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El «Philadelphia Trust and Fidelity» poseía una importante sección internacional. A la hora del almuerzo, Tracy y sus compañeros solían comentar las actividades de cada mañana.

Deborah, la jefa de contadores, anunciaba por ejemplo: Acabamos de concretar el préstamo conjunto de cien millones de dólares para Turquía.

Mae Trenton, secretaria del vicepresidente del Banco, también tenía novedades:

– En la reunión de directorio de hoy se decidió participar en el nuevo empréstito para el Perú. La comisión para el intermediario es de más de cinco millones de dólares.

Y John Creighton, el malhumorado del grupo, agregaba:

– Tengo entendido que vamos a aprobar el paquete de cincuenta millones de ayuda para México. Yo creo que no se merecen ni un centavo.

– Es interesante -observó Tracy-. Los países que más nos atacan por nuestra política monetaria, son los primeros en pedirnos créditos.

Justamente por ese tema, Charles y ella habían tenido su primera discusión.

Tracy había conocido a Charles Stanhope III en un simposio sobre temas de finanzas al que Charles había asistido como orador invitado. Charles dirigía una financiera, fundada por su bisabuelo, que realizaba frecuentemente operaciones con el Banco donde trabajaba Tracy. Luego de la disertación, Tracy manifestó su desacuerdo con el análisis que había realizado él sobre la capacidad de los países del Tercer Mundo para pagar las cuantiosas sumas de dinero que pedían prestadas a Bancos comerciales del mundo entero. Al principio, a Charles le hicieron gracia; luego quedó intrigado por los apasionados argumentos de la bella joven que tenía ante sus ojos. El intercambio de ideas prosiguió durante la cena que compartieron en un restaurante.

En un primer momento, Tracy no quedó muy impresionada por Charles Stanhope III, pese a estar al tanto de que se le consideraba el soltero más apetecible de Filadelfia. Charles tenía treinta y cinco años, y era el heredero de una de las familias más tradicionales de la ciudad. Con su metro ochenta de estatura, sus ojos castaños y sus modales algo distantes, le resultó uno de esos típicos ricachones aburridos.

Como si le leyera los pensamientos, Charles se inclinó sobre la mesa y declaró:

– Mi padre está convencido de que en el sanatorio le dieron el bebé equivocado.

– ¿Cómo?

– Soy la antítesis de él. Sucede que para mí, el dinero no es el fin supremo de la vida. Pero, por favor, nunca le cuentes lo que he dicho:

Lo manifestó con tal sencillez y encanto que Tracy sintió una súbita simpatía por él. Me pregunto cómo sería estar casada con una persona tan rica y poderosa…

El padre de Tracy se había dedicado la mayor parte de su vida a la creación de una empresa que los Stanhope habrían considerado insignificante. Los Stanhope y la gente como yo jamás podrían alternar -pensó Tracy-; somos como el agua y el aceite. Pero, ¿por qué pienso estas idioteces? Un hombre me invita a cenar y ya estoy pensando si quiero casarme con él. Lo más probable es que nunca volvamos a vernos.

Charles le dijo en ese momento:

– Podemos salir a cenar mañana, si quieres…

La vida nocturna de Filadelfia era deslumbrante. Los sábados por la noche, Tracy y Charles iban al ballet o a los conciertos de la orquesta municipal. Durante la semana exploraban la selecta colección de tiendas de Society Hill, o iban a recorrer el Museo de Arte o el de Rodin.

A Charles no le interesaba mucho la gimnasia pero a Tracy sí, de modo que los sábados por la mañana ella iba a correr por el parque. Los sábados por la tarde iba a clase de tai chi ch'un, y luego de una hora de agotadora gimnasia, se dirigía feliz al departamento de su novio. Charles era todo un gourmet, que disfrutaba preparando platos exóticos para ambos.

También era la persona más puntillosa que jamás hubiese conocido. Una vez que llegó a cenar a casa de él con quince minutos de retraso, Charles se disgustó tanto que arruinó la velada.

Tracy tenía escasa experiencia sexual, pero le daba la impresión de que Charles hacía el amor de la misma forma en que conducía su vida: minuciosa, adecuadamente. En una ocasión ella decidió ser más audaz y menos convencional en la cama, y fue tal el espanto de él que Tracy se limitó a desempeñar su papel habitual.

El embarazo fue inesperado, y llenó a Tracy de incertidumbre. Como Charles no había mencionado el tema del matrimonio, no quería que se sintiera obligado a casarse por el bebé. No estaba segura de poder afrontar un aborto, pero la alternativa era una opción igualmente dolorosa. ¿Sería capaz de criar a una criatura sin ayuda del padre, y no sería eso también injusto para el niño?

Decidió darle la noticia una noche, después de cenar. Tracy había preparado un guiso en su departamento, y era tal su nerviosismo que lo dejó quemar. Al colocar el plato frente a Charles dejó su discurso cuidadosamente ensayado y sólo atinó a decir:

– Lo siento, Charles, pero estoy embarazada.

Se produjo un silencio insoportablemente largo y, cuando Tracy estaba a punto de romperlo, Charles dijo:

– Nos casaremos, por supuesto.

A Tracy la inundó una sensación de alivio.

– No quiero que pienses…, no tienes obligación de casarte conmigo -musitó.

El levantó una mano para hacerla callar.

– Quiero hacerlo, Tracy. Serás una maravillosa esposa. -Y agregó lentamente-: Por supuesto, mis padres se sorprenderán un poco.

Con gesto tierno, la besó. Ella preguntó en un susurro:

– ¿Por qué habrían de sorprenderse?

Charles lanzó un suspiro.

– Querida, me parece que no te das cuenta de todo lo que te espera. Los Stanhope siempre se casan con, entre comillas, gente como ellos: la aristocracia de Filadelfia.

– Y ya tienen elegida la mujer -aventuró.

Charles la tomó en sus brazos.

– Eso me importa un pito. Cenaremos con mis padres el viernes que viene. Ya es hora de que los conozcas.

Eran las nueve menos cinco. Tracy notó que se intensificaba el nivel del ruido del Banco. Los empleados comenzaban a hablar con mayor rapidez, a moverse con más presteza. Las puertas se abrirían al público en cinco minutos, y había que tener todo preparado. Por el ventanal, Tracy vio a los clientes que aguardaban en la acera, bajo la lluvia.

El guardia del Banco distribuyó impresos de ingreso y de extracción en las seis mesas alineadas en el pasillo central. Los clientes habituales recibían impresos de ingreso con un código magnético personal, de modo que cada vez que realizaban una operación automáticamente el ordenador lo acreditaba en la cuenta correspondiente.

Sin embargo, muchas veces venía gente sin sus propios impresos, y debía utilizar los comunes del Banco.

El guardia miró el reloj de la pared, y cuando la aguja llegó a las nueve, se dirigió a la puerta y la abrió con aire ceremonioso.

Durante las horas siguientes, Tracy estuvo demasiado ocupada con el ordenador como para pensar en otra cosa. Cada transferencia por cable debía ser controlada dos veces para comprobar que tuviese el código correcto. Cuando había que hacer un débito, daba entrada al número de cuenta, la cantidad y el Banco adonde había que transferir el dinero. Cada Banco poseía su propio código numérico. Había una guía confidencial en la que figuraban los códigos de todos los Bancos importantes del mundo.

La mañana se le pasó rápidamente. Pensaba aprovechar la hora del almuerzo para ir a la peluquería. Pidió turno en «Larry Stella Botte», y aunque era espantosamente caro, se dijo que valía la pena. Deseaba causar una buena impresión a los padres de Charles. No me importa qué novia le hayan elegido. Nadie puede hacer a Charles más feliz que yo.

A la una, cuando estaba poniéndose el impermeable, Clarence Desmond la llamó a su despacho. Desmond era la imagen estereotipada del ejecutivo. Vestía trajes de corte sobrio y tenía un aire de anticuada formalidad que le daba un aspecto que inspiraba confianza.