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Shanna dejó caer la cortinilla y cerró los ojos, pero no encontró alivio para sus tensiones. En un intento de detener el temblor que, la poseía, hundió profundamente sus finas manos en un manguito de piel y las enlazó con fuerza. Tantas cosas dependían de esta noche. No podía esperar que todo saliera bien, y la duda frustraba sus esfuerzos por calmarse.

¿Este Ruark se reiría de ella?, Shanna había conquistado los corazones de muchos hombres. ¿Por qué no conquistaría también a este? l. ¿Rechazaría él su pedido con una burla cruel?

Shanna se sacudió los escrúpulos de su mente. Preparó sus armas, arregló el atrevido escote del vestido de terciopelo rojo que había escogido. Nunca había desplegado completamente sus artes de seducción, pero sospechaba que un hombre normal difícilmente se negaría ante una gran andanada de lágrimas.

– En alguna parte tocó una campana en la noche.

Las ruedas del carruaje saltaban sobre el empedrado y el corazón de Shanna parecía seguir el rápido ritmo.

El tiempo permanecía inmóvil mientras la incertidumbre picoteaba los límites exteriores de su mente, y en alguna parte, hondamente en su interior ella se preguntaba qué locura la había espoleado a empezar este asunto.

Un grito interior emergió hasta la conciencia. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Su padre había perdido el sentido y la ternura del amor en su codicia y deseo de aceptación en la corte? ¿Era ella solamente un peón útil en algún gambito más grande? El había amado profundamente a su esposa, sin dar importancia al hecho de que. Georgiana era hija de un herrero plebeyo. ¿Por qué, entonces, tenía que empujar a su única hija a una relación que ella aborrecería?

No era que ella no se hubiera esforzado. Desde su arribo a Londres habíase visto constantemente asediada por cortejantes, pero en todos encontró defectos. Quienes más le desagradaron fueron los que se le acercaron con un deseo de riquezas que excedía al deseo que sentían por ella. ¿Su padre no podía comprender que ella quería un esposo al que pudiera admirar, amar y respetar?

Ninguna voz daba las respuestas que buscaba Shanna. Sólo estaba el ruido regular de los cascos de los caballos que la acercaban cada vez más a su prueba.

El carruaje redujo su velocidad y dobló en una esquina. Shanna oyó la voz de Pitney cuando se detuvieron frente a la siniestra fachada de la cárcel de Newgate. La respiración pareció atascársele en la garganta y su corazón empezó a latir a un ritmo caótico. El sonido de las pisadas de Pitney golpeando pesadamente el empedrado resonó dentro de su cabeza. Como una prisionera condenada, esperó hasta que él abrió la portezuela y se asomó al interior del coche.

El señor Pitney era un hombre gigantesco, de anchas espaldas, con una cara amplia y llena, de acuerdo con su tamaño. Un duro mechón de cabellos castaños estaba atado en su nuca debajo de un tricornio negro. A sus cincuenta años, podía enfrentar y vencer a dos hombres menores o mayores que él. Su pasado era un misterio y Shanna nunca lo había investigado, pero sospechaba que podía rivalizar con el de su abuelo. Sin embargo, no se preocupaba por su seguridad con Pitney cerca de ella. El era como una parte de la familia, aunque algunos lo hubieran considerado un sirviente contratado, porque su padre lo empleaba como guardia personal de Shanna cada vez que ella viajaba al extranjero. En Los Camellos era independiente de Orlan Trahern y su riqueza y pasaba el tiempo tallando madera y construyendo muebles. El hombre servía a la hija tanto como al padre y no era inclinado a llevar a su empleador cuentos sobre las infracciones más ligeras de ella. Ella admiraba en algunas cosas, la aconsejaba en otras, y cuando, Shanna sentía necesidad de contar sus problemas, era Pitney quien más la consolaba. El había sido cómplice de ella en otras ocasiones que el padre no habría aprobado.

– ¿Está decidida? -preguntó Pitney con una voz profunda y áspera-. ¿Tiene que ser así, entonces?

– Sí, Pitney -murmuró ella quedamente, y con más decisión, agregó-: Tengo que hacerlo.

A la luz mezquina de las linternas del coche, los ojos grises de él se encontraron con los de ella. Tenía el entrecejo arrugado en un gesto de preocupación-. Entonces será mejor que se prepare -dijo él.

Shanna tranquilizó su mente y con fría determinación bajó un espeso velo de encaje sobre su cara y acomodó el capuchón de su capa de terciopelo negro a fin de ocultar aún más su identidad y cubrir sus largos bucles dorados.

Pitney abrió la marcha hacia el portal principal y Shanna lo siguió y sintió un impulso casi irresistible de huir en dirección opuesta. Pero se contuvo y pensó que si esto era una locura, casarse con un hombre al que odiara sería el infierno.

Cuando ellos entraron, el portero de la cárcel se puso de pie con una ansiedad nacida de la codicia y se adelantó a saludada. Era un hombre grotescamente gordo, cuyos brazos parecían arietes. Sus piernas eran tan inmensas que, él tenía que caminar con los pies bien separados, lo cual lo hacía andar tambaleándose de un lado a otro. Empero, pese a su volumen, era bajo y su altura apenas alcanzaba la. de Shanna, quien para una mujer era más baja que alta. Su respiración sibilante, acelerada por el esfuerzo de levantarse de la silla, llenó la habitación con un aroma de ron rancio, puerros y pescado. Rápidamente, Shanna apretó contra su nariz un pañuelo, perfumado para contrarrestar el repugnante olor del aliento del hombre. -Mi lady, temí que usted hubiera cambiado de opinión -cloqueó- el señor Hicks mientras trataba de tomarle la mano para plantar un beso en ella.

Shanna reprimió un estremecimiento de asco, retrocedió antes de que los labios de él pudieran tocarle los dedos y puso sus manos a salvo dentro del manguito de piel. No hubiera podido decidir qué era peor: si tener que soportar el fétido hedor que flotaba como una nube invisible alrededor de él, o sentir el repulsivo contacto de esos labios en su mano.

– Estoy aquí como dije que estaría, señor Hicks -replicó ella con severidad.

El olor ofensivo fue demasiado y ella sacó nuevamente el pañuelo de encaje del manguito para agitarlo ante su rostro velado.

– Por favor… -dijo, semi ahogada- permítame ver al hombre a fin de que podamos seguir con lo convenido.

El carcelero se demoró un momento y se rascó pensativo el mentón, preguntándose si habría posibilidad de ganar algo más de lo que le habían prometido. La única otra vez que la dama había estado en la prisión fue casi dos meses atrás, y también entonces estaba velada, como para ocultar perfectamente su identidad. El había sentido picada su curiosidad, pero ella no se extendió sobre la razón por la cual deseaba conocer a un condenado. La perspectiva de una bolsa bien llena lo tentó, y proporcionó obedientemente los nombres de prisioneros destinados a la horca al hombre ceñudo que la acompañaba. En la primera visita, Hicks tomó nota cuidadosamente del anillo que ella llevaba en un dedo y del corte discreto pero elegante de sus ropas. No era difícil adivinar que ella no era la hija de un pobre. Ajá, ella tenía fortuna, muy bien, y él no tenía inconveniente en apropiarse de una porción mayor de la que le habían prometido… si podía. Y allí era donde estaba la dificultad. El no se atrevía a pedirle nada cuando ella estaba acompañada de su servidor, y el gigantón no parecía dispuesto a dejada sola.

Sin embargo, parecía una vergüenza que una mujer que olía tan tentadora y dulce como ella, perdiera un momento de su vida hablando con un condenado. Ese individuo, Beauchamp, era un alborotador, el peor prisionero que él hubiera tenido jamás en una celda. Hicks se frotó pensativamente la mejilla, recordando el puño del hombre contra ella. Qué no daría por ver castrado a ese bellaco. Se lo tendría bien merecido. Pero el bribón iba a morir y él tendría su venganza, aunque hubiera preferido una muerte lenta.

El señor Hicks emitió un largo suspiro y en seguida eructó ruidosamente.

– Tendremos que vedo en su celda. El obeso carcelero tomó una argolla llena de llaves que colgaba de un gancho-. Tenemos que encerrarlo separado de los otros porque si estuvieran juntos los sublevaría contra nosotros. -Encendió una linterna mientras hablaba-. Vaya, fue necesario un pelotón de casacas rojas para encadenado cuando lo agarraron en la posada. Es un colonial y por lo tanto es semisalvaje.

Si Hicks quiso asustada, Shanna no se dejó influenciar. Ahora estaba serena y sabía lo que debía hacer para solucionar sus propias dificultades. Nada la detendría, ahora que había llegado tan lejos.

– Abra la marcha, señor carcelero -ordenó ella firmemente-. No recibirá ni un cuarto de penique hasta que yo haya decidido personalmente que el señor Beauchamp se ajusta a mis necesidades. Mi hombre, Pitney, nos acompañará para que no haya problemas.

La sonrisa desapareció e Hicks se alzó de hombros. Como no encontró otra excusa para demorarse, tomó la linterna para iluminar el camino. Con su peculiar andar tambaleante, los precedió a través de las pesadas puertas de hierro que llevaban a la prisión principal y después por un corredor débilmente iluminado. Los pasos resonaban en los peldaños de piedra mientras la linterna lanzaba sombras fantasmagóricas alrededor de ellos. Un silencio ultraterreno envolvía al lugar porque la mayoría de los prisioneros dormían, pero de tanto en tanto se oía un gemido o un llanto apagado. De una fuente invisible goteaba agua y sonidos rápidos y escurridizos en los rincones oscuros hacían estremecer a Shanna y la llenaban de extraños presentimientos. Tembló llena de recelo y apretó su capa a su alrededor, pero no dejó de sentir lo siniestro del lugar.