeando. Había luces delante: suaves luces de gas amarillas. La ciudad parecía una cesta de chispas esparcidas por la pendiente, todas descansando juntas excepto unas cuantas separadas en el valle.

Aunque conocía varias ciudades, aún le parecía sorprendente lo mucho que trabajaban sus habitantes después de la oscuridad. Decidió continuar hacia Montaña esta misma noche: tal vez podría tener noticias de Serpiente antes de la mañana. Se arrebujó en su túnica para protegerse del frío nocturno.

A pesar suyo, Arevin se quedó adormilado, y no se despertó hasta que los cascos de su caballo golpearon el empedrado. No había actividad aquí, así que continuó cabalgando hasta que alcanzó el centro de la ciudad con sus tabernas y otros lugares de entretenimiento. Esta zona era casi tan brillante como el día, y la gente actuaba como si nunca fuera a llegar la noche. A través de la puerta de una taberna vio a un grupo de trabajadores que cantaban con los brazos sobre los hombros, la contralto desafinando ligeramente. La taberna estaba adosada a una posada, así que detuvo su caballo y desmontó. El consejo de Thad de que pidiera información en las posadas parecía bueno, aunque hasta el momento ninguno de los propietarios con los que había hablado poseía información que darle.

Entró en la taberna. Los trabajadores seguían cantando, perdiendo el compás, o lo que quiera que la flautista del rincón estuviera intentando construir. La mujer depositó el instrumento sobre su rodilla, alzó una jarra de licor y bebió. Cerveza, pensó Arevin. El agradable olor de la levadura inundaba la taberna.

Los trabajadores entonaron otra canción, pero la contralto cerró la boca de repente y miró a Arevin. Uno de los hombres la imitó. La canción murió poco a poco a medida que los demás seguían su mirada. La melodía de la flauta se extinguió. La atención de todos los presentes en la habitación quedó centrada en Arevin.

—Os saludo —dijo el muchacho formalmente—. Me gustaría hablar con el propietario, si es posible.

Ninguno se movió. Entonces la contralto se puso bruscamente en pie y derribó su taburete.

—Veré… veré si puedo encontrarla. —Y desapareció tras una cortina.

Nadie habló, ni siquiera el encargado de la barra. Arevin no supo qué decir. No creía que estuviera tan sucio y polvoriento como para provocar tanta sorpresa y, desde luego, en una ciudad de comerciantes como ésta la gente debería estar acostumbrada a su forma de vestir. Todo lo que pudo hacer fue devolverles la mirada y esperar. Tal vez reemprenderían sus cánticos, o beberían sus cervezas, o le preguntarían si tenía sed.

Pero no hicieron nada. Arevin esperó.

Se sentía un poco ridículo. Dio un paso hacia adelante en un intento de romper la tensión actuando como si todo fuera normal. Pero en cuanto se movió, todos los presentes parecieron contener la respiración y apartarse de él. La tensión de la sala no era la típica de la gente que inspecciona a un extraño, sino la de los antagonistas que esperan a un enemigo. Alguien le susurró algo a otra persona que tenía al lado; las palabras eran inaudibles, pero el tono parecía insultante.