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Cuando el tren entró en la estación de Yoyogi, Kawamura se dirigió a la puerta. ¿Se bajaría ahí? Aquello supondría un problema: los infrarrojos de la unidad tenían un alcance limitado y sería todo un reto manejarla y seguirle de cerca a la vez. «Maldita sea, sólo unos segundos más», pensé, preparándome para seguirle al exterior. Pero lo único que hacía era permitir que la gente que tenía detrás pudiera salir del vagón, por lo que se detuvo al otro lado de las puertas. Cuando los pasajeros que se bajaban en Yoyogi estuvieron fuera, volvió a entrar, seguido de cerca por varias personas que habían esperado en el andén. Las puertas se cerraron y volvimos a ponernos en marcha.

Al llegar a los dos voltios la pantalla me advirtió que estaba acercándome a valores de rendimiento mínimos y que resultaba peligroso reducirlos más. Hice caso omiso de la advertencia y reduje la unidad medio voltio más al tiempo que lanzaba una mirada a Kawamura. No había cambiado de postura.

Cuando alcancé un solo voltio e intenté seguir adelante, la pantalla me lanzó otro mensaje: «Su orden fijará la unidad en los valores de rendimiento mínimos. ¿Está seguro de que desea dar esta orden?». Pulsé «Sí». De todos modos, apareció otro mensaje: «Ha programado la unidad para los valores de rendimiento mínimos. Confirme, por favor». Volví a pulsar «Sí». Se produjo una pausa de un segundo y entonces aparecieron en pantalla unas letras parpadeantes en negrita: Valores de rendimiento inaceptables. Valores de rendimiento inaceptables.

Cerré la tapa pero dejé el PDA encendido. Se reiniciaría de modo automático. Siempre existía la posibilidad de que la secuencia no funcionara la primera vez y quería poder volver a intentarlo en caso necesario.

No hizo falta. Cuando el tren entró en la estación de Shinjuku y se detuvo con una sacudida, Kawamura tropezó con la mujer que tenía al lado. Las puertas se abrieron y los otros pasajeros salieron en tropel pero Kawamura se quedó, agarrado a una de las barras verticales cercanas a la puerta con la mano derecha y aguantando el paquete de fruta con la izquierda mientras los viajeros pasaban por su lado. Le observé mientras giraba en el sentido contrario a las agujas del reloj hasta golpearse la espalda contra la pared de al lado de la puerta. Tenía la boca abierta, parecía ligeramente sorprendido. Acto seguido, lentamente, casi con cuidado, fue deslizándose hacia el suelo. Vi que uno de los pasajeros que se había subido en Yoyogi se agachaba para asistirle. El hombre, un occidental de unos cuarenta y cinco años, alto y delgado como para hacerme pensar en una jabalina, con unas gafas de montura ligera que le otorgaban cierto aire aristocrático, sacudió a Kawamura por los hombros, pero éste ya no notaba los esfuerzos del desconocido por socorrerle.

– Daijoubu desu ka? -pregunté mientras movía la mano izquierda para sujetar a Kawamura por la espalda y recoger el imán. ¿Está bien? Hablé en japonés porque era probable que el occidental no lo entendiera y nuestra interacción se limitara al mínimo.

– Wakaranai -musitó el desconocido. No lo sé. Le dio una palmadita en las mejillas, cada vez más azuladas, y lo sacudió, un poco bruscamente, me pareció. O sea que sí hablaba japonés. No importaba. Pellizqué el imán y lo despegué. Kawamura estaba muerto.

Pasé junto a ellos para salir al andén y los pasajeros enseguida empezaron a abarrotar el vagón detrás de mí. Cuando miré por la ventanilla más cercana a la puerta, me sorprendió ver al desconocido registrándole los bolsillos a Kawamura. Lo primero que pensé fue que le estaba robando. Me acerqué más a la ventana para verlo mejor pero la creciente aglomeración de pasajeros me impedía ver.

Sentí el impulso de volver a entrar pero habría sido una estupidez. De todos modos, era demasiado tarde. Las puertas ya se estaban cerrando. Vi que se cerraban y que enganchaban algo, un bolso o un pie tal vez. Se abrieron ligeramente y volvieron a cerrarse. Era una manzana, que cayó a las vías mientras el tren se marchaba.

Dos

Desde Shinjuku tomé la línea de metro de Maranouchi hasta Ogikubo, en el extremo occidental de la ciudad, fuera del área metropolitana de Tokio. Quería realizar una última PDV -prueba de detección de vigilancia- antes de ponerme en contacto con mi cliente para informarle de los resultados de la operación Kawamura, y el hecho de dirigirme hacia el oeste me hizo ir en contra del tráfico de la hora punta, lo cual facilitaba la tarea de seguirme el rastro.

Una PDV es precisamente lo que parece: una ruta creada para obligar a cualquiera que te siga a ponerse en evidencia. Por supuesto Harry y yo habíamos tomado todas las precauciones posibles camino de Shibuya y Kawamura esa mañana, pero nunca doy por supuesto que, por haber estado limpio entonces, lo voy a seguir estando. En Shinjuku, la muchedumbre es tan densa que podría haber diez personas siguiendo a alguien y sería muy difícil identificar a una de ellas. Por el contrario, seguir a alguien discretamente por el andén largo y desierto de una estación con múltiples entradas y salidas es prácticamente imposible, y el viaje a Ogikubo me ofrecía el tipo de tranquilidad que necesitaba.

Antes era habitual que un agente de inteligencia que quisiera comunicarse con un contacto valioso tan sensible que fuera imposible concertar una cita, utilizara un punto de recogida secreto. El contacto dejaba la microficha en el hueco de un árbol, o la escondía en un libro raro de una biblioteca pública y, más tarde, el espía iba a recogerlo. Las dos personas nunca podían estar juntas en el mismo lugar y en el mismo momento.

Con internet es más fácil y más seguro. El cliente envía un mensaje cifrado a un BBS o tablón de anuncios, el equivalente electrónico del hueco de un árbol. Lo descargo desde un teléfono público anónimo y lo descifro cuando quiero. Y viceversa.

El contenido del mensaje es muy sencillo. Un nombre, una foto, información de contacto privada y laboral. Un número de cuenta bancaria, instrucciones para la transferencia. Un recordatorio de mis tres negativas: ni mujeres ni niños, nada de actuar contra los que no sean partícipes directos, nadie más contratado para solucionar el problema en cuestión. El teléfono sólo se utiliza para el inofensivo después, que era el motivo de mi viaje a Ogikubo.

Utilicé uno de los teléfonos públicos del andén de la estación para llamar a mi contacto del Partido Liberal Democrático, un esbirro del PLD que conozco por el nombre de Benny, tal vez la abreviatura de Benihana o algo así. Benny habla bastante bien inglés, de lo que infiero que ha pasado algún tiempo en el extranjero. Prefiere hablar inglés conmigo, creo que porque suena más duro en ciertos contextos y Benny se considera un tipo duro. Probablemente aprendiera el idioma con un programa demasiado formal a base de películas de gánsteres de Hollywood.

Nunca nos habíamos visto, claro está, pero hablar con Benny por teléfono había sido suficiente para que me cayera mal. Tenía una imagen vívida de él, que era la de otro lameculos del Gobierno, un tipo que intentaría solucionar un problema de sobrepeso haciendo unas cuantas carreras de diez minutos tres veces al día en una cinta rodante de un gimnasio caro con espejos y metales cromados, donde el aire acondicionado y los sonidos relajantes del televisor evitarían toda incomodidad innecesaria. Derrocharía en artículos como gel para el pelo de diseño, porque total sólo cuestan unos cuantos pavos, y ahorraría dinero vistiendo camisas que no necesitan planchado y corbatas que proclaman «Auténtica seda italiana», elegidas con cuidado del cajón de saldos de unos grandes almacenes en un viaje al extranjero, felicitándose por el precio de ganga que había pagado por unos artículos de tanta calidad. Seguro que lucía unos cuantos lujos occidentales, como una pluma Montblanc, talismanes para asegurarse de que era más cosmopolita que quienes le daban órdenes. Sí, conocía a este tipo. Era un mandado, un intermediario, un espectador que no se había ensuciado las manos en su vida, que no sabía diferenciar una sonrisa verdadera del rictus divertido de las chicas de alterne que le desplumaban con whiskies Suntory rebajados con agua mientras él las aburría con insinuaciones sobre las Grandes Cosas en las que estaba implicado pero de las que, por supuesto, no podía hablar realmente.