– No das la impresión de ser una mujer que desea darse la gran vida. Si lo fueras, no habrías vuelto aquí.
– Tienes toda la razón.
– ¿Te parece que empecemos a trabajar en la cocina?
– Desde luego -dijo ella con una sonrisa.
Controló las ganas de chillar de alegría. Eric había pasado la prueba, no la buscaba por su dinero; su intuición no había fallado. Matt le había mostrado un aspecto diferente de la vida… que no le había gustado.
Sabía que era afortunada. El dinero de su padre le permitiría quedarse en casa con el bebé durante varios años, sin necesidad de trabajar. Pero la seguridad financiera no le había aclarado las ideas sobre qué hacer, con su vida. Quería dedicarse a su hijo, pero no podía evitar pensar que sería mejor madre si tenía otros intereses aparte de los maternales.
– Muy bien, medio adinerada jovencita independiente -empezó Eric mientras abría una caja de platos y empezaba a desenvolverlos-. Ahora que estás en tu nuevo hogar, ¿qué piensas hacer con tu vida?
– Es justo en lo que estaba pensando. ¿Me has leído el pensamiento?
– En absoluto. Era la siguiente pregunta lógica. Sé que te gustan tus bayas y todo eso, pero ¿cuánto tiempo de atención necesitan?
– Más vale que dejes en paz mis bayas, amigo. Sobre todo si esperas que las comparta.
– Aceptado. Pero eso no contesta a mi pregunta. ¿Qué planes tienes?
– No sé -admitió ella. Fue metiendo en el lavavajillas los platos que le pasaba-. ¿Necesito un plan?
– Suele ayudar.
– Deja que adivine -lo miró de reojo-. Tú tienes planes múltiples. A corto, largo y posiblemente medio plazo.
– Claro -él lanzó una carcajada-. En parte son responsables de mi éxito profesional. Quiero ascender lo antes posible.
– ¿Pretendes llegar a presidir una empresa algún día?
– Desde luego que sí. ¿Por qué no? Me gustaría el reto de dirigir algo grande. Entretanto, estoy afianzando mi curriculum.
– ¿Y tu vida personal? -inquirió ella.
– Hablas como mi hermana. CeeCee siempre está dándome la lata para que forme una familia.
– ¿Y tú no quieres? -preguntó Hannah con un nudo en el estómago.
– Quiero formar parte de algo -aclaró él. Terminó de vaciar la caja y empezó con otra-. Tú ya eres parte de algo. Así que tienes esa necesidad resuelta.
– Si te refieres a los Bingham, no me considero parte del núcleo familiar. Soy una pariente accidental.
– Eso no es verdad.
– ¿Estás seguro? -ella se irguió y alzó los hombros-. Mi abuela siempre ha sido buena conmigo, pero lo cierto es que existo porque su hijo cometió un error. No le gustará que haya dejado Derecho -ni mi embarazo, pensó-. No quiero ver la decepción en sus ojos, por eso no le he dicho aún que he vuelto. Si se entera por otra persona, la decepción será aún mayor. Así que aquí estoy, temiendo a mi abuela, sin plan ni rumbo.
– Estás en un periodo de transición -se acercó y acarició su barbilla-. Eso cambiará.
– Si no cambia, iré a pedirte que me des lecciones de planificación.
– Puedo ofrecerte algunos consejos -afirmó él, volviendo a la caja.
– Tu hermana debe estar muy orgullosa de ti. De tus logros -a Hannah la asombraba cuánto había avanzado en un periodo de tiempo tan corto.
– Lo está.
– ¿Os lleváis bien?
– Sí -Eric sonrió-. Intentamos cenar juntos una vez a la semana. Ella me dice lo que debo arreglar en mi vida y yo hago chapuzas en su casa.
– Eso está muy bien. Mientras crecía siempre quise tener un hermano o hermana. Alguien con quien jugar y compartir cosas.
– CeeCee es casi once años mayor que yo. No era una compañera de juegos.
– Supongo que no, pero estaba allí contigo.
Eso era lo que ella quería. Una familia con la que contar, amigos de los que ocuparse. Si conseguía eso, podría enorgullecerse de su vida.
Ya tenía una familia, pero no estaban muy unidos. En parte era culpa suya, sobre todo desde que había regresado y evitado a todo el mundo. Hizo voto de cambiar de actitud.
El lunes, Hannah fue en coche a ver a su abuela. Myrtle vivía en la mansión que su marido construyó a principios de los cincuenta. Aparcó, salió del coche y se estiró la falda de lana y la chaqueta corta.
Estaba más que nerviosa… se sentía indigna. Quizá fuese porque había crecido en la zona pobre de la ciudad, con dificultades para llegar a fin de mes. O quizá porque era una hija bastarda.
Poniendo su corazón en actuar como una Bingham, fue hacia la puerta y llamó. Una sirvienta uniformada la condujo a la sala de estar de Myrtle.
Hannah ya había estado allí. Siempre había fuego en la chimenea y jarrones de flores frescas en varias mesitas. Los tonos rosados y rojos daban a la sala un aspecto muy acogedor. Una alfombra oriental cubría el suelo de madera, dos sofás pequeños y un sillón orejero creaban una zona de conversación.
El sillón era de su abuela. En su primera visita a la casa había cometido el error de sentarse en él y su abuela le había pedido, gentil pero firmemente, que cambiara de sitio. Entonces sólo tenía catorce años, lloraba la muerte de su madre y acababa de enterarse de que Billy Bingham era su padre. Myrtle le comunicó que habían decidido que iría a un internado en el este.
Se abrió una puerta y su abuela entró. Myrtle Northrup Bingham estaba a punto de cumplir ochenta años, pero aún se movía con la seguridad de una joven. Sonrió al ver a Hannah y extendió las manos.
– Nadie me dijo que estabas en la ciudad, Hannah. Es una sorpresa encantadora.
– Gracias -Hannah apretó sus manos levemente y la besó en la mejilla-. Llevo unos días aquí -dijo, aunque en realidad eran casi tres semanas.
– ¿Tenéis vacaciones en la universidad?
– Yo… -tragó saliva-no. He dejado Yale. Definitivamente.
La única reacción de Myrtle fue alzar levemente las cejas. Después sirvió dos tazas de té y le ofreció una.
– Ya veo.
– Verás, sentí la necesidad de establecerme y he comprado una casa. Es preciosa. Espero que puedas venir a verla.
Myrtle le ofreció un platillo de canapés.
– No, gracias -murmuró Hannah-. La casa está al otro lado de la ciudad, pero aquí no hay distancias. Tiene unas vistas preciosas y un jardín. He estado trabajando en ella -se dio cuenta de que tenía las uñas rotas, de cortar setos y ocultó la mano libre bajo la chaqueta.
Su abuela tomó un sorbo de té. Después dejó la delicada taza sobre el platillo y suspiró.
– Creía que querías ser abogada.
– Quería. Puede que aún quiera, no lo sé. Tengo que pensar en algunas cosas.
Tenía que pensar en el bebé, por ejemplo. Pero decidió guardarse esa noticia para la siguiente vez; no quería provocarle un infarto a su abuela.
– ¿Hay algún joven? ¿Has regresado para casarte?
– No. En realidad no -Hannah no sabía si podía contar a Eric, acababan de empezar a salir.
– Nunca te imaginé ociosa, Hannah. Eres una chica sensata; estoy segura de que te aclararás. ¿Has pasado por el parque de la zona este? Uno de mis comités reunió fondos para mejorar toda la zona infantil. Myrtle charló sobre sus obras de beneficencia. Hannah fue hundiéndose en el asiento más y más cada segundo. La decepción de su abuela era tan palpable como un ser vivo. El mensaje era claro: «Te dieron una oportunidad y la desaprovechaste». Hannah estaba de acuerdo. Había cometido muchos errores. Lo sabía y por eso quería enderezar su vida.
Cuarenta y cinco minutos después, Hannah se excusó, prometió volver de visita y casi corrió hacia el coche. Ahí acababa su esfuerzo por conectar con la familia. Nunca encajaría con ellos, estaba sola.
– Pero te tengo a ti -dijo, palpándose el estómago-. Seremos una familia.
Se preguntó si Eric quería formar parte de su mundo. Si estaba interesado en amar y en ser amado. Eso era lo que ella deseaba casi por encima de todo: un hombre que la amase con todo su corazón. Quería ocupar el primer lugar en la vida de otra persona.