Las cortinas se apartaron y una alta figura se detuvo en las sombras. La propietaria avanzó hacia la luz y miró fijamente a Arevin, sin miedo.
—¿Quería hablar conmigo?
Era tan alta como Arevin, elegante y robusta. No sonreía. Los habitantes de las montañas expresaban rápidamente sus sentimientos, así que Arevin se preguntó si no habría irrumpido en una casa privada, o transgredido una costumbre que no conocía.
—Sí —respondió—. Estoy buscando a Serpiente, la curadora. Esperaba poder encontrarla en vuestra ciudad.
—¿Por qué creía que iba a encontrarla aquí?
Arevin se preguntó cómo los habitantes de Montaña podían ser tan prósperos si hablaban tan rudamente a todos los viajeros que llegaban.
—Si no está aquí, entonces no ha alcanzado las montañas… debe encontrarse aún en el desierto occidental. Las tormentas se acercan.
—¿Por qué la está buscando?
Arevin se permitió hacer una leve mueca, pues la pregunta había pasado los límites de la simple brusquedad.
—No creo que eso sea asunto suyo —dijo—. Si en su casa no es costumbre cumplir el trato civilizado, preguntaré en otra parte.
Se dio la vuelta y casi tropezó con un hombre y una mujer que tenían insignias en el cuello de sus uniformes y cadenas en las manos.
—Venga con nosotros, por favor —dijo la mujer.
—¿Por qué razón?
—Sospecha de asalto —anunció el hombre. Arevin le miró completamente sorprendido.
—¿Asalto? No llevo aquí más que unos minutos.
—Eso ya se determinará —repuso la mujer. Le cogió las muñecas para colocarle los grilletes. Arevin se echó hacia atrás, con revulsión, pero la mujer mantuvo su presa. El muchacho se debatió y los dos le cercaron. Un momento después, todos estaban forcejeando, mientras los clientes del bar daban voces de ánimo. Arevin se desembarazó de sus dos asaltantes y se tambaleó. Algo le golpeó la cabeza. Sintió que las rodillas se le debilitaban y perdió el conocimiento.
Arevín se despertó en una habitacioncita de piedra que tenía una sola ventana muy elevada. Le dolía enormemente la cabeza. No comprendía lo sucedido, pues los comerciantes a quienes su clan vendía lana hablaban de Montaña como un lugar de buena gente. Tal vez estos bandidos de ciudad sólo atacaban a los viajeros solitarios y no se metían con las caravanas bien protegidas. Su cinturón, donde guardaba todo su dinero y su cuchillo, había desaparecido. No sabía por qué no estaba muerto en un callejón. Al menos, ya no se encontraba encadenado.
Se sentó muy despacio, deteniéndose cada vez que el dolor lo mareaba, y miró a su alrededor. Oyó pasos en el corredor, se puso en pie, tropezó y volvió a incorporarse para mirar a través de los barrotes de la pequeña abertura de la puerta.
Los pasos se perdieron en la distancia.
—¿Es así como tratáis a los visitantes en vuestra ciudad? —gritó. Era muy difícil perturbar su tranquilo temperamento, pero ahora estaba furioso.
Nadie contestó. Soltó los barrotes y se apartó de la puerta. Fuera de su prisión no podía ver más que otro muro de piedra. La ventana estaba demasiado alta para poder asomarse, incluso si acercaba a ella el camastro y se subía encima. Toda la luz de la habitación llegaba a través de un pequeño orificio en la pared. Alguien le había quitado la túnica y las botas, y ahora no tenía más que sus pantalones de montar.
Calmándose lentamente, se dispuso a esperar.
Pisadas entrecortadas (una persona coja, un bastón) recorrieron el corredor de piedra hacia su celda. Esta vez, Arevin simplemente esperó.
La llave chasqueó y la puerta se abrió de par en par. Primero entraron los guardias, con cautela. Vestían las mismas insignias que sus asaltantes de la noche anterior. Eran tres, lo que extrañó a Arevin, pues no había sido capaz de vencer a los otros dos anoche. No tenía mucha experiencia peleando. En su clan, los adultos generalmente separaban a los niños que se enzarzaban en riñas y trataban de ayudarles a solventar sus diferencias con palabras.
Ayudado por un criado y por un bastón, un hombre grande de pelo oscuro entró en la celda. Arevin no le saludó ni se levantó. Se miraron el uno al otro durante un momento.
—Al menos, la curadora está a salvo de ti —dijo el hombretón. Su criado le soltó un instante para acercar una silla de la pared. Cuando el hombre se sentó, Arevin vio que no era cojo de nacimiento, sino que estaba herido: su pierna derecha permanecía vendada.
—También os ha ayudado a vosotros —dijo Arevin—. ¿Por qué os oponéis a aquellos que quieren encontrarla?
—Finges bien la cordura. Pero supongo que después de que te vigilemos unos cuantos días podrás volver a dar gritos.
—No dudo de que empezaré a hacerlo si me dejáis aquí mucho tiempo.
—¿Crees que te soltaremos para que sigas persiguiendo ala curadora?
—¿Está aquí? —preguntó Arevin ansiosamente, abandonando su reserva—. Debe haber atravesado el desierto a salvo si la habéis visto.
El hombre se le quedó mirando durante unos segundos.
—Me sorprende oírte hablar de su seguridad —dijo—. Perola inconsistencia es lo que puede esperarse de un loco.
—¿Un loco?
—Cálmate. Estamos enterados de tu ataque.
—¿Ataque…? ¿La han atacado? ¿Se encuentra bien? ¿Dónde está?
—Creo que será más seguro para la curadora que no te diga nada.
Arevin apartó la mirada y buscó algún medio de concentrar sus pensamientos. Una peculiar mezcla de confusión y alivio le inundó. Al menos Serpiente había salido del desierto. Estaba a salvo.
Una abertura en un bloque de piedra reflejaba la luz. Arevin miró el punto chispeante y se calmó.
Alzó la cabeza, casi sonriendo.
—Esta discusión es una locura. Pídele que venga a verme. Te dirá que somos amigos.
—¿De verdad? ¿Y quién le decimos que quiere verla?
—Decidle… que es aquél cuyo nombre conoce. El hombretón frunció el ceño.
—¡Vosotros los bárbaros y vuestras supersticiones…!
—Ella sabe quién soy —dijo Arevin, rehusando entregarse a la furia.
—¿Te has enfrentado a la curadora?
—¿Enfrentarme a ella?
El hombretón se arrellanó en la silla y miró a su ayudante.
—Bueno, Brian, desde luego no habla como un loco.
—No, señor —dijo el anciano.
El hombretón miró a Arevin, pero sus ojos en realidad se centraban en la pared de la celda tras él.
—Me pregunto qué pensaría Gabriel… —se interrumpió, y luego miró a su ayudante—. A veces tenía buenas ideas para situaciones como ésta. —Parecía levemente turbado.
—Sí, gobernador.
Hubo un momento de silencio más largo y más intenso. Arevin sabía que dentro de unos instantes el gobernador, el anciano y los guardias se levantarían y le dejarían solo en la celda. Notó que una gota de sudor le corría por el costado.
—Bien… —dijo el gobernador.
—¿Señor…? —preguntó una de los guardias con voz cargada de duda.
El gobernador se volvió hacia ella.
—Bien, habla. No tengo estómago para encarcelar a inocentes, pero ya hemos tenido demasiados locos sueltos últimamente.
—Se sorprendió anoche cuando le arrestamos. Ahora creo que su sorpresa era genuina. La señora Serpiente peleó con el loco, gobernador. La vi cuando regresó. Ganó la pelea, y tenía serias magulladuras. Sin embargo, este hombre no tiene ni un solo arañazo.
Al oír que Serpiente estaba herida, Arevin tuvo que contenerse y no preguntar de nuevo cómo se encontraba. Pero no estaba dispuesto a suplicar nada a esta gente.
—Eso parece cierto. Eres muy observadora —le dijo el gobernador a la guardia—. ¿Tienes algún hematoma? —le preguntó a Arevin.