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—Rodeó el cuello de Serpiente con sus brazos y escondió su cara. Su voz sonaba ahogada—. Olvidé por un momento. Pero no lo volveré a hacer. No…

—Melissa… —la niña se enderezó ante el tono de su voz—. No sé qué va a pasar. Norte dice que no te hará daño. —Melissa estaba temblando, tiritando—. Si aceptas a unirte a él…

—¡No!

—Melissa.

—¡No! ¡No lo haré! No me importa —su voz era aguda y tensa—. Será otra vez como con Ras…

—Melissa, querida, ahora tienes un lugar a donde ir. Es lo mismo que hablamos antes. Nuestro pueblo necesita saber de la existencia de este lugar. Tienes que darte una oportunidad para escapar.

Melissa se apretó contra ella en silencio.

—Dejé a Sombra y a Susurro —dijo por fin—. No hice lo que querías, y ahora se morirán de hambre.

Serpiente le acarició el pelo.

—Estarán bien durante un tiempo.

—Tengo miedo —susurró Melissa—. Prometí que no volvería a tenerlo, pero estoy asustada. Serpiente, si digo queme uniré a él y dice que dejará que me muerdan de nuevo, no sé qué haré. No quiero entregarme al olvido… pero lo hice durante un momento, y… —se tocó la cicatriz en torno a su ojo. Serpiente nunca la había visto hacer eso antes—. Esto desapareció. Nada me hacía ya daño. Si me acostumbro, haría cualquier cosa por eso —Melissa cerró los ojos.

Serpiente agarró a una de las serpientes del sueño y la arrojó, tratándola con más brusquedad de la que nunca habría creído ser capaz.

—¿Preferirías morir? —preguntó roncamente.

—No lo sé —respondió Melissa débilmente, atontada. Soltó el cuello de Serpiente y sus manos cayeron fláccidas—. No lo sé. Tal vez sí.

—Melissa, lo siento. No pretendía…

Pero Melissa estaba de nuevo dormida o inconsciente. Serpiente la sostuvo mientras las últimas luces desaparecían. Podía oír las escamas de las serpientes del sueño rozando contra las rocas húmedas. Imaginó de nuevo que se acercaban a ella en una sólida oleada agresiva. Por primera vez en su vida, sintió miedo de las serpientes. Entonces, para reafirmarse cuando los ruidos parecieron acercarse más, extendió un brazo para palpar la piedra desnuda. Su mano se hundió en una masa de escamas viscosas y cuerpos cimbreantes. Retiró el brazo cuando una constelación de pequeños aguijonazos se extendió por toda su superficie. Las serpientes buscaban calor, pero si las dejaba encontrar lo que necesitaban, también encontrarían a su hija. Se acurrucó en el extremo más estrecho de la grieta. Su mano entumecida se cerró involuntariamente en torno a un pesado cascote de piedra volcánica. Lo alzó torpemente, dispuesta a descargarlo sobre las serpientes salvajes.

Serpiente bajó las manos y abrió los dedos. La roca se perdió entre otras rocas. Una serpiente del sueño se deslizó por su muñeca. No podía destruirlas, lo mismo que no podía salir volando de la grieta al aire frío y denso. Ni siquiera por Melissa. Una cálida lágrima rodó por su mejilla. Cuando alcanzó su barbilla, la sintió como si fuera de hielo. Había demasiadas serpientes del sueño para poder proteger a Melissa y, sin embargo, Norte tenía razón. Serpiente no podía matarlas.

Desesperada, se puso en pie, usó la pared de la grieta como apoyo y se metió en el estrecho espacio. Melissa era pequeña y delgada para su edad, pero su peso muerto parecía inmenso. Las frías manos de Serpiente estaban demasiado entumecidas para buscar un lugar seguro donde sujetarse, y apenas podía sentir las rocas bajo sus pies desnudos. Pero notaba cómo los ofidios se enroscaban en sus tobillos. Melissa se deslizó entre sus brazos, y Serpiente la agarró con la mano derecha. El dolor corrió por su hombro y por toda su columna vertebral. Consiguió asirse entre las paredes convergentes y sostener a Melissa por encima de los reptiles.

12

Al final del tercer día de viaje hacia el sur, los campos cultivados y las casas bien edificadas de Montaña quedaron muy por detrás de Arevin. La carretera era ahora un sendero que se alzaba y descendía entre los bordes de las sucesivas montañas, y le guiaba ora casualmente a través de un valle agradable, ora precariamente a través de piedra. El paisaje se hacía más alto y más agreste. El estólido caballo de Arevin avanzaba pesadamente.

No había topado con nadie en todo el día, en ninguna dirección. Podría fácilmente recibir una ayuda de cualquiera que viajara hacia el sur: alguien que supiera mejor el camino, alguien que tuviera un destino, probablemente le alcanzaría y le sobrepasaría. Pero seguía solo. Sentía el frío del aire de las montañas, cerrado y oprimido por las paredes de roca y los oscuros árboles. Era consciente de la belleza del paisaje, pero la belleza a la que estaba habituado era la de las áridas llanuras de su tierra. Sentía nostalgia de su hogar, pero no podía regresar. Ante sus propios ojos tenía la prueba de que las tormentas del desierto oriental eran más poderosas que las del occidental, pero la diferencia era de cantidad más que de calidad. Una tormenta occidental mataba a las criaturas sin protección en veinte minutos; una oriental lo haría en diez. Tenía que quedarse en las montañas hasta la llegada de la primavera.

No podía esperar ni en la estación de los curadores ni en Montaña. Si no hacía otra cosa, su imaginación acabaría con la convicción de que Serpiente estaba viva. Y si empezaba a creer que estaba muerta, sería peligroso, no sólo para su cordura, sino también para la propia Serpiente. Arevin sabía que no podía ejecutar magia mejor que Serpiente, por mágicos que sus logros pudieran parecer, pero temía imaginarla muerta. Probablemente estaría a salvo en la ciudad subterránea, recopilando nuevos conocimientos que pudieran pagar por las acciones del primo de Arevin. Sabía que el padre más joven de Stavin tenía suerte de no verse obligado a pagar por su error. Suerte para él, mala suerte para Serpiente. Arevin deseaba poder darle buenas noticias cuando la encontrara. Pero todo lo que podría decirle era: «Lo he explicado, he intentado hacer que tu gente comprenda el miedo de los míos. Pero no me respondieron: quieren verme. Quieren que vuelvas a casa.»

En el borde de una pradera creyó que había oído algo y detuvo su caballo. El silencio tenía presencia propia, a su alrededor, sutilmente diferente del típico de un desierto.

¿He empezado a imaginarme sonidos, se preguntó, igual que imagino su contacto en la noche?

Pero entonces, en los árboles que tenía delante, volvió a oír la vibración de las pezuñas de animales. Un pequeño rebaño de delicados ciervos de las montañas apareció trotando hacia él, con sus patas destellando en blanco y sus largos cuellos flexibles tensamente arqueados. Comparados con los enormes bueyes almizcleros de su clan, los frágiles ciervos eran como juguetes. Casi no hacían ruido: eran los caballos de sus pastores los que le habían alertado. Su caballo, ansioso de la compañía de su especie, se acercó.

—Los pastores saludaron y detuvieron sus hermosas monturas. Los dos eran muy jóvenes, de piel bronceada por el sol y pelo rubio muy corto, por su aspecto debían de ser parientes. En Montaña, Arevin se había sentido fuera de lugar con sus ropas del desierto, pero se debía a que lo habían tomado por el loco. No había pensado necesario cambiar su forma de vestir después de aclarar sus intenciones. Pero ahora, los dos jóvenes le miraron un momento, se miraron mutuamente y sonrieron. Arevin empezó a preguntarse si no debería de haber comprado ropas nuevas. Pero tenía poco dinero y no quería emplearlo a menos que fuera en algo absolutamente necesario.

—Estás muy lejos de las rutas comerciales —dijo el pastor. Su tono no era beligerante, sino casual—. ¿Necesitas ayuda?

—No —respondió Arevin—. Pero te lo agradezco.

Los ciervos se arremolinaban a su alrededor. Emitían pequeños sonidos de comunión mutua, como si fueran pájaros.