—¿Por ahí, no? —susurró.
Acurrucado tras ella, el loco murmuró algo que parecía una respuesta afirmativa. Serpiente emprendió el camino por debajo de las sombras de los árboles-maraña y a través de zonas ocasionales de luz coloreadas, donde las heridas de la cúpula dejaban pasar el sol. Mientras caminaba escuchaba atentamente, esperando oír el sonido de otra voz humana, el leve siseo de las serpientes en sus nidos, cualquier cosa. Pero incluso el aire estaba inmóvil.
El terreno empezó a elevarse: llegaban al pie de la colina. Aquí y allá la negra roca volcánica salpicaba el suelo: era, por lo que sabía Serpiente tierra alienígena. Parecía bastante común, pero las plantas que crecían en ella no. Aquí, el terreno parecía cubierto de fino pelo marrón y tenía la misma textura viscosa. El loco abrió la marcha, y siguió un sendero que no existía. Serpiente fue tras él. La pendiente se hacía empinada y el sudor le chorreaba por la frente. Empezaba a dolerle la rodilla otra vez. Maldijo entre dientes. Un guijarro rodó bajo las plantas-pelo y Serpiente perdió pie. Se agarró a la hierba para impedir la caída. Lo consiguió, pero cuando se levantó, tenía en la mano un puñado de finos tallos. Cada pieza tenía su propia raíz, como si en efecto fueran cabellos.
Siguieron subiendo, y seguían sin ver a nadie. El sudor de Serpiente se le secó en la frente: el aire empezaba a hacerse más frío. El loco, sonriendo y murmurando para sí, escalaba con más ansia. La frialdad se convirtió en un susurro de aire que corría colina abajo como si fuera agua. Serpiente había supuesto que la cima de la colma, justo bajo la corona de la cúpula, estaría cálida por acción del calor atrapado. Pero cuanto más alto subían, más fuerte y fría se iba haciendo la brisa.
Dejaron atrás la zona de plantas-pelo y entraron en otra de árboles. Estos eran similares a los de abajo, formados por marañas de ramas y raíces retorcidas y compactas, con pequeñas hojas que oscilaban. Aquí, sin embargo, sólo tenían unos pocos metros de altura, y se arracimaban en grupitos de tres o más, deformándose la simetría unos a otros. El bosque se hizo más denso. Finalmente, serpenteante entre los troncos retorcidos, apareció un sendero. Cuando el bosque se cerró tras ella, la curadora alcanzó al loco y lo detuvo.
—De ahora en adelante, quédate detrás de mí, ¿entendido?
El loco asintió sin mirarla.
La cúpula difuminaba la luz de forma que no había sombras, y la luz apenas era suficientemente brillante para penetrar las retorcidas ramas. Hojas diminutas temblaban bajo la fría brisa que soplaba a través del bosque. Serpiente avanzó. Las rocas bajo sus pies dieron paso a un suave sendero de hongos y hojas cálidas.
A la derecha, un enorme macizo de roca se alzaba en una pendiente, formando un recodo que dominaba la parte más grande de la cúpula. Serpiente pensó en escalarlo, pero aquello la dejaría completamente al descubierto. No quería que Norte y su gente pudieran acusarla de espía, ni quería que supieran de su presencia hasta que llegara a su campamento. Tiritó, pues la brisa se había convertido en un frío viento.
Miró a su alrededor para asegurarse de que el loco la seguía. Al hacerlo, el hombre corrió hacia el recodo, agitando los brazos. Serpiente dudó, sorprendida. Su primer pensamiento fue que había decidido morir de nuevo. En ese instante, Melissa se lanzó tras él.
—¡Norte! —chilló el hombre, y Melissa cayó sobre sus rodillas, de forma que le golpeó con el hombro y le derribó al suelo. Serpiente corrió hacia ellos mientras la niña luchaba por impedir que el loco se incorporase y éste pugnaba por liberarse. El grito del hombre se repitió una y otra vez, capturado por el eco, rebotando en las paredes y las ondulaciones de la cúpula. Melissa se debatió, medio sofocada por sus brazos demacrados y sus voluminosas ropas del desierto, mientras buscaba su cuchillo y le agarraba por las piernas. Serpiente le quitó a Melissa de encima con todo el cuidado posible. El loco se revolvió, dispuesto a gritar de nuevo, pero Serpiente sacó su propio cuchillo y se lo colocó en la garganta. Tenía la otra mano crispada en un puño. Lo abrió lentamente y realizó un esfuerzo por calmarse.
—¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué? Teníamos un trato.
—Norte… —susurró—. Norte se enfadará conmigo. Pero si le traigo gente nueva… — Su voz se perdió.
Serpiente miró a Melissa, y la niña clavó los ojos en el suelo.
—No te prometí no seguirte —dijo—. Me aseguré de eso. Sé que es hacer trampas, pero… —alzó la cabeza y aguantó la mirada de Serpiente—. Hay cosas que no sabes de la gente. Confías demasiado en todo el mundo. Hay cosas que yo tampoco sé, pero son diferentes.
—Está bien —respondió Serpiente—. Tienes razón, he confiado demasiado en él. Gracias por detenerle.
Melissa se encogió de hombros.
—Para lo que ha servido… Ahora saben que estamos aquí, estén donde estén.
El loco empezó a reírse, meciéndose adelante y atrás con los brazos cruzados.
—Norte volverá a apreciarme —dijo.
—Oh, cierra la boca —ordenó Serpiente. Volvió a guardar el cuchillo en su funda—. Melissa, tienes que salir de la cúpula antes de que venga nadie.
—Por favor, ven conmigo —dijo la niña—. Aquí no hay nada que tenga sentido.
—Alguien tiene que informar a mi pueblo de la existencia de este lugar.
—¡No me importa tu pueblo! ¡Me importas tú! ¿Cómo puedo ir y decirles que dejé que un loco te matara?
—Melissa, por favor, no hay tiempo para discutir. Melissa dobló el extremo de su turbante, de modo que el material cubrió la cicatriz de su cara. Aunque Serpiente se había vuelto a poner sus ropas normales cuando salieron del desierto, la niña había conservado su túnica.
—Deberías dejar que me quedara contigo —dijo. Se giró con los hombros rígidos, y empezó a recorrer el camino devuelta.
—Tu deseo se cumplirá, pequeña —dijo una voz profunda y cortés.
Por un instante, Serpiente pensó que el loco había hablado con tono normal, pero éste se hallaba acurrucado en la roca junto a ella, y ahora había una cuarta persona en el sendero.
Melissa se detuvo en seco, le miró y luego retrocedió.
—¡Norte! —exclamó el loco—. Norte, te he traído gente nueva. Y te avisé, no dejé que te sorprendiera. ¿Me has oído?
—Te oí —dijo Norte—. Me pregunto por qué me has desobedecido volviendo.
—Pensé que te gustaría esta gente.
—¿Y eso es todo?
—¡Sí!
—¿Estás seguro? —el tono cortés continuaba, pero en su soniquete había un gran placer, y la sonrisa del hombre era más cruel que amable. Su forma, con la escasa luz, parecía extraña, pues era muy alto, tan alto que tenía que encorvarse en el túnel de hojas, patológicamente alto: gigantismo pituitario, pensó Serpiente. Su delgadez acentuaba cada asimetría de su cuerpo. Estaba todo vestido de blanco, y además era albino, con el pelo, las cejas y las pestañas blancas como la tiza y ojos azules muy claros.
—Sí, Norte —dijo el loco—. Eso es todo.
Abrumado por la presencia de Norte, el silencio se extendió por el bosque. Serpiente pensó que podía distinguir a otras personas moviéndose entre los árboles, pero no estaba segura, y la maleza parecía demasiado densa para que pudiera ocultarse nadie. Tal vez en este oscuro bosque alienígena los árboles mezclaban y entrelazaban sus ramas tan fácilmente como lo harían dos amantes con sus manos. Serpiente tiritó.
—Por favor, Norte… déjame volver. Te he traído dos seguidoras…
Serpiente tocó al loco en el hombro. El hombre guardó silencio.
—¿Por qué estás aquí?
En las últimas semanas, Serpiente había aprendido que no tenía que decirle a Norte inmediatamente que era una curadora.