En vez de besarla, él dejó caer la mano y dio un paso atrás.
– Más vale que te rindas y pintes la habitación azul -le dijo-. Vas a tener un niño y eso no cambiará por mucha pintura amarilla que compres.
Hannah reconoció el juego y adivinó que pretendía que ella lo refutara y abogara por una niña. También sabía que esperaba que ignorase la tensión que había entre ellos, el amago de beso y sus sentimientos. Pero estaba cansada de ignorar y simular que no importaba… importaba mucho. Quería saber qué estaba ocurriendo y sólo había una manera de averiguarlo: preguntar.
– ¿Es por el embarazo? -preguntó, tragándose el miedo-. ¿Porque llevo un hijo de otro hombre? ¿O es por el cambio de mi cuerpo? ¿Eso te repugna?
– ¿De qué estás hablando? -Eric la miró sorprendido.
– De nosotros. De esto -lo señaló a él y a la habitación-. Pasamos tiempo juntos y eso me gusta, pero todo ha cambiado. Antes de que supieras lo del bebé, estábamos saliendo. Ahora no sé qué hacemos. Por alguna razón has puesto punto final a la parte física de la relación y quiero saber por qué. Si sólo estás interesado en que seamos amigos, lo aceptaré. Pero no soporto no saber qué está ocurriendo.
– No estaba seguro de si te habías dado cuenta -dijo él sin apartar la mirada de su rostro.
– ¿Cómo no iba a dármela? Hace dos semanas estábamos acariciándonos en el sofá. Ahora, si me acerco demasiado das un bote.
– Quiero ser tu amigo -dijo él, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón-. Quiero ayudarte. Disfruto pasando tiempo contigo.
– ¿Y? -lo animó ella, no convencida con sus rodeos.
– Di marcha atrás en lo demás porque debía hacerlo.
– De acuerdo -Hannah sintió un pinchazo de dolor, pero decidió seguir adelante-. ¿Por qué?
– Porque debía. No podemos hacer el amor ahora.
Los pensamientos de ella fueron desde que la encontraba repulsiva a que era uno de esos hombres que pensaban que una madre no podía ser sexy.
– ¿Por qué? -insistió.
– Estás embarazada -dijo él, mirándola como si le estuviera obligando a meter la mano en agua hirviendo.
– Eso ya lo sé.
– No quiero haceros daño a ti ni al bebé.
– ¿Es por eso? -Hannah parpadeó, no podía ser.
– Claro. Tenía miedo de que ocurriese algo malo -hizo una mueca avergonzada-. Además, no sabía si estaba bien sentir atracción por una mujer embarazada. No es que no estés guapísima y muy sexy -añadió rápidamente-, lo estás. Pero supuse que no debía intentar nada y ese infierno me está matando.
– ¿En qué sentido? -el dolor de Hannah se convirtió en esperanza y excitación.
– Sería más corto explicar en cuál no -rezongó él-. Estar a tu lado es una tortura. Hoy, en la clínica; te estaban haciendo un reconocimiento médico y yo sólo podía pensar en tocarte por todos sitios.
– No tenía ni idea -dijo ella sintiendo un escalofrío en la espalda.
– Me sentí como un desalmado. Cuando te subiste a la camilla, se te enganchó la bata y vi… -giró la cabeza-. Vi tus pechos. Ya lo sé: soy un repugnante animal.
– Eric -susurró ella, poniendo una mano sobre su brazo-. Me alegra que me encuentres sexy. En primer lugar, hace que me sienta bien respecto a mi físico, que no es poco si consideramos que engordo día a día. En segundo, no quería ser la única que pasa las noches en vela pensando en hacer el amor contigo.
Nunca antes había sido tan atrevida con un hombre, pero con él se sentía muy cómoda; aunque estaba nerviosa, no le dio pavor decir la verdad. Y los nervios desaparecieron cuando Eric se dio la vuelta y vio la pasión en sus ojos.
– Te deseo -murmuró él-. Todo el tiempo. Me está volviendo loco.
– ¿Y qué te impide tomar lo que deseas? -preguntó ella con voz suave.
Eric emitió un sonido ronco y la rodeó con los brazos. Ella puso las manos en sus hombros y se abrazó a él. Sus bocas se encontraron en un beso profundo y apasionado que clamaba necesidad, deseo y demasiado tiempo de espera.
Las lenguas se encontraron y ella deseó convertirse en parte suya. Su sabor era dulce y viril, sus labios firmes pero suaves. Sus cuerpos se encontraron, florecieron las llamas y ella empezó a derretirse. Sintió humedad entre las piernas y sus senos se tensaron. Quería más, lo quería todo. Hacerle el amor eternamente.
Él ladeó la cabeza y profundizó en el beso, al tiempo que deslizaba las manos por su espalda. Hannah sentía su fino vestido de algodón como una barrera insalvable. Quería que le bajase la cremallera y la expusiera a su vista. Quería sentir su piel. Lo quería dentro de ella, haciéndola retorcerse y gritar de placer.
La asombraba la intensidad de su respuesta. Matt había sido su segundo amante y aunque lo habían pasado bien juntos, no recordaba haberse sentido nunca tan… desesperada.
Bajó las manos para desanudar la corbata de Eric. Se la quitó y empezó a desabrocharle los botones de la camisa, él entretanto pasó de besarle la boca a la barbilla y luego a la oreja.
Hannah se estremeció al sentir el roce de sus dientes en el lóbulo. No podía pensar, ni respirar, ni hacer nada más que perderse en la sensación de sus caricias, en la calidez de su aliento en el cuello. Cuando le lamió la sensible piel de debajo de la oreja, gimió. Todas sus células estaban en alerta roja.
– Camina -le susurró él al oído.
Ella no entendió lo que decía, ni le interesaba. No era momento de hablar, sino de hacer.
– Camina -repitió él, empujándola suavemente hacia la sala-. Dormitorio. Cama. Desnudos.
Comprendió las dos últimas palabras y empezó a moverse. Le agarró la mano y lo llevó al extremo opuesto de la casa. En el umbral del dormitorio él la abrazó desde atrás, puso las manos sobre sus senos y la apretó contra él. Ella percibió que ya estaba excitado y a juzgar por sus jadeos, más que dispuesto. Le encantó esa reacción, quería que la necesitara tanto como ella a él.
Cuando él empezó a frotar sus pezones con los pulgares, dejó de pensar, sólo quería que no se detuviera nunca. Él siguió frotando, luego trazó el círculo de la aureola, frotó el seno entero y regresó al pezón.
Hannah se estremeció en sus brazos. Ya no le dolían los pechos como al principio del embarazo y las suaves caricias la hicieron gemir de placer. Arqueó la espalda y apoyó la cabeza en su hombro; él aprovechó la posición para bajar la cabeza y besar su piel con la boca abierta.
La combinación de los besos en el cuello mientras le tocaba los senos fue casi demasiado para mantenerse en pie. Iba a sugerir que fueran a la cama cuando él deslizó una mano a su cadera y empezó a levantarle la falda.
Poco a poco, fue subiendo el tejido hasta que lo tuvo recogido. Apoyó la mano en su estómago y dejó caer la tela. Después bajó hacia sus braguitas y sorteó el elástico de seda y encaje hasta llegar a los rizos que protegían su entrepierna húmeda y ardiente. Mientras seguía acariciando sus senos y besándola, buscó el centro de su placer y lo encontró inmediatamente.
A ella la impresionó su destreza y su forma lenta y segura de tocarlo, como si tuviera todo el tiempo del mundo para dedicárselo. Trazó círculos alrededor del pequeño botón, primero con un dedo, luego con dos. Aceleraba el ritmo y luego lo reducía.
Ella alzó una mano para tocarle la cabeza. Quería volverse para besarlo. Quería acariciarlo, desnudarse, estar en la cama, pero todo eso implicaría que él detuviera su deliciosa tortura. En ese momento él abandonó el punto e introdujo el dedo en su interior. Los músculos internos se contrajeron y ella sintió su propia humedad. Abrió los muslos, deseando más, deseándolo todo.
Él volvió al punto anterior y frotó con más fuerza, incrementando la velocidad. Su mente se puso en blanco, tensó el cuerpo y se agarró a su antebrazo.
No le quedó más remedio que rendirse. Allí de pie en la entrada del dormitorio, sintió la oleada de liberación recorrerla de arriba abajo en una mezcla de tensión y relajación deliciosa.