Trahern se detuvo abruptamente y enfrentó al hombre. El humor desapareció de su rostro y fue reemplazado por una evidente ira que relampagueó en sus ojos verdes.
– No cuestiono la virtud de mi hija -dijo- ni tampoco voy a creer en murmuraciones difundidas por algún pretendiente despechado. Mi hija tiene una voluntad propia y sentido de la decencia. No abuse de mi hospitalidad sugiriendo lo contrario.
Un grito de Pitney había enviado a Berta y Hergus corriendo a las habitaciones que Shanna indicó, y cuando el grupo traspuso la puerta con su carga, ellas habían preparado la cama y cojines para apoyar la pierna herida de Ruark.
La habitación se llenó de actividad. Pitney fue seguido inmediatamente por el cirujano, quien se hizo a un lado para que Shanna entrara antes que él. Trahern se les unió, seguido de Gaylord, y los dos quedaron observando desde la puerta. Shanna pidió que tuvieran cuidado cuando pusieron a Ruark en la cama. Le quitaron la camisa de lino y las medias. El cirujano pidió que acercaran una mesilla para sus cuchillos e instrumentos. Hergus miró ansiosamente a Shanna, quien había mojado un paño en una jofaina y estaba limpiando la cara y el pecho de Ruark. Los calzones habían sido cortados todo a lo largo de una pierna, y cuando Herr Shaumann retiró el vendaje, la criada pudo ver la herida supurante, rodeada de sangre seca. No habituada a ver esas cosas, Hergus se volvió y huyó de la habitación, tapándose la boca con la mano. Shanna miró sorprendida a la mujer que escapaba. Hergus siempre le había parecido una mujer resistente y decidida, de ninguna manera inclinada a los remilgos.
– ¡Mujeres! -murmuró el doctor. Señaló con irritación los calzones manchados de Ruark, que estaban ennegrecidos por la pólvora y tenían el mismo olor acre. A menos que le resulte ofensivo a su delicada naturaleza, muchacha, sugiero que le quite esa ropa.
Berta ahogó una exclamación ante ese pedido, pero Shanna no vaciló. Con su pequeña daga, se inclinó para abrir las costuras de los calzones. Pero Pitney apartó las manos de ella y sacó su gran cuchillo de hoja ancha. Separó la prenda hasta la cintura y terminó de abrir la otra pernera.
Shanna se volvió exasperada cuando Berta tironeó por tercera Vez de su manga. Pitney estaba quitando los calzones y separándolos de las delgadas caderas de Ruark, y el ama de llaves levantó una mano temblorosa para cubrirse los ojos. Su rostro de querubín estaba de color escarlata.
– Vamos, criatura -susurró con ansiedad-. Creo que éste no es lugar para ti. Dejemos estas cosas a los hombres.
– Sí, señora Beauchamp -dijo Gaylord, adelantándose-. Permítame que la acompañe fuera de -aquí. Ciertamente, este no es lugar para una dama.
– ¡Oh, no sea asno! -estalló Shanna-. Aquí me necesitan y yo puedo ayudar.
Gaylord abrió la boca y emprendió una apresurada retirada, pero chocó con Trahern, quien tuvo el buen sentido de dejar tranquila a su hija. Pero Berta insistió, aunque sus palabras se cortaron abruptamente cuando vio que Pitney arrojaba los calzones al suelo. Al verla incomodidad de la mujer, Shanna le puso una mano en un hombro y le habló con gentileza.
– Berta, yo soy… he sido casada. -Shanna empalideció ligeramente cuando se percató de que casi se había traicionado y continuo, más cautamente-. No soy una ignorante de las cosas de los hombres. Ahora, por favor, no me estorbes.
Berta salió del dormitorio para ca1mar su maltratado recato. Shanna se inclinó sobre la cama y sostuvo en alto una lámpara de aceite para el doctor, quien nuevamente estaba sondeando la herida.
La pierna estaba apoyada en una almohada a fin de que el médico pudiera trabajar mejor. Herr Shaumann retiró más astillas y un trozo de tela del tamaño de una moneda. Ruark gimió y se retorció. Todavía estaba en estado inconsciente, pero no era inmune a la punzante realidad del dolor. Shanna se estremeció, casi pudo sentir 1o que sufría él. Era consciente de que su padre la observaba, desconcertado por su actitud. Ella no podía disimular su preocupación, ni siquiera.1o intentaba. Si él sospechaba que su ansiedad era más de la apropiada, ella respondería a eso más tarde. Ahora todo lo que importaba era Ruark y hacer que se pusiera bien.
Herr Shaumann aplicó sus ungüentos y bálsamos con liberalidad. Después vendó la pierna con tiras anchas de tela hasta que la dejó casi inmovilizada.
– Es lo más que puedo hacer -suspiró-. Pero si se declara la gangrena, tendremos que cortar la pierna. Entonces no habrá más remedio. Ya está muy infectada. Se nota por el color púrpura y por las franjas rojas que se extienden desde la herida. Tendré que sangrar al enfermo, por supuesto. -Preparó el brazo de Ruark y empezó a acomodar sus cuchillos y recipientes.
– ¡No! -La palabra estalló en los labios de Pitney-. El ya ha sangrado bastante y yo he visto morir demasiadas personas en manos del barbero.
El alemán retrocedió airado pero contuvo su lengua cuando Trahern habló dando la razón a Pitney.
– No habrá sangrías aquí -dijo el dueño de casa-. Yo también he visto morir a una persona amada bajo la lanceta y no creo prudente debilitar aún más a este desdichado.
– Entonces nada tengo que hacer aquí -replicó el cirujano con los labios pálidos de ira-. Estaré en la aldea si me necesitan.
Shanna cubrió a Ruark con una sábana de lino y lo tocó en la frente. El movía los labios y giraba la cabeza lentamente de lado a lado. Shanna sintió un súbito temor. ¿Qué sucedería si él empezaba a delirar y mencionaba su nombre o cosas que serían mejor no mencionar? Rápidamente se volvió y empezó a despedir a todos.
– Ahora márchense -ordenó-. Déjenlo dormir, El necesitará todas sus fuerzas. Yo me quedaré un rato junto a él.
Mientras Trahern y Pitney se alejaban por el pasillo, Gaylord se detuvo en la puerta. Aunque Shanna trató de cerrar, él no cedió. Sacó su pañuelo de encaje y llevó delicadamente una pizca de rapé a cada ventana de su nariz. Entró nuevamente en la habitación y miró imperativamente a Ruark.
– Es una cosa terriblemente decente lo que usted está haciendo aquí, señora -dijo-, después de todo lo que la ha hecho pasar este individuo.
Shanna se encogió de hombros, fastidiada, y nuevamente trató de hacerlo salir.
– Sé que debió sufrir tremendas atrocidades en manos de los piratas -continuó él. Otra pizca de rapé, un estornudo, y el pañuelo de encaje delicadamente en su nariz-. Pero quiero asegurarle, señora, que mi propuesta de matrimonio sigue en pie. Y en realidad, aconsejaría que la boda se celebre lo antes posible a fin de acallar rumores que sin duda se difundirán, sobre su deshonra y vergüenza. Quizá usted conozca alguna mujer en la isla que pueda servimos para librarla de la prueba de los malos tratos que ha sufrido.
Shanna quedó momentáneamente atónita y aceptó la afrenta en silencio.
– Sin embargo yo no hablaría de su… Hum… desgracia a mi familia. Será ya bastante difícil convencerlos de la cuestionable herencia de su padre.
Shanna se puso rígida de furia.
– Es muy bondadoso de su parte, señor -dijo-, pero cualquier simiente que lleve en mi seno como resultado de mi… Hum… desgracia, ¡estoy decidida a llevada hasta el final!
Sir Gaylord se sacudió un puño de su chaqueta y continuó demostrando su magnanimidad. Seguramente, esta muchacha vulgar quedaría impresionada.