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– No sufras. Meter las manos en agua jabonosa caliente debe reforzar el carácter o algo así. Sobreviviré.

– Muchas gracias.

Él se fue con los platos, pensando que era una suerte que Hannah no pudiera levantarse. Si viese el estado de su cocina se desmayaría. O lo mataría a él.

Observó el lío de cazos y sartenes que había sobre la encimera, las latas abiertas, los frascos de especias y los quemadores sucios. Tenía trabajo de sobra, pero antes decidió hacer una llamada. Su hermana contestó al primer timbrazo.

– ¿Lo quemaste todo?

– No. La cena estaba muy buena.

– Estás mintiendo -rió CeeCee.

– No. El pollo estaba hecho, las verduras un poco blandas, pero pasables. Lo más difícil fue el arroz. Creí que simplemente se hervía hasta estar hecho.

– No es exactamente así -suspiró ella-. ¿En qué me equivoqué contigo, hermanito?

– No te equivocaste. Soy perfecto.

– Sí, sí. Claro. Y ahora tienes que fregarlo todo.

– Eso mismo estaba pensando yo. Supongo que no te apetece venir a ayudarme, ¿verdad?

– Ni en sueños. Llámame si necesitas recetas para mañana.

– Había pensado que podíamos pedir la comida.

– Entonces, ¿te vas a quedar ahí? -la voz de CeeCee sonó entre sorprendida y curiosa.

– Eso creo. Hannah necesita ayuda y no me importa quedarme.

– Interesante.

– Somos amigos -insistió él, incómodo con el tono de su hermana.

– Amigos que se acuestan juntos.

– Eso es irrelevante -descartó él, sin querer discutir.

– A mí me parece muy relevante. Nunca te habías responsabilizado de nadie. No digo que sea malo -añadió rápidamente-. Digo que tus objetivos siempre se han basado en tu carrera, no en las personas.

– Hannah no es un objetivo. Es… -deseaba decir que era alguien que le importaba, pero su hermana sacaría demasiado partido a eso-. No quiero que les ocurra nada a ella y al bebé.

– Lo sé y me alegro de que te sientas así. La situación me parece fascinante. Mantenme informada.

– Sí, claro. Llamaré para cotillear al menos tres veces al día.

– No me imaginaba que conocieras el significado de la palabra cotilleo -CeeCee soltó un suspiró-. En serio, llámame si pasa algo. Yo tampoco quiero que Hannah y su bebé tengan problemas.

– Gracias, hermanita. Lo haré -colgó el teléfono y se apoyó en la encimera.

Su hermana tenía razón. En el pasado siempre había elegido a mujeres que no esperaban ni necesitaban de sus cuidados. Incluso cuando su madre estuvo enferma, fue CeeCee la que se ocupó de todo, hasta el final.

Eric nunca había tenido una relación profunda con su madre. CeeCee hablaba de una mujer alegre y feliz que daba abrazos, hacía pasteles y contaba cuentos. Pero eso fue en la infancia de CeeCee; él había conocido a una mujer retraída y distante. Al crecer se enteró de que su padre la había enamorado, dejado embarazada y huido con todos sus ahorros y el dinero del seguro de vida que había dejado el padre de CeeCee al morir. Eric era el bastardo de un hombre merecedor de ese apelativo.

Su padre fue un hombre guapo y encantador, que se aprovechaba de todo el mundo. Eric se había prometido no utilizar a nadie en su vida. La forma más sencilla de conseguirlo era no tener relaciones serias.

Se preguntó cómo aplicar esa filosofía a la situación actual. Estaba involucrado, sin duda; estaba viviendo con Hannah, cuidándola. Suponía un riesgo, pero no podía abandonarla. Quería que el bebé y ella estuvieran seguros. Necesitaba ayudarlos y no sabía por qué.

Hannah no era como otras mujeres con las que había salido. Nunca habían tenido la conversación sobre una relación sin ataduras y ya no tenía sentido. Conocía la respuesta: Hannah no se conformaría con eso, buscaba mucho más. Eso quería decir que él no encajaba.

Pero era demasiado tarde para dar marcha atrás. Tenía que quedarse allí, al menos mientras durase la crisis. Después tendría que decidir si huía mientras estuviese a tiempo o llegaba hasta el final. Movió la cabeza. En su mundo el amor nunca duraba y «felices para siempre» era algo que sólo ocurría en las películas.

– Toc, toc -llamó una voz.

– Aquí, Jeanne -Hannah sonrió y dejó el libro-. El dormitorio está en la parte de atrás.

– ¡Oh, me encanta lo que has hecho con el salón! ¿El sofá es nuevo? -Jeanne entró en el dormitorio con una bolsa en una mano y dos botellas de agua en la otra-. ¿Conseguiste el sofá en la ciudad o es de encargo? Es precioso. Has elegido muy bien los colores.

– Gracias. Es de encargo, pero de aquí. De Millers.

– ¿Cómo lo conseguiste tan rápido? -Jeanne dejó una botella de agua en la bandeja de cama de Hannah y otra en la mesilla.

– Es uno que rechazaron -sonrió Hannah-. Por lo visto, la persona que lo encargó lo odió a primera vista. Me enamoré de él inmediatamente, aunque confieso que eso hizo que me cuestionara mi buen gusto.

– Estoy de acuerdo contigo. Es fantástico. Quizá vaya este fin de semana a ver tapicerías y modelos -se sentó en la silla y miró a Hannah-. ¿Cómo estás?

– Aburrida y muy agradecida por tu compañía. Gracias por traerme el almuerzo.

– Es un gusto escapar de la oficina. Debería darte las gracias yo a ti.

Sacó sándwiches, varios recipientes de ensalada, tenedores de plástico y servilletas de papel de la bolsa.

– ¿Qué tal te encuentras? -insistió.

– Muy bien -Hannah señaló con la cabeza el tensiómetro que había junto a la cama-. A las once de la mañana tenía la tensión normal y no tengo fiebre. Estoy bebiendo suficiente líquido para hundir un barco, lo que implica muchos viajes al cuarto de baño, pero como es mi única excusa para moverme, no me molesta.

– La verdad es que suena bastante patético -confesó Jeanne, pasándole un sándwich de pavo.

– No me gusta ver la televisión durante el día y eso limita mis posibilidades de entretenimiento -dijo Hannah, desenvolviendo el sándwich.

– A mí me encantan las telenovelas -confesó Jeanne-. La sobredosis de angustia y luchas intestinas hace que mi vida me parezca muy normal.

– Nunca lo había pensado así.

– Es baja en sal -dijo Jeanne, pasándole un envase de ensalada de patatas-. No sabía que hacían cosas así.

– Gracias -Hannah abrió el envase y probó un poco-. No está mal.

– Mientes fatal.

– Bueno, necesita sal -rió Hannah-, pero debo evitarla hasta que lleve varios días con la tensión normal.

– Por lo menos no se te hincharán los tobillos -Jeanne dio un mordisco a su sándwich, mascó y tragó-. Eric me pidió que te saludara. Me pedirá un informe completo cuando regrese.

– Se está portando muy bien -dijo Hannah, intentando controlar su expresión. Pensar en Eric le daba ganas de sonreír o ponerse a cantar.

Los últimos dos días habían sido asombrosos. La había acompañado, preocupándose por ella, cocinando, limpiando y durmiendo a su lado. Había descubierto que le gustaba despertarse y sentir su cuerpo junto a ella, escuchando su respiración. Estaba enamorada.

Esa mañana había insistido en que fuese a trabajar, por lo menos para ponerse al día.

– Encuentro la situación muy interesante -admitió Jeanne-. Es un hombre al que siempre han buscado las mujeres; nunca ha tenido que preocuparse más que de él mismo. Ahora te tiene a ti y al bebé. Un gran cambio, pero muy bueno.

– Sólo somos amigos -dijo Hannah, que no quería hacerse ilusiones. Jeanne la miró poco convencida.

– Yo creo que le ha dado muy fuerte -apuntó.

Hannah pensó que ojalá fuese verdad, sin decirlo.

– ¿Qué telenovelas me recomiendas? No sé nada de ninguna. ¿Cuáles tienen los argumentos más normales?

– Cariño, olvídate de las normales. Quieres las extravagantes. El objetivo es dejarse llevar. ¿Qué hora es? ¡Ah! Mi favorita empieza ahora. ¿Dónde está el mando?