Estaba seguro de que ella no había intentando engañarlo, ni quería aprovecharse de él. Hannah era una Bingham. No necesitaba su apoyo financiero y vivían en unos tiempos en los que las madres solteras eran tan comunes como los padres casados.
Necesitaba saber qué había ocurrido. Se levantó de un salto, agarró la chaqueta y fue hacia la puerta.
– Volveré en media hora -le anunció a Jeanne.
Cinco minutos después cruzó la pasarela acristalada que conectaba el hospital con la clínica. Como era habitual, lo sorprendió el dramático cambio de ambiente. El hospital era un centro sanitario de vanguardia, en el que gente seria trataba enfermedades graves; los largos pasillos conducían a maquinas relucientes.
La clínica, en cambio, era más pequeña y familiar. La mayoría del personal era femenino y todas las pacientes eran mujeres. La iluminación era más suave, los colores apagados y se oía música de ambiente. Había salas en las que las familias podían esperar, un servicio de guardería y montones de plantas y flores.
Eric se encaminó a la zona de obstetricia y ginecología. No vio a Hannah y fue a preguntar a la enfermera.
– Busco a Hannah Bingham -explicó-. ¿Está todavía en la consulta?
– Acabará en un par de minutos -dijo la mujer tras comprobar la pantalla de su ordenador-. Siéntese y la verá cuando salga.
– Muy bien. Gracias.
Eric volvió a la sala de espera. Estaba bastante llena y la mayoría de las mujeres presentaban un estado de gestación avanzado. Algunas estaban con su madre o con su marido. En una esquina de la sala, alfombrada y llena de juguetes, había varios niños. Eric se sintió incómodo y fuera de lugar.
Se sentó junto a una mujer cercana a la cuarentena, que apoyaba un libro sobre una tripa inmensa.
– ¿Es el primero? -le preguntó ella, sonriente.
Hannah se puso la camisa y metió los pies en los zuecos. Se dijo que debía alegrarse; la revisión había ido bien, le encantaba su nueva doctora y había oído el latido del corazón del bebé. Era una mujer afortunada y feliz. Se lo repitió varias veces. No debía importarle que Eric se hubiera molestado; en realidad se lo esperaba.
Pero no era igual esperarlo que vivirlo. Salió y fue al mostrador en el que confirmaría la fecha de la siguiente consulta. Por lo visto había tenido una fantasía oculta sobre lo que iba a ocurrir y le había dolido que fuese así. Una locura. No podía haber esperado que él saltara de alegría, la abrazase y se entusiasmara al saber que estaba embarazada de otro hombre; eso ni siquiera ocurría en la televisión.
Si tenía todo en cuenta, él había reaccionado bastante bien. No la había echado del despacho, no la había llamado mujerzuela y no había manifestado disgusto o asco al comprender que había besado a una embarazada.
Las cosas no habían ido muy lejos entre ellos y eso era una ventaja. No le molestaría que Eric llamase para cancelar su cita para cenar. Era un hombre maravilloso que le gustaba, pero no se había enamorado de él ni nada de eso. Lo olvidaría en un abrir y cerrar de ojos.
Dio su nombre en el mostrador, recogió la tarjeta con su cita y salió. Se dirigía a la puerta cuando oyó a alguien llamarla por su nombre. Se dio la vuelta y casi tropezó de la sorpresa.
– ¿Eric? ¿Qué haces aquí?
– Esperarte.
– No entiendo.
– Ya me doy cuenta. Vamos -dijo él, conduciéndola al pasillo-. ¿Va todo bien? -preguntó.
– ¿Qué?
– Tu cita -miró su estómago-. ¿Qué tal fue?
– ¡Ah! El bebé y yo estamos bien. Ni siquiera he ganado mucho peso, eso es bueno. He procurado andar bastante.
– Entonces no venías porque te encontrases mal.
– No. Quería presentarme y conocer a la doctora. Pero no fue más que un reconocimiento de rutina.
Agarró el bolso con ambas manos. Una parte de ella quería creer que su presencia allí significaba algo bueno, pero otra no quería crearse demasiadas expectativas.
– ¿Para qué has venido? -le preguntó.
– Pensé… -calló y se encogió de hombros-. La verdad es que me soltaste todo un bombazo.
– Lo sé y lo lamento. Quería haberlo mencionado, pero no sabía cómo ni cuándo. Al principio me pareció raro y cuando empezamos a salir juntos… -suspiró-. Ya te he dicho todo esto. ¿Sigues enfadado?
– No estoy enfadado. Estoy confuso.
– ¿Tu mamá no tuvo esa conversación contigo? -Hannah no pudo evitar sonreír-. ¿Aún no tienes claro de dónde vienen los niños?
– Muy graciosa -dijo él con expresión seria, pero ella vio la chispa de humor que brillaba en sus ojos.
– Supongo que tienes muchas preguntas -dijo Hannah, relajándose un poco-. Si te interesa conocer las respuestas, me encantará dártelas.
– Sí, me gustaría -Eric miró a su alrededor-. Pero preferiría que no fuese aquí.
– Yo también -Hannah inspiró con fuerza para darse valor-. Teníamos planes de ir cenar esta noche. Podemos seguir con ellos, pero en vez de en un restaurante, podríamos cenar en mi casa. Yo cocinaré. Eso será más privado. No me importa contarte lo que ocurrió, pero no quiero que se entere toda la ciudad.
– Me parece justo. ¿A las siete?
– Allí estaré-contestó ella.
– Yo también -Eric le agarró la mano-. Vamos, te acompañaré al coche.
– Gracias. Eso es muy dulce.
– Soy un tipo dulce. Y también sexy. Pregúntale a cualquiera.
– Tú y tu ego. No te hace falta abuela, ¿verdad?
– No, en general no.
Ella soltó una risa y en ese momento supo con certeza que todo iría bien entre ellos.
A pesar de su seguridad anterior, Hannah se fue poniendo nerviosa según se acercaba la hora de la llegada de Eric. Empezó a pasear por toda la casa.
– Al menos estoy haciendo ejercicio -se dijo-. ¡Andando una barbaridad!
– En uno de sus circuitos por la cocina, se detuvo para echar una mirada a la lasaña que tenía en el horno. Había elegido la lasaña por dos razones: primero porque no se echaría a perder si se liaban a hablar y retrasaban la cena media hora y segundo porque era una de las pocas cosas que sabía cocinar.
También había preparado una ensalada y comprado una botella de Chianti para Eric. Pero cambió de opinión sobre el vino y lo guardó en la despensa. No quería que pensara que se estaba esforzando demasiado.
– Esto sería mucho más fácil si no estuviera nerviosa -murmuró. Quería que Eric entendiera y aceptara lo que había sucedido y las decisiones que había tomado en consecuencia. Internamente quería que él aprobara su decisión, pero suponía que las posibilidades de que eso ocurriera eran mínimas.
Oyó un coche y corrió hacia la puerta delantera. La abrió cuando Eric subía las escaleras.
– Hola -saludó él, entrando-. ¿Cómo te sientes?
Ella se preguntó si era por cortesía o si debía a que estaba al tanto de su embarazo.
– Muy bien -lo llevó a la sala y se sentó en el sofá. Él se sentó en un sillón, frente a ella.
Era obvio que había ido a casa. Había cambiado el traje oscuro por unos vaqueros y una camisa de manga corta. También se había afeitado. Se fijó en su boca y recordó su sabor. La verdad era que un buen beso haría que se sintiese mucho mejor, pero dudaba que Eric fuera a darle uno. Sus ojos estaban llenos de interrogantes.
– ¿Te apetece beber algo? -ofreció.
– Puede esperar a la cena -hizo una pausa y olfateó el aire-. Lo que estés cocinando huele muy bien.
– Es lasaña. Una de mis compañeras en la universidad era italiana. Me dio la receta secreta de su madre -hizo una pausa para tranquilizarse-. Supongo que te estás preguntando qué ocurrió.
– Hannah, no me debes ninguna explicación.
– Eso es verdad -dijo ella tras reflexionar un momento-. Pero me gustaría que lo entendieras.
– Entonces me gustaría escucharte.
Ella entrelazó los dedos para no retorcérselos e intentó decidir por dónde empezar. Posiblemente todo se remontara a mucho antes de conocer a Matt.