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– Sí. Demasiada sal te hará retener líquidos. Conozco un restaurante que apenas usa glutamato, iré allí. Llamaré y preguntaré qué platos son bajos en sal.

– ¿Sodio? -repitió ella, antes de comprender la verdad-. Has estado leyendo sobre el embarazo.

– Efectivamente. Jeanne me buscó un par de libros y los leí anoche.

Hannah movió la cabeza. Típico de Eric, el triunfador, quería enterarse de todo. Aun así, era un gesto dulce, aunque algo retorcido.

– Bueno, que sean platos bajos en sal -aceptó.

– Te veré a las siete.

Ella colgó el teléfono y pensó en su plan. Quería estar tan sexy como para dejarlo atónito.

Hannah puso manos a la obra. Se rizó la melena para darle un aspecto artísticamente despeinado. Se maquilló e incluso se pintó las uñas de los pies de color rojo fuego. Después fue a estudiar el contenido del armario.

Elegir un modelito sensual pero no descocado era más complejo de lo que había pensado. Iban a cenar comida china baja en sal, en casa. No podía ponerse un vestido elegante. Tampoco quería nada que exigiera llevar zapatos, los pies le habían quedado muy bonitos. Unos pantalones cortos serían demasiado informales y no le apetecían unos vaqueros.

Se decidió por una falda vaporosa con estampado de flores, de bajo asimétrico. La camiseta a juego le quedaba algo apretada y tenía escote. Buscó un sujetador que le realzara el pecho, para sacarle el mayor partido posible a la talla que había ganado con el embarazo.

Descalza, perfumada y con un escote perfecto, se otorgó un sobresaliente. Eric no sabría qué hacer. Cuando oyó su coche fue hacia la puerta. Lo saludó mientras subía los escalones y lo observó mirar sus senos; el pobre estuvo a punto de tropezar. Hannah sonrió. Todo iba a salir según su plan. Al menos eso creía.

Una cena china y noventa minutos después, Hannah estaba a punto de patear el suelo de frustración. Eric había estado educado, amigable y distante hasta un punto irritante. Por más que se inclinó hacia él mientras cenaban, no le miró el escote ni una vez. Había ignorado el ligero roce de su mano, su voz seductora y su forma de escuchar cada una de sus palabras.

No sabía qué estaba ocurriendo. Por lo visto no le parecía bonita ni atractiva. Antes de que pudiera preguntárselo, él apartó el plato y abrió su maletín. Dentro había dos libros y una libreta con anotaciones.

– ¿Qué es eso? -preguntó ella, mirando la libreta.

– Tengo que hacerte algunas preguntas sobre el bebé y sobre ti -la miró-. ¿Te parece bien?

A ella le habría parecido bien que una de las preguntas fuera si podían volver a besarse, pero se lo calló.

– Claro. Pero no esperes tecnicismos. Lo he leído todo, pero sigo diciendo «cosas» y «chismes», en vez de utilizar la palabra latina adecuada.

– De acuerdo -Eric sonrió y se concentró en la lista-. ¿Has sentido al bebé moverse?

– No y lo estoy deseando. La doctora dice que es cuestión de tiempo. Pero como es mi primer embarazo, es posible que no reconozca la sensación -alzó la mano con los dedos cruzados-. Espero que sea pronto.

Él siguió con la lista, preguntándole qué tal dormía, qué comía y si tomaba vitaminas. Tras la quinta pregunta, Hannah perdió en parte su sensación de calidez.

– ¿Eric?

– ¿Sí? -preguntó él, alzando la vista.

– No eres el jefe de mi vida.

– ¿Qué?

Ella intentó sonreír, pero más bien hizo una mueca.

– Todo irá bien. Sé qué comer, cuánta agua beber, qué productos químicos evitar y qué vitaminas tomar. Cuando dejé Derecho mi calificación media era de notable. Tengo cerebro y sé utilizarlo.

Él la miró y se removió incómodo en la silla.

– Perdona -dijo con expresión avergonzada-. Supongo que intentaba tomar el mando. Es la costumbre.

– Vosotros los ejecutivos… Siempre tenéis la necesidad de controlar -se levantó y extendió la mano-. Ven. Vamos al salón y allí podrás contarme cómo ha sido tu ajetreado día gestionando el hospital.

– De acuerdo.

A ella le gustó que entrelazara los dedos con los suyos y caminase a su lado. Las cosas iban mejorando. Con respecto a sus preguntas, no podía quejarse. Quería participar y eso era más de lo que había hecho Matt.

– Cuéntame qué está ocurriendo en la oficina. Necesito oír hablar del mundo exterior.

– ¿Te has planteado que esa necesidad aumentará cuando estés cuidando de una criatura? -preguntó él, acariciándole los nudillos. Ella estaba tan absorta en su caricia que tardó en entender la pregunta.

– ¿Quieres decir que necesitaré hablar con algún adulto para no volverme loca?

– No lo habría expresado de esa manera, pero sí -replicó él, curvando los labios.

– Sé que puede convertirse en un problema. Esto podría ser algo solitario. Cuando acabe con el jardín, empezaré a trabajar en la casa. Me mantendré ocupada hasta que llegue el momento de dar a luz. Luego, cuando el bebé nazca, me reuniré con otras madres. En la clínica vi un tablero con listas de grupos de apoyo y de juego.

– ¿Y Derecho? Sé que no era tu primera opción, pero no tendrías una media de notable si no te hubiese gustado parte de lo que hacías.

– No yo… -Hannah se detuvo. Iba a decir que no le gustaba nada, pero no era cierto. Disfrutaba de algunas clases y sobre todo, de las conferencias. La más interesante la había dado una abogada que hacía trabajo legal para un centro de acogida de mujeres. Hannah había pensado que le gustaría un trabajo de ese tipo.

– Me sentía atrapada en la facultad. Cuando descubrí lo del bebé, sólo deseé marcharme. Pero hay otras opciones y no debo olvidarlas -se inclinó hacia él-. Aunque no todos deseamos gobernar el mundo.

– A mí no me interesa el mundo -dijo él-. Me conformo con una empresa de renombre nacional.

– Es un gran sueño.

– Lo conseguiré.

Ella no lo dudaba, pero se preguntó a qué precio. Los grandes directivos renunciaban a su tiempo en el hogar para dedicárselo al trabajo. Una mujer nunca sería lo primero en la vida de Eric en esas circunstancias.

– ¿Y el equilibrio vital? -preguntó-. Necesitas tener otros objetivos, personales.

– Supongo -encogió los hombros-. En algún momento.

– ¿Y buscar tu alma gemela? -insistió ella, incómoda con su actitud-. ¿No quieres formar parte de algo?

Mientras hacía la pregunta, se fijó en que él estaba mirando su escote. Dejó de importarle la respuesta; Eric por fin había recordado que era una mujer.

Susurró su nombre y se inclinó hacia él. Eric puso las manos sobre sus hombros. Le pareció perfecto… más que perfecto. Estaba excitada y ni siquiera se habían besado. Pero antes de que sus labios se rozaran, él se apartó bruscamente y se puso en pie.

– Mira la hora que es -dijo con alegría forzada-. Vaya. Tengo una reunión a primera hora de la mañana.

– ¿Te vas? -lo miró fijamente-. Sólo son las ocho.

– Ya lo sé, pero tengo que preparar la reunión y tú necesitas descansar -replicó él yendo hacia la puerta.

Hannah, sin saber qué ocurría ni cómo arreglarlo, lo siguió. Sus esperanzas de recibir un beso de buenas noches se esfumaron cuando él corrió hacia la libertad. Segundos después oyó el motor de su coche alejándose.

Algo iba muy mal, pensó, apoyándose contra la puerta cerrada. Muy mal. Pero iba a descubrir qué era.

Eric pensó que había aterrizado en el infierno o estaba siendo castigado por una ofensa desconocida. Eran las dos únicas explicaciones que se le ocurrían para justificar una semana de intenso sufrimiento.

Por más que lo había intentado, no podía dejar de desear a Hannah. Aunque estuviese mal y le provocase cargo de conciencia. Lo consolaba saber, que aunque la idea de hacer el amor le elevaba la temperatura y lo ponía duro como el granito, también deseaba compartir actividades no sexuales con ella.