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—Por la misma razón que los demás —dijo—. Por las serpientes del sueño.

—No pareces el tipo de persona que viene a buscarlas. —Norte se adelantó y se irguió por encima de Serpiente en la penumbra. Paseó la mirada entre el loco y ella, y entonces reparó en Melissa. Su dura mirada se suavizó—. Ah, ya veo. Has venido por ella.

Melissa estuvo a punto de replicar: Serpiente la vio dar un respingo de furia, y luego obligarse a guardar la calma.

—Venimos los tres juntos —dijo Serpiente—. Todos por la misma razón.

Sintió que el loco se movía, como si fuera a apresurarse hacia Norte y arrojarse a sus pies. Le apretó con fuerza el hombro y volvió a sumirse en su letargo.

—¿Y qué me habéis traído para iniciaros?

—No comprendo —respondió Serpiente.

El ceño fruncido de Norte se disolvió en una carcajada.

—Eso es lo que esperaba de este pobre loco. Os ha traído aquí sin explicaros nuestras costumbres.

—Pero las he traído, Norte. Las he traído para ti.

—¿Y ellas te han traído para mí? Esa no es paga suficiente.

—Podemos llegar a un acuerdo sobre la paga —dijo Serpiente. El hecho de que Norte se hubiera erigido en un dios menor, requiriendo tributo, usando el poder de las serpientes del sueño para reforzar su autoridad, la llenaba de furia. La ofendía. Le habían enseñado, y lo creía fervientemente, que usar las serpientes de los curadores en provecho propio era inmoral e imperdonable. Mientras visitaba otras gentes había oído historias infantiles en las cuales los villanos o los héroes trágicos usaban habilidades mágicas para convertirse en tiranos; siempre terminaban mal. Pero los curadores no tenían historias similares. No era el miedo lo que impedía que emplearan mal lo que tenían. Era el respeto propio.

Norte se acercó unos pasos.

—Mi querida niña, no comprendes. En cuanto te unas a mi campamento, no te marcharás hasta que esté seguro de tu lealtad. En primer lugar, no querrás marcharte. En segundo, cuando envío a alguien al exterior, es prueba de que confío en ellos. Es un honor.

—¿Y él? —dijo Serpiente señalando al loco. Norte se rió sin alegría.

—No le envié al exterior. Lo exilié.

—¡Pero sé dónde están sus cosas, Norte! —el loco se debatió contra Serpiente. Esta vez, disgustada, ella lo soltó—. No las necesitas, sólo a mí —arrodillado, se abrazó a las piernas de Norte—. Todo está en el valle. Sólo tenemos que cogerlo.

Serpiente se encogió de hombros cuando Norte la miró.

—Está bien protegido. Podría llevarte hasta mis bártulos, pero no podrías cogerlos — siguió sin decirle cuál era su oficio.

Norte se zafó de los brazos del loco.

—No soy fuerte —dijo—. No bajo al valle.

Una bolsa pequeña y pesada cayó a sus pies. Serpiente y él miraron a Melissa.

—Si hace falta que te paguen para que hables con alguien —dijo la niña beligerantemente—, aquí tienes.

Norte se agachó dolorosamente y recogió el dinero de Melissa. Abrió la bolsa y vertió las monedas en su mano. Incluso bajo la tenue luz del bosque, el oro centelleaba. Sacudió las piezas, pensativo.

—De acuerdo, esto valdrá para empezar. Tendréis que entregar vuestras armas, naturalmente, y entonces iremos a mi casa.

Serpiente desenvainó su cuchillo y lo arrojó al suelo.

—Serpiente… —susurró Melissa. La miró, sorprendida, preguntándose claramente por qué había hecho aquello y agarrando con fuerza el mango de su propio cuchillo.

—Si queremos que confíe en nosotros, tenemos que confiar en él —dijo Serpiente. Sin embargo, no confiaba en el gigante, ni quería hacerlo. No obstante, los cuchillos servirían de poco contra un grupo de personas, y no pensaba que Norte estuviera solo.

Mi querida hija, pensó Serpiente, nunca dije que fuera a ser fácil.

Melissa retrocedió cuando Norte dio un paso hacia ella.

Sus nudillos estaban blancos.

—No me tengas miedo, pequeña. Y no intentes pasarte de lista. Tengo más recursos de los que puedes imaginar.

Melissa miró al suelo, desenvainó lentamente el cuchillo y lo dejó caer a sus pies.

Norte hizo un rápido gesto de cabeza al loco, con el que señaló a Melissa.

—Regístrala.

Serpiente posó la mano sobre el hombro de Melissa. La niña temblaba y estaba inquieta.

—No tiene por qué hacerlo. Te doy mi palabra de que Melissa no lleva más armas.

Serpiente pudo sentir que Melissa había llevado su control casi hasta el límite. Su rechazo y disgusto por el loco la habían presionado más de lo que su compostura podía soportar.

—Motivo de más para registrarla —dijo Norte—. No seremos fanáticos por la eficiencia. ¿Quieres ir primero?

—Eso está mejor —respondió Serpiente. Alzó las manos, pero Norte le dio un empujoncito, hizo que se diera la vuelta y se apoyara contra las ramas torcidas de un árbol. Si no estuviera preocupada por Melissa, le habría divertido la teatralidad de todo esto.

No pasó nada durante lo que pareció un largo rato. Serpiente empezó a darse la vuelta de nuevo, pero Norte tocó las frescas cicatrices de su mano con la punta de un dedo.

—Ah —dijo, en voz muy baja, tan cerca que pudo sentir su aliento caliente y desagradable—. Eres una curadora.

Serpiente oyó la ballesta justo después de que la flecha se le clavara en el hombro, cuando el dolor la cubrió como una ola. Le fallaron las rodillas, pero no pudo caer. La fuerza de la flecha se disipó a través del tronco del árbol retorcido, sacudiendo su cuerpo arriba y abajo. Melissa gritó llena de furia. La sangre corrió por el pecho de Serpiente.

Con la mano izquierda tanteó la punta del pequeño dardo que la clavaba al árbol, pero sus dedos resbalaron y la madera viva contuvo la punta de la flecha. Melissa estaba a su lado y la sostenía lo mejor que podía. Las voces se unían en un tapiz tras ella.

Alguien agarró el dardo y tiró de él hasta liberarlo, y afloro a través del músculo. El roce de la madera sobre el hueso le arrancó un alarido. La fría punta de metal se deslizó por la herida.

—Mátala ahora —dijo rápidamente el loco, pletórico de excitación—. Mátala y déjala aquí como aviso.

El corazón de Serpiente bombeaba sangre caliente por su hombro. Se tambaleó, trató de recuperarse y cayó de rodillas. La dolorosa vibración le recorrió la espalda, y trató de apartarse de ella, pero no lo consiguió, como la pobre Silencio sacudiéndose con la columna rota.

Melissa se encontraba a su lado, cegada por las lágrimas, susurrándole palabras de alivio como haría con un caballo, con la cara y el pelo descubiertos mientras trataba de taponar la herida con su turbante.

Tanta sangre para una flecha tan pequeña, pensó Serpiente.

Y se desmayó.

La frialdad fue lo primero que despertó a Serpiente. Mientras recuperaba el sentido, se sorprendió de verse consciente. El odio en la voz de Norte al reconocer su profesión no le había hecho sentir ninguna esperanza. Le dolía enormemente el hombro, pero ya no sentía la punzante presión que le impedía concentrarse. Flexionó la mano derecha. Estaba débil, pero podía moverla.

Se incorporó, tintando, parpadeando, con la visión nublada.

—¿Melissa? —susurró.

Cerca, Norte soltó una carcajada.

—Como todavía no es curadora, no ha sido herida.

El aire frío la rodeaba. Serpiente sacudió la cabeza y se pasó la manga por los ojos. Su vista se aclaró bruscamente. El sudor provocado por el esfuerzo de sentarse se enfrió rápidamente debido a la acción del aire. Norte estaba sentado ante ella, sonriendo, flanqueado por los suyos, que formaban un círculo de carne a su alrededor. La sangre de su camisa, excepto en la zona misma de la herida, estaba marrón: había estado inconsciente mucho tiempo.