Trahern ladeó la cabeza, como absorbiendo cada palabra.
– Mi espalda es fuerte y mis dientes son sanos. -Ruark abrió la boca y Por un momento exhibió un relámpago de blancura-. Puedo levantar mi propio peso, bien alimentado, por supuesto, y espero demostrar que soy digno de todo lo que su familia ha invertido en mí.
– Mi esposa está muerta. Solo tengo una hija -murmuró Trahern distraídamente y en seguida se reprochó silenciosamente por haber dialogado con el hombre-. Pero usted es un colonial, de Nueva York o de Boston, supongo. ¿Cómo fue que llegó a que lo subastaran por deudas?
Ruark aspiró profundamente y se rascó el mentón.
– Un leve malentendido con varios soldados. El magistrado no tuvo ninguna consideración y prefirió creerles a ellos y no a mí. No era del todo falso. Ruark no había tomado bien que lo arrancaran violentamente de su profundo sueño y reaccionó instintivamente, rompiéndole la mandíbula al capitán, como se enteró después.
Trahern asintió lentamente con la cabeza y pareció que había aceptado la explicación, hasta que habló:
– Usted es un hombre de cierta sabiduría y creo que hay muchas cosas más en su historia, pero -se alzó de hombros- eso ya pertenece al pasado. Poco me importa lo que usted fue, sólo lo que es.
El siervo, John Ruark, reflexionó silenciosamente sobre su amo y se dio cuenta de que tendría que proceder con mucho cuidado cuando tratara con él, porque el hombre era inteligente y astuto, tal como se
Rumoreaba. Empero, la verdad tenía una forma de salir a la luz y puesto que no pudo encontrar palabras dignas de su esfuerzo, Ruark contuvo la lengua.
Trahern se apartó de él y se ubicó frente a la fila de hombres, con las piernas bien separadas y las manos apoyadas en el pomo de su largo bastón. Los observó lentamente.
– Esto es Los Camellos-empezó-. El nombre fue puesto por un español pero me fue cedido a mí. Yo soy alcalde, alguacil y juez aquí. Ustedes me han sido vendidos en servidumbre por deudas impagas. Serán informados de esas deudas y de su disminución cuando lo soliciten a mi tenedor de libros. Se les pagará los domingos y los días de fiesta pero las ausencias por enfermedad serán por cuenta de ustedes. Su paga será de seis peniques por cada día de trabajo.
El primer día de cada mes recibirán, por cada día que hayan trabajado, dos peniques para sus necesidades, dos peniques contra sus deudas y dos peniques que serán devueltos por su manutención.
Si trabajan duro y adelantan, recibirán más y podremos, ajustar los pagos como crean conveniente. -Hizo una pausa Y miró a Ruark-. Espero que algunos de ustedes paguen sus deudas nada más que en cinco o seis años. Entonces podrán trabajar por su pasaje de regreso a Inglaterra o donde prefieran marcharse, o podrán, si 1o desean, establecerse aquí. Se les ha dado 1o necesario para que se vistan y se mantengan limpios. Cuiden su ropa, porque cualquier otra cosa que reciban tendrán que pagarla. Pasará un tiempo antes de que puedan tener algún dinero y aun entonces será muy poco.
Trahern hizo una pausa y mantuvo el silencio hasta que todos le prestaron atención.
– Aquí hay dos formas de meterse en serias dificultades. La primera es maltratar o robar cualquier cosa de mi propiedad, Y aquí casi todo es mío. La segunda es molestar o fastidiar a cualquiera de las personas que
ya están aquí. ¿Alguna pregunta?
Esperó, pero nadie habló. El hacendado relajó su postura y continuó.
– Se les darán tres días de tareas livianas para que se recobren del viaje. Después de eso se esperará que ustedes pasen las horas de luz diurna en trabajo productivo. Empezarán a trabajar el día después de Navidad. Buenos días a todos.
Sin mirar atrás, subió a su carruaje y dejó a Ralston a cargo de ellos. El hombre flaco se les acercó cuando el birlocho partió. Golpeó la palma de su mano enguantada con la siempre presente fusta y empezó a hablar.
– Esta es la forma que tiene el hacendado Trahern de mostrarse blando con sus esclavos. -Su tono despectivo fue apenas detectable-. Tengan la seguridad de que yo no seré así, pero ahora debo ocuparme de otros asuntos. Serán alojados en un viejo establo cerca del pueblo hasta que vayan a los campos, y se les dará trabajo liviano en el muelle o en la plantación. Este hombre -señaló al que los custodiaba- será el capataz de ustedes. El informará de cualquier cosa a mí o a Trahern. Hasta que hayan sido considerados dignos de confianza, se mantendrán cerca del establo todo el tiempo que no estén trabajando. Si todavía no lo han notado -señaló con su fusta las colinas y después la playa aquí no hay lugar donde esconderse, por 1o menos por mucho tiempo. -A continuación, pareció casi apenado y dijo-: Se les dará tiempo para que descansen Y se los alimentará bien. -Con las palabras siguientes pareció animarse más-: Pero se esperará de ustedes que se ganen 1o que coman y algo más.
Bruscamente, hizo un gesto al guardia.
– Lléveselos. A todos menos a éste. -Señaló a Ruark.
Cuando los otros se marcharon, se acercó a Ruark y le habló en voz baja.
– Usted parece abrigar algunas dudas sobre su posición aquí. Ralston esperó pero Ruark le devolvió la mirada en silencio, y los labios del agente se curvaron en una mueca despectiva.
– A menos que desee regresar a Inglaterra para que lo cuelguen, le advierto que le conviene mantener la boca cerrada. Los ojos de Ruark no vacilaron ni él hizo ningún comentario. El hombre le había hecho un gran favor, aunque seguramente no se daba cuenta de hasta qué grado.
– Vaya con los otros -dijo Ralston, y señaló con la cabeza hacia la fila de hombres que se alejaban. Ruark se apresuró a obedecer y no le dio motivos de irritación.
Los barcos de Trahern surcaban las aguas del sur y se mantenían alejados del Atlántico Norte, donde rugían fuertes tormentas y los témpanos de hielo tornaban peligrosos los viajes. Llevaban a las islas vistosas chucherías, coloridas sedas y otros productos del continente europeo y regresaban con materias primas que en el verano eran enviadas al norte. En las laderas meridionales de la isla se despejaban nuevos campos y los troncos así obtenidos eran arrojados al mar desde los acantilados para que los recogieran barcos pequeños que los llevaban a puertos más grandes, donde en los aserraderos los convertían en la tan necesaria madera aserrada.
Grupos de trabajadores se trasladaban de un campo a otro a medida que el trabajo lo requería.
Habitualmente, sus primeras tareas eran rehabilitar o construir alojamientos para los capataces y ellos mismos. La regla eran sencillas chozas con techo de paja y media pared, lo bastante sólidas para proporcionar protección de la lluvia o del constante sol.
John Ruark fue entregado rápidamente a, uno de estos capataces. Mostrase diligente en su labor y ofreció muchas ideas para mejorar el trabajo. Fue bajo su dirección que un arroyo fue desviado hacia un canal, y ya no fue necesario arrastrar laboriosamente los troncos hasta el borde del acantilado sino que se los hizo deslizar por el canal, merced a su propio peso, de modo que llegaban rápidamente al mar, ahorrando así muchas fatigas a hombres y a mulas. El capataz quedó muy agradecido a este brillante joven, porque los trabajadores hábiles eran bastante escasos y hasta las mulas se cansaban rápidamente en el aplastante calor. El capataz mencionó el nombre del siervo en su informe a Trahern.
John Ruark fue destinado a otro grupo encargado de cosechar la caña de invierno antes de que llegaran los meses secos. Allí, les enseñó a quemar los campos, lo cual reducía la planta a un tallo chamuscado, todavía rico en jugos, a la vez que eliminaba arañas e insectos ponzoñosos que hubieran reducido aún más la cantidad de trabajadores. Modificó el pequeño trapiche para que pudiera hacerlo girar una mula en vez de la media docena de hombres -que se necesitaban habitualmente. Nuevamente el nombre de Ruark apareció en los informes.