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– El pueblo contra Tracy Whitney.

Tracy se acercó al estrado. El juez echaba un vistazo a un papel, levantando y bajando la cabeza.

Ahora era el momento de explicar a algún funcionario la verdad sobre lo ocurrido. Tracy entrelazó sus manos para que no le temblaran.

– Su Señoría, no fue un homicidio. Yo le disparé, pero fue un accidente. Sólo quería asustarlo. Había tratado de violarme y…

El fiscal la interrumpió:

– Su Señoría, creo que no tiene sentido que este tribunal pierda su tiempo. Esta mujer irrumpió en casa del señor Romano armada con un revólver calibre 32, robó un Renoir evaluado en medio millón de dólares, y cuando el señor Romano la sorprendió in fraganti, le disparó a sangre fría y lo dejó por muerto.

Tracy sintió que el color abandonaba sus mejillas.

– ¿De qué está hablando?

Todo era una insensatez. El fiscal prosiguió.

– Tenemos el arma con la que hirió al señor Romano. Conserva sus impresiones digitales.

¡Entonces Joe Romano estaba vivo! No había matado a nadie.

– Esta mujer, Su Señoría, escapó con el cuadro que probablemente ahora estará oculto en algún sitio. Por este motivo, el Estado solicita que Tracy Whitney sea arrestada por intento de homicidio y robo a mano armada y se fije su fianza en medio millón de dólares.

El juez se volvió hacia Tracy, que estaba paralizada por la impresión.

– ¿Tiene usted representación legal?

Ella ni siquiera lo escuchó.

El magistrado levantó la voz.

– ¿Tiene usted un abogado?

Tracy negó con la cabeza.

– No. Yo… lo que este hombre dice no es verdad. Yo nunca…

– ¿Cuenta con dinero para pagar un abogado.

Podía recurrir al fondo de asistencia para los empleados del Banco, podía recurrir a Charles.

– No, no, Su Señoría, pero no entiendo.

– El Juzgado le nombrará uno de oficio. Deberá usted permanecer en prisión, o depositar una fianza de quinientos mil dólares. El próximo caso.

– ¡Espere! ¡Esto es un error! Yo no soy…

No recordaba cómo la habían sacado de la sala.

El nombre del letrado de oficio designado por el juez era Perry Pope, un hombre de casi cuarenta años, rostro inteligente y ojos azules de expresión comprensiva.

Entró en la celda, se sentó en el catre y dijo:

– ¡Bueno! Ha causado usted una gran conmoción en su breve permanencia en la ciudad. -Sonrió-. Pero es una suerte que tenga pésima puntería. La herida fue superficial. Mala hierba nunca muere. -Sacó una pipa-. ¿Le molesta?

– No.

Llenó la pipa de tabaco, la encendió y escrutó a Tracy con la mirada.

– No parece ser la típica criminal desesperada, señorita.

– No lo soy. Le juro que no.

– Convénzame. Cuénteme lo sucedido, desde el comienzo. Tómese su tiempo.

Tracy lo relató todo. Perry Pope la escuchó, mudo, hasta que hubo terminado. Luego se apoyó contra la pared del calabozo, con expresión seria.

– Ese hijo de puta -musitó.

– No sé de qué hablaban. -Había confusión en los ojos de ella-. Ni tampoco sé nada respecto del cuadro.

– Realmente es muy sencillo. Joe Romano la usó como víctima, del mismo modo que lo hizo con su madre. Usted se metió directamente en la trampa.

– Sigo sin entender.

– Permítame explicárselo. Romano reclamará a una compañía de seguros medio millón de dólares por el Renoir que tiene escondido en alguna parte. La compañía de seguros la perseguirá a usted, no a él. Cuando el asunto se enfríe, Romano venderá la tela a algún particular y obtendrá otro medio millón, gracias a la colaboración que usted le prestó. ¿No sabía que una confesión obtenida a punta de pistola carece de validez?

– Supongo… que sí. Yo sólo pensé que, si le sacaba la verdad, alguien podría iniciar una investigación.

La pipa del abogado se había apagado y tuvo que volver a encenderla.

– ¿Cómo entró en su casa?

– Toqué el timbre de la puerta y Romano me hizo pasar.

– Eso no es lo que declaró él. Hay una ventana rota en el fondo de la casa, por donde, según sus palabras, entró usted. Le dijo a la Policía que la pescó fugándose con el Renoir y que, cuando intentó detenerla, usted disparó contra él y huyó.

– ¡Eso es mentira!

– Pero tiene sentido. Especialmente lo del arma. ¿Tiene usted idea de con quién se ha metido?

Tracy negó con la cabeza, muda.

– Entonces permítame informarle, señorita Whitney, que esta ciudad está totalmente dominada por la familia Orsatti. Aquí no pasa nada sin el consentimiento de Anthony Orsatti. Si desea obtener un permiso para construir un edificio, pavimentar una calle, poner un prostíbulo o comerciar con estupefacientes, tiene que ver a Orsatti. Y Joe Romano es el brazo derecho en la organización de Orsatti. -La miró asombrado-. ¡Y usted se atrevió a entrar en su casa y amenazarlo con un arma!

Tracy estaba como atontada, exhausta. Finalmente preguntó:

– ¿Cree usted en mi historia?

El letrado le sonrió.

– Es tan estúpida que tiene que ser cierta.

– ¿Puede ayudarme?

– Lo intentaré -afirmó lentamente-. Daría cualquier cosa por ponerlos a todos entre rejas. Son los dueños de esta ciudad y tienen sobornados a la mayoría de los jueces. Si usted va a juicio, la enterrarán tan hondo que jamás volverá a ver la luz del día.

Tracy lo miró intrigada.

– ¿Acaso no es seguro que vaya a juicio?

Pope se puso de pie y caminó por la diminuta celda.

– No quiero llevarla ante un jurado, porque, créame, será toda gente de ellos. Hay solamente un juez a quien Orsatti nunca pudo comprar: Henry Lawrence. Si logro que él se ocupe de este caso, estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo. No es estrictamente ético, pero hablaré con él en privado. Él odia a Orsatti y a Romano tanto como yo. Por ahora lo único que se puede hacer es llegar hasta el juez Lawrence.

Perry Pope le consiguió a Tracy una llamada con Charles. Ésta oyó la conocida voz de su secretaria.

– Oficina del señor Stanhope.

– Harriet, habla Tracy Whitney.

– ¡Ah! Ha estado tratando de comunicarse con usted, señorita, pero no teníamos teléfono donde llamarla. La señora Stanhope está ansiosa de hablar con usted acerca de los detalles de la boda. ¿Por qué no se pone en contacto con ella cuanto antes?

– Harriet, ¿puedo hablar con el señor Stanhope, por favor?

– Lo siento, señorita Whitney, pero ha salido de viaje a Houston para una reunión. Si me deja su número, seguramente le telefoneará en cuanto regrese.

Imposible que la llamara a la cárcel, sobre todo si no tenía oportunidad de explicárselo todo primero.

– Yo… volveré a llamar.

Mañana -pensó con gran cansancio-. Mañana se lo explicaré todo.

Aquella tarde la trasladaron a una celda más amplia. Le sirvieron una cena caliente, y poco después le llegó un ramo de flores con una notita. Tracy abrió el sobre y sacó la tarjeta: «Alégrese. Vamos a vencer a esos hijos de puta. Perry Pope.»

Pope fue a visitarla a la mañana siguiente. Apenas Tracy vio la sonrisa en su rostro, supo que le traía buenas noticias.

– Tuvimos suerte -le dijo-. Acabo de ver a Lawrence y Topper, el fiscal. Topper gritó como un loco, pero llegamos a un acuerdo.

– ¿Un acuerdo?

– Le conté al juez toda su historia, y aceptó que se declarara usted culpable.

– ¿Culpable?

– Escúcheme. Declarándose culpable, le ahorra usted al Estado los gastos de un juicio. Convencí al magistrado de que usted no robó el cuadro. Como él conoce a Romano, me creyó.

– Pero si me declaro culpable, ¿qué me harán?

– El juez la condenará a tres meses de prisión con…

– ¡Prisión!

– Espere un minuto. Dejará la condena en suspenso, y usted podrá cumplir la libertad condicional fuera de este Estado.