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Shanna ahogó una exclamación y Gaylord rió regocijado, blandiendo el hacha de doble filo mientras Ruark se ponía de pie. Ruark aferró un trozo de leña para defenderse mientras el caballero se le acercaba. Ruark sólo pudo retroceder mientras el filo del hacha lo amenazaba dentro del limitado espacio de la cabaña.

Ruark sintió que la parte posterior de sus muslos chocaba contra el borde de la mesa y ya no pudo retroceder más. Con un grito de triunfo, Gaylord aferró el hacha con las dos manos y Shanna gritó. Ruark se hizo a un lado y la mesa se partió en dos cuando la hoja la cortó limpiamente. Mientras Gaylord trataba de sacar el hacha de entre las astillas, Ruark arrojó el trozo de leña a las espinillas del caballero y aferró otro. El hacha pasó a – escasos milímetros del vientre de Ruark y fue apenas desviada por el corto trozo de leña. Gaylord lanzó otro golpe y Ruark saltó hacia atrás para esquivarlo.

El grito de victoria de Gaylord terminó en un gemido de dolor. Había alcanzado a ver el brillo del metal pero la pequeña daga lo mismo se clavó en su mejilla y le abrió la carne hasta el cuello.

Ruark se abalanzó sobre él y empezó a golpeado desde todos los lados. Gaylord empezó a temer la derrota y, peor aún, la muerte. Ruark lo atacaba con un salvajismo feroz. Gaylord cayó de rodillas y un golpe brutal le destrozó la cara. Su mano tocó suave terciopelo. Levantó!a vista y vio un rostro de mujer.

– ¡Deténgalo! ¡Deténgalo! -sollozó-. ¡Me matará!

Shanna sacudió la cabeza, confundida, y recobró la visión.

– Ruark -imploró-, déjalo para que el verdugo se encargue de él.

Echó los brazos al cuello de Ruark y lo besó en la boca, hasta que él recobró la cordura y se serenó.

Shanna estaba sentada en un banquillo mientras Ruark le aplicaba paños mojados en su mejilla magullada cuando Nathanial y el mayor detuvieron sus monturas frente a la cabaña. Gaylord estaba sobre un tosco banco, bien atado de pies a cabeza con cuerdas.

Los recién llegados observaron la escena. George y los demás se les unieron. George miró la puerta destrozada y dijo:

– Hijo mío, parece que tienes una forma especial de abrir puertas.

Gaylord fue puesto sobre un caballo y Shanna montó a Attila junto con su marido. Estaban asegurando con cuerdas la puerta de la cabaña cuando oyeron un grito y ruido de cascos que se acercaban. Poco después apareció una vieja yegua de patas rígidas. No hubiera podido decirse quién jadeaba más, si la animosa yegua o el valiente jinete que la montaba. Nathanial se adelantó y ayudó piadosamente a apearse a Orlan Trahern. Después sacó la silla de la montura de Trahern y la puso sobre el lomo de Jezebel, la yegua de trote más suave, para que el hacendado pudiera regresar.

El grupo de regreso fue directamente al granero, donde George señaló un sólido establo destinado a contener a algún toro o semental ocasional que dieran demasiado trabajo: Se lo usaba poco. Pusieron allí una pequeña mesa y un banco, junto con un montón de paja y varias mantas. Sir Gaylord fue desatado y arrojado a la improvisada celda.

– Pueden maltratarme así, si les place, pero un caballero del reino debe ser juzgado nada menos que por el alto tribunal.

– Quizá -dijo pensativo el mayor Carter – de eso se encargue el magistrado que se encuentra en Williamsburg.

– ¡No aceptaré nada de la justicia colonial de ustedes! -Protestó Gaylord-. Mi padre se ocupará de que yo sea tratado como corresponde.

– El mismo, por supuesto. -El mayor se rascó el mentón. -Lord Billingsham ha venido a las colonias para… Hum… mejorar el primitivo sistema, creo que ha dicho. El ocupa el estrado en Williamsburg y será el primero que oirá su caso.

Las risas y las exclamaciones de alegría hacían vibrar toda la casa. La historia fue contada y vuelta a contar, y cada uno añadió su parte. Sólo Orlan Trahern permanecía hosco en su sillón y bebía ale con bitter que Pitney había conseguido preparar. En medio de la catarata de felicitaciones, Hergus entró con una bandeja de bocadillos para calmar el apetito de los hombres, y lanzó un grito agudo.

– ¡Jamie! ¡Jamie Conners!

– ¿Hergus? -dijo lentamente el escocés, con los ojos dilatados por la sorpresa-. ¡Mi Hergus! ¡Mi único amor verdadero!

– Hum -dijo Hergus-. ¡Han pasado un montón de años!

– Yo… yo… -tartamudeó el pobre hombre-, no encontré huellas de ti cuando por fin me dejaron ir.

Hergus no respondió y siguió sirviendo a los demás. Pero cuando Shanna la miró, vio algo nuevo en Hergus, algo al mismo tiempo suave y firme, y adivinó que el escocés, podría recuperar lo que había perdido.

Shanna se acercó a su padre y preguntó-: ¿Te duele el pie?

– No es mi pie lo que duele sino otra parte -replicó él-. Me costó, mucho subir al lomo de esa yegua, pero aunque la tierra se estremezca bajo mis pies, no volveré a hacerlo.

No puedo encontrar comodidad ni de pie ni sentado. Tendré que tenderme en la cama para poder descansar.

Shanna no pudo contener la risa. -Oh, papá, es una pena que hayas tenido, que hacerlo por mí. -Se inclinó y lo besó en la frente.

– ¡Bah! -dijo Trahern-. Me duelen todos los huesos y ella ríe como una tonta. Ten cuidado, hijo -agregó dirigiéndose a Ruark-, o ella hará contigo lo que quiera.

Shanna tomó las manos de su marido. Después se sentó en el brazo del sillón de su padre.

– Estoy rodeada de bestias -sonrió para suavizar sus palabras-. Un dragón a mi izquierda y un oso a mi derecha. ¿Tendré que cuidarme siempre de los colmillos?

– ¡Tenla siempre encinta, muchacho! -rió Trahern, ahora de mejor humor-. Es la única manera. ¡Siempre encinta!

– Es lo que yo pienso, señor -dijo Ruark, y miró amorosamente a Shanna.

EPILOGO

Orlan Trahern estaba en la pequeña iglesia de la isla Los Camellos y escuchaba la voz de ministró que hablaba desde el púlpito. Su mente no estaba en el sermón sino en otra cosa.

Últimamente la isla parecía muy solitaria. Faltaba algo. La vida se desarrollaba como de costumbre, más lentamente en el calor del día, más a prisa en la época de cosecha. Pero él pensaba en su hija y su yerno. La criatura ya tenía que haber nacido, pero pasarían semanas antes de recibir alguna noticia. Miró hacia el pequeño retrato al óleo de su esposa que colgaba cerca del banco de la familia y supo que ella se habría sentido dichosa. En realidad, habría insistido en acompañar a Shanna durante el parto. Casi vio que su esposa le sonreía y le dirigía esa mirada siempre tolerante, conocedora.

Hasta Pitney había empezado a sentirse inquieto y a menudo hablaba de abandonar la isla para buscar fortuna en la nueva tierra. Trahern sospechaba que el hombre se había enamorado de los vastos espacios y que ahora la vida en la isla le resultaba limitada y estrecha.

Cuando venían hacia la iglesia, Pitney había ido al puerto para recibir a un barco que acababa de ser avistado. Trahern detectó en los ojos del hombre un brillo especial de sed de aventuras.

"Es una cosa tentadora", pensó ahora Trahern y cuando yo viaje a las colonias, podré detenerme para visitar a mis nietos".

El ministro había terminado su sermón y pedía a la congregación que se pusiera de pie para entonar un himno, cuando se detuvo de pronto y miró asombrado hacia la puerta. Antes que Trahern pudiera volverse, sintió una mano pesada en su hombro. Levantó la vista y se encontró con la cara sonriente de Pitney.

Trahern empezó a ponerse de pie. Entonces, le pusieron en los brazos un pequeño envoltorio blanco. Apenas tuvo tiempo de ver los cabellos oscuros y los ojos verdes de la criatura, cuando en el otro brazo le pusieron un bulto igual al primero.

El hacendado abrió la boca. Levantó la vista y encontró la cara radiante de Shanna.

– Un varón Y una niña, papá.

– Esta era una noticia que no podía llegar por carta -dijo Ruark, sonriendo-. Además, le debíamos una visita.

Orlan Trahern quedó sin habla. Miró nuevamente los gemelos y no encontró palabras para expresar su felicidad. Después, dirigiéndose al retrato en la pared, y con voz ahogada, susurró:

– Más de lo que jamás soñamos, Georgina. Más de lo que jamás soñamos.