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– Pero entonces…, tendré antecedentes penales.

Perry Pope suspiró.

– Si le inician juicio por robo a mano armada e intento de homicidio la sentenciarían a diez años.

¡Diez años en la cárcel!

Perry Pope la observó pacientemente.

– La decisión es suya -dijo-. Yo sólo puedo aconsejarla. Es un milagro que salga tan beneficiada. Esperan su respuesta. No es obligación que acepte el acuerdo. Puede pedir otro abogado y…

– No.

Sabía que aquel hombre era honesto. Teniendo en cuenta las circunstancias y su comportamiento demente, el hombre había hecho todo lo más posible para beneficiarla. Si tan sólo pudiera hablar con Charles… Pero necesitaban la respuesta en el acto. Probablemente sería afortunada y sólo recibiría una condena de tres meses.

– Acepto… el trato…

Le costó articular las palabras.

El abogado hizo un gesto de aprobación.

– Muy inteligente por su parte.

No se le permitió hacer otra llamada antes de ser llevada nuevamente al Juzgado. Ed Topper se paró a un lado de ella, y Perry Pope al otro. El juez Lawrence era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto distinguido y espesa cabellera.

El juez se dirigió a ella:

– Se me ha informado que la acusada desea cambiar de declaración, de inocente a culpable. ¿Es eso cierto?

– Sí, Su Señoría.

– ¿Están de acuerdo todas las partes?

Perry Pope asintió.

– Sí, Su Señoría.

– El Estado accede, Su Señoría -afirmó el fiscal.

Henry Lawrence permaneció un largo instante en silencio. Luego se inclinó hacia adelante y miró a Tracy a los ojos.

– Uno de los motivos por los que este gran país nuestro se halla en tan deplorables condiciones -dijo- es que sus calles están llenas de alimañas que suponen que pueden cometer impunemente cualquier delito, de gente que se ríe de la ley. Algunos sistemas judiciales de este país amparan a los criminales. Bueno, en Luisiana no creemos en eso. Cuando, durante la comisión de un delito, alguien intenta matar a sangre fría, creemos que esa persona debe ser adecuadamente sancionada.

Tracy comenzó a sentir pánico. Se volvió hacia Perry Pope, pero los ojos de su representante legal estaban fijos en el juez.

– La acusada ha reconocido haber tratado de asesinar a uno de los más notables ciudadanos de esta comunidad, un hombre destacado por su filantropía y sus obras benéficas. La acusada le disparó en el momento de robarle una obra de arte evaluada en medio millón de dólares. -Su voz se volvió más severa-. Bueno, este Juzgado se encargará de que no disfrute usted de ese dinero durante los próximos quince años ya que, durante ese lapso, será usted recluida en la Cárcel de Mujeres de Luisiana del Sur.

Tracy sintió que la cabeza le daba vueltas. Todo aquello era una horrible broma. Ese maldito juez está leyendo un texto equivocado. Se suponía que no debía decir aquellas cosas. Se volvió para que Perry Pope le explicara qué sucedía, pero éste rehuyó su mirada. En cambio, se dedicó a guardar papeles en su maletín, y por primera vez Tracy notó que tenía las uñas comidas hasta la cutícula. El juez Lawrence se había puesto de pie, recogiendo también sus cosas. Tracy permaneció inmóvil, aturdida, incapaz de comprender lo que había sucedido.

Un agente se le acercó y la tomó del brazo.

– Venga -dijo.

– No -gritó ella-. ¡No, por favor! -Miró al juez-. Ha habido un tremendo error, Su Señoría.

El agente la sujetó con más fuerza, y Tracy comprendió que no había error alguno. Le habían tendido una trampa, e iban a destruirla.

Tal como habían hecho con su madre.

CUATRO

La noticia de los delitos y la sentencia de Tracy Whitney apareció en la primera plana del New Orleans Courier, acompañada por una foto suya tomada por la Policía. Las principales agencias informativas recogieron la crónica y la difundieron en los periódicos de todo el país. Cuando Tracy salió del Juzgado para ser llevada a la penitenciaría estatal, debió enfrentarse con gran cantidad de periodistas y fotógrafos. Escondió la cara, humillada, pero no hubo forma de escapar de las cámaras. Joe Romano siempre era noticia, y el hecho de que una bella ladrona intentara quitarle la vida, mayor noticia aún. A Tracy le daba la impresión de estar rodeada de enemigos. Charles me salvará -se repetía-. Dios mío, por favor, que Charles me saque de aquí. Nuestro bebé no puede nacer en la cárcel.

Sólo al día siguiente, por la tarde, el agente de guardia le permitió utilizar el teléfono.

– Oficina del señor Stanhope -dijo Harriet, la secretaria de Charles.

– Harriet, habla Tracy Whitney. Quisiera hablar con el señor Stanhope.

– Un momento, señorita. -Notó cierta vacilación en el tono de la secretaria-. Voy a ver… si está el señor.

Luego de una larga y desgarradora espera, oyó finalmente la voz de Charles. Tuvo ganas de llorar de alegría.

– Charles…

– ¿Eres tú, Tracy?

– Sí, querido. ¡Oh, Charles, estuve todo este tiempo tratando de comunicarme contigo…!

– ¡Me he vuelto loco, Tracy! Los diarios están llenos de terribles historias sobre ti. No puedo creer lo que dicen.

– Todo es mentira, querido. Todo.

– ¿Por qué no me llamaste?

– Lo intenté, pero no te encontré.

– ¿Dónde estás ahora?

– Estoy…, estoy en la prisión de Nueva Orleáns. Charles, van a encarcelarme por algo que no cometí.

Para su gran consternación, se echó a llorar.

– Escúchame un segundo. Los diarios dicen que efectuaste un disparo a un hombre. Eso no es verdad, ¿no?

– Sí, le disparé, pero…

– Entonces es cierto.

– No es lo que parece ser, querido, en absoluto. Puedo explicarte todo. Yo…

– Tracy, ¿te declaraste culpable de intento de homicidio y de haber robado un cuadro?

– Sí, Charles, pero sólo porque…

– Dios mío, si tanta falta te hacía el dinero, podrías haber conversado conmigo. No puedo creerlo, como tampoco mis padres. Saliste en los titulares del Philadelphia Daily News de esta mañana. Es la primera vez que el más mínimo escándalo roza a mi familia.

La frialdad de Charles le dio a entender a Tracy la profundidad de sus sentimientos. Ella había contado ansiosamente con él, pero Charles estaba del lado de ellos. Procuró no gritar.

– Querido, te necesito. Por favor, ven a verme. Tú podrás arreglarlo todo.

Se produjo un largo silencio.

– Al parecer, no hay mucho que arreglar, especialmente si te has confesado culpable de todas esas cosas. Mi familia no puede verse involucrada en un asunto como éste, y supongo que lo comprenderás. Esto ha sido terrible para nosotros. Obviamente, nunca llegué a conocerte bien.

Cada palabra fue como un mazazo. El mundo se desplomaba sobre ella. Se sintió más sola que nunca. No tenía nadie a quien acudir.

– ¿Y qué me dices del bebé?

– Tendrás que hacer lo que consideres mejor para tu hijo. Lo siento, Tracy.

La comunicación se cortó.

Ella se quedó con el auricular en la mano.

A sus espaldas, una prisionera dijo:

– Si terminaste con el teléfono, quisiera llamar a mi abogado.

Cuando la llevaron de vuelta a su celda, la guardiana le indicó las instrucciones.

– Esté lista para partir por la mañana. La recogerán a las seis.

Recibió una visita. Otto Schmidt parecía haber envejecido años durante las pocas horas que hacía que Tracy no lo veía. Tenía cara de enfermo.

– Vine para decirte cuánto lo lamentamos mi mujer y yo. Sabemos que, cualquier cosa que haya ocurrido, no fue culpa tuya.

¡Si Charles hubiese dicho eso!

– Estaremos mañana en el sepelio de la señora Doris.

– Gracias, Otto.